por Koldo Martínez Urionabarrenetxea (Publicado en Diario de Noticias, 19 de mayo de 2010)

A raíz de la aprobación de la Ley Orgánica 2/2010, de 3 de marzo, de salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo se han escuchado muchas voces hablando de la conveniencia del registro de objetores de conciencia. Unas, a favor del registro de sanitarios objetores y otras defendiendo que sean los no objetores quienes se registren. Personas y  organizaciones se han posicionado al respecto, coincidiendo a veces en sus posturas, independientemente del ideario político. Yo considero el registro un error por las razones que explicaré.

El término conciencia, derivado del latín conscientia, fue introducido por los escolásticos cristianos y expresa la idea de “conocer juntos” o “conocimiento conjunto”. Pero aún hoy resulta difícil de definir. Los filósofos lo han intentado con resultados dispares, incluso contradictorios. Y sin embargo su definición es importante por la influencia que tiene en su aplicabilidad práctica, entre otras cuestiones.

La conciencia ha sido descrita como el juicio reflexivo por el que cada persona distingue interiormente el bien del mal, la actuación correcta de la incorrecta. Tomás de Aquino afirma que es sobre todo “conocimiento aplicado a un caso concreto”; es decir, e juicio razonable al que uno puede llegar sobre un acto concreto propio a la luz de de las normas morales, del contexto y de otras consideraciones prácticas.

A pesar de ello predomina en nuestra sociedad la idea de que la conciencia funciona como un código moral innato, lo que imposibilita cualquier debate moral. Así, se asume un concepto empobrecido de conciencia en la que ésta constituye poco más que un conjunto de opiniones mantenidas sinceramente, aunque potencialmente sean poco razonables. Es decir, que se concede más importancia a lo profundamente que alguien defiende algo “en conciencia” que a la razonabilidad de sus posiciones.

Por objeción de conciencia se entiende la negativa a cumplir un mandato de la autoridad o una norma jurídica, invocando la existencia, en el foro de la conciencia, de un imperativo filosófico-moral o religioso que prohíbe, impide o dificulta dicho cumplimiento. Es, con todo lo que ello implica, un acto de oposición de la ley de la conciencia de cada uno a la ley oficial, aprobada democráticamente por todos o por la mayoría. De la definición de conciencia se deriva que la objeción la puede plantear una persona concreta en una situación concreta a una práctica concreta.

Soy firme partidario de respetar la objeción cuando es fruto de un análisis serio, profundo y contextualizado de aquello a lo que se objeta y si cumple las premisas de legalidad y legitimidad. Pero si no, no. Porque entonces no es objeción; es otra cosa.

Y esto es lo que, en mi opinión, ocurre cuando se defiende un registro de objetores (o de no objetores). Si la conciencia es fruto del análisis de casos concretos, resulta difícil aceptar objeciones globales a prácticas médicas concretas legalmente aceptadas como la interrupción del embarazo en determinadas circunstancias. La objeción al aborto en general no parece poder nacer de la reflexión práctica sobre él porque está desprovista del análisis reflexivo y prudente de las circunstancias que rodean al caso concreto, a la persona concreta que puede acabar abortando (o no), sino que es fruto de una rigidez moral o ideológica o política que olvida o desprecia la toma en cuenta de la realidad concreta. Es una objeción sin excepción, en todos los casos y en todas las circunstancias. Es totalitarismo moral, que valora como moralmente iguales el aborto de una menor violada por su padre que el de una mujer adulta con cuatro hijos y embarazada del quinto que el de una mujer embarazada de un feto anencefálico. Y, en mi opinión, esta rigidez moral no es propia de seres humanos, es inmoral.

Implantar un registro, como piden algunos gobiernos, partidos políticos, colegios profesionales sanitarios y organizaciones feministas es dar por buena esta concepción irreflexiva y errónea de conciencia y banalizar la objeción porque permite obviar la evaluación moral de cada caso, lo que convierte la exigencia de la implantación del registro en algo moralmente inadecuado.