Collier recupera el concepto de trampa, introducido por Jeffrey Sachs, para explicar la suerte de mil millones de personas que han quedado atrapadas en callejones sin salida. Esos mil millones de personas, repartidos en 58 países, constituyen los miembros de El club de la miseria.

Llama la atención que las cuatro trampas propuestas por el autor que explicarían lo que falla en los países más pobres del mundo constituyan únicamente causas endógenas – guerras civiles, abundancia y mala gestión de recursos naturales, carencia de salida al mar y malos vecinos y el mal gobierno en países pequeños. De este modo, el autor elimina cualquier carga de responsabilidad por comportamientos fomentados desde el exterior. No deja de resultar curioso que el rechazo a la culpabilidad sea una constante en la obra, mientras que, si algún determinante podemos asociar a la responsabilidad, es el del silencio.

El crecimiento económico es defendido como solución general para los integrantes de El club. Un crecimiento que se logrará a través de la aplicación de un formulario común a los países míseros. Para el autor, la intervención militar es un instrumento muy socorrido ante cualquiera de las trampas. Y como ejemplo de gran éxito recuerda la intervención en Timor Oriental, la del 99. Habrá que comprobar si la opinión de los timoreños coincide con la de Collier. Al fin y al cabo, nadie mejor que ellos conocen las intervenciones militares extranjeras.

Fomentar la inversión privada de empresa extranjeras deberá constituir otra de las prioridades si estos países realmente desean abandonar su situación, combinado con una “suavización” del gasto público. Deberemos confiar en que alguna inspiración celestial empuje a las empresas privadas a proporcionar las coberturas sociales mínimas, actividades que tan pocos beneficios económicos generan.

La regionalización, a pesar de lo que podamos creer observando los exitosos proyectos – me refiero a aquellos en los que los integrantes han sido autónomos en las decisiones y promotores de los procesos de regionalización - puestos en marcha en algunas partes del mundo, como pueda ser en América Latina o el Sudeste Asiático, no debe engañarnos. La regionalización es mala.

Así, el mercado no sólo no es el problema, sino la solución. Muchas cuestiones quedan en el aire que el autor no explica. Me viene a la cabeza preguntarme por qué un ciudadano de Bolivia entra en El club mientras una persona que vive en la absoluta miseria en Estados Unidos -que no son pocas-, tiene que portar la etiqueta del club de los privilegiados. Se aprecia en la lectura un cierto anacronismo al abordar el desarrollo, caracterizado por la ausencia de conceptos como pobreza absoluta y relativa; resultado, por otra parte, del rotundo rechazo a la redistribución de la riqueza. Lo mejor del encorsetamiento en categorías es que evita reconocer que míseros, generamos todos.

No pasa desapercibido tampoco el miedo que revela hacia el gran dragón chino. El liberalismo que exige para un mercado dirigido por Occidente, en el que se integraría a los países más pobres, es negado para Asia. China e India se erigen para Collier como los grandes obstáculos que impiden que los pobres de entre los pobres se suban al beneficioso tren de la globalización y el capitalismo. Esta ambigüedad tal vez tenga algo que ver con que la maldad de China crezca proporcionalmente a su posición como competidora en un mercado que hasta ahora había sido dominado por Occidente.