En tanto no exista un esquema que garantice que los aspirantes a cargos públicos de elección (políticos) posean verdadera integridad y respondan al interés general, la responsabilidad de garantizar la marcha del Estado descansa en los funcionarios al ser éstos los encargados directos de la operación de las instituciones. Sin la vigilancia que ellos realizan el riesgo de corrupción y de una incompetencia generalizada sería evidente.
El buen funcionario se guía, por un lado, por principios acordes a la naturaleza del Estado a que pertenece plasmados en un marco jurídico (Constitución, Estatuto), y por otro, por un marco normativo establecido en los Código Éticos. El buen funcionario público existe para garantizar los fines del Estado y no los intereses individuales o de grupos partidistas. Se convierte así en un dique, no sólo al político cuando pretende desviar los cauces formales, sino a todo aquel que fomente conductas basadas en antivalores.

Un ejemplo de cómo el funcionario puede frenar al político cuando éste, en posesión de un cargo público, pretende salir de la legalidad es la siguiente anécdota: “Tras un cambio de gobierno se presentó un político en su nuevo puesto y, con actitud soberbia y sin conocer del todo las responsabilidades de su nuevo cargo así como de las normas de su área, declaró: y enumeró una serie de cambios que intentaba hacer aún en contra de las normas institucionales. Actos que, sin duda, le beneficiarían en lo personal. Un funcionario de carrera, con amplia experiencia en la función pública, le respondió: .”
De esta manera se muestra cómo el papel del funcionario sigue siendo vital para la marcha del Estado. Es el garante en la operación de las instituciones públicas. Sin él, las funciones estatales no se llevarían a cabo, las demandas ciudadanas no se cumplirían, y en situaciones clave se podría llegar incluso a un colapso social. En la medida en que se retira o reduce su participación en el Estado, éste se debilita.
Actualmente, el funcionario moderno no es un burócrata de oficina, como se le denominó antaño, sino un trabajador intelectual que se prepara constantemente. El hecho de asumir un puesto que le ofrece la administración le da un reconocimiento que representa con dignidad. Un servidor público con formación adecuada y espíritu ético es difícil de corromper. “Los funcionarios públicos forman una clase social numerosa; pero además, tienen en sus manos los caudales de la nación, administran los servicios que a todos nos interesan, ocupan un lugar destacado, y son o han sido durante mucho tiempo, el modelo de las demás profesiones. Por todos estos motivos, el prestigio, la moral, la ética de esta clase es extraordinariamente importante. Sin embargo, a pesar de la trascendencia moral de esta clase social, se había reparado muy poco en este tema hasta los últimos años” (Jordana, 1954, 73).
Cuando un político realiza actos indebidos, y en el supuesto de que lo hiciera por desconocimiento necesita entonces de personas que le auxilien a comprender lo indebido de su actuar. Requiere ayuda para quitarse ese velo de ignorancia y para ello está el funcionario profesional. No obstante, también puede suceder que el funcionario se encuentre vacilante, sin saber cómo actuar. Políticos y funcionarios no están exentos de ser tocados por la ignorancia. Aristóteles, en su libro “Política”, señala que muchos gobernantes estando en el poder pueden cometer errores por desconocimiento debido a que ignoran los fines y los medios del arte del buen gobierno. Este autor también señaló que es responsabilidad de los allegados, consejeros y asesores, encauzar u orientarles con sutileza y buenas maneras por el camino recto, siempre y cuando éstos asesores y consejeros posean ética.
Quien aspire a ocupar un cargo público debe hacerlo con entrega. El prestar servicios al Estado requiere dedicación exclusiva. Es una elección de vida. Cuando el funcionario desempeña otras labores en su horario laboral descuida y se aprovecha del puesto que ocupa. La mente, al dividirse entre dos empleos, no estará concentrada al cien por cien, situación que puede dar motivo a una conducta inapropiada. El clásico en literatura, Fedro, en una de sus fábulas escribió “Quien a dos amos sirve con ninguno queda bien”. Por su parte, Rose-Ackerman, estudiosa de la corrupción, afirma lo siguiente: “Los conflictos de interés fueron endémicos en los primeros días de la república estadounidense. Los directores de sucursales de correos publicaban periódicos y se concedían su envío postal gratuito. Los recaudadores de impuestos sobre whisky poseían tabernas y no exigían ningún tipo de tasa a sus proveedores; algunos funcionarios de aduanas eran comerciantes preeminentes” (Rose-Ackerman, 2001, 104). Para impedir que los cargos públicos se conviertan en una vía cívica de enriquecimiento fácil, los Estados necesitan incorporar un programa básico de conflictos de intereses donde se acentúe la presencia de la conducta ética y ésta se vea además apoyada por sanciones legales. Normas básicas y simples de comportamiento constituyen el mejor punto de partida, especialmente si se desea evitar el mismo proceso de control en un nuevo semillero de corrupción.
El funcionario con ética es el mejor salvaguarda de los fines del Estado. Su lealtad y servicio son para la comunidad política y es a ésta a quien debe rendir cuentas ya que de ahí proceden los recursos para su remuneración. Lograr que la ética se institucionalice dentro de la filosofía y cultura institucional permitirá reorientar las actitudes nocivas.
En suma, en palabras de Michel Crozier, “El interés general está encarnado por servidores especiales, esos altos funcionarios cuidadosamente seleccionados, educados para ser guardianes. Los políticos son, por supuesto, quienes deciden en última instancia, pero orientados y guiados por los funcionarios, que poseen el monopolio de la preparación de sus decisiones y que tienen tendencia a imponer su concepción del interés general.” (Crozier, 1996, 65).