En un artículo aparecido en El País e pasadol 17 de marzo , Enrique Costas Lombardía reanuda un acalorado debate que ya entabló en otra ocasión con el Director de la Organización Nacional de Trasplantes, Rafael Matesanz (Costas Lombardía: España, Suiza y los trasplantes, El País, 20/10/2006; Matesanz: Respuesta a Costasa Lombardía, El País, 23/10/2006), acerca de la licitud de retribuir económicamente a los profesionales que participan en el proceso de donación, con incentivos que se corresponden con el número de órganos extraidos y trasplantados. 

El argumento de Costas Lombardía consiste en señalar que esas retribuciones 1. niegan el carácter altruista que debería motivar el proceso de donación, 2. constituyen una forma injusta de distribuir los limitados recursos sanitarios y un agravio comparativo con respecto a otros profesionales no implicados en los trasplantes y 3. son la verdadera causa del éxito del modelo español.

La existencia de incentivos a la donación es un aspecto poco conocido y de difícil generalizabilidad en España. El Director de la Organización Nacional de Trasplantes ha desmentido en alguna ocasión que ese fenómeno sea el factor que explica el éxito del Modelo Español. Atribuir el éxito del España (que cuenta con unas cifras de donación que prácticamente duplican la media europea y superan con creces las de cualquier otro país líder en trasplantes de órganos) sólo a esos presuntos incentivos económicos, sería obviar toda una serie de factores cuya influencia en las cifras de donación es conocida y ha sido demostrada: disponibilidad de camas de cuidados intensivos, disponibilidad y formación de los profesionales en la identificación y el mantenimiento de los donantes potenciales, capacidad de afrontar la entrevista familiar, publicidad y comunicación con los medios... Según Rafael Matesanz, el argumento según el cual sistema Español de trasplantes es injustamente caro tampoco es sostenible. Refiriéndose a los trasplantes de riñón realizados en España, señala: "El ahorro que ello ha significado para la sanidad pública, en gastos de diálisis, supone cada año el doble de todo lo que cuesta en España la coordinación, el proceso de donación y los trasplantes de riñón, hígado, corazón, pulmón, intestino y páncreas" (Matesanz, El milagro de los trasplantes, La esfera de los Libros, 2006, p. 160).

Pese a todo, sería útil conocer si efectivamente los profesionales españoles implicados en el proceso de donación efectivamente obtienen una parte de su salario en función de la actividad que realizan, para poder determinar el impacto tendrían esos incentivos en el proceso de donación.

Para poder criticar esa medida sería necesario demostrar, y no simplemente asumir, que tales pagos constituyen una forma de riesgo, daño, o injusticia. Es importante señalar al respecto que la perspectiva de la donación de ninguna manera puede comprometer el deber de tratamiento debido a los potenciales donantes que son pacientes gravísimamente enfermos o en muerte cerebral. Muy por el contrario, mantener los órganos de un paciente requiere intervenciones que, lejos de mermar las posibilidades de supervivencia al paciente, acaso las extienderían. La reputación del médico coordinador de trasplantes, al menos en este sentido, no debería verse perjudicada, ni ser acusado de dejar de velar por los intereses del paciente al ver en él una mera "fuente de órganos". En realidad, el posible conflicto de intereses al que los profesionales involucrados en el proceso de donación podrían estar sometidos podría tener que ver con lo contrario: con la necesidad de llevar demasiado lejos la intervención médica. Un posible problema podría surgir si la familia del donante plantease la posibilidad de limitar el esfuerzo terapéutico de un paciente (a punto de morir) que, en caso de permitírsele evolucionar en muerte encefálica, pudiera convertirse en donante de órganos. Si se interrumpiera la asistencia ventilatoria de ese paciente para respetar los deseos de la familia (que presumiblemente es garante de los intereses del paciente o testigo de sus voluntades anticipadas), se eliminaría la posibilidad de la donación. Una manera de evitar esta pérdida de órganos, accediendo al mismo tiempo el deseo familiar de evitar la obstinación terapéutica, consistiría en extraer los órganos de ese paciente cinco o diez minutos después de que su corazón se le parase como resultado de la interrupción del soporte vital. Esto es algo que otros países, como Holanda, Estados Unidos, Bélgica o Canadá ya están haciendo. Es posible que nuestra sociedad, que cada vez está más familiarizada con la necesidad de interrumpir los tratamientos fútiles de los pacientes gravemente enfermos, ponga en los próximos años a la comunidad de trasplantes ante el dilema de aceptar los llamados protocols de "donación en asistolia, tras paro circulatorio controlado". 

La ley Española sobre trasplantes, de 1999, establece que "No se podrá percibir gratificación alguna por la donación de órganos humanos por el donante, ni por cualquier otra persona física o jurídica". Si se comprobase la realidad de los presuntos pagos que menciona Costas Lombardía, alguien podría argumentar que efectivamente en España existe una contradicción entre la ley y la práctica de los trasplantes. Tal contradicción podría resolverse de dos formas: modificando la ley, o modificando las prácticas. 

A favor de la primera alternativa, M. Yourcenar enseña que "toda ley demasiado transgredida es mala; corresponde al legislador abrogarla o cambiarla, a fin de que el desprecio en que ha caído esa ordenanza insensata no se extienda a leyes más justas" (M. Yourcenar, Memorias de Adriano, Edhasa, 2006, 131). 

En defensa de la segunda cabría señalar que el altruismo es un valor que debe ser preservado, incluso si para ello es necesario sacrificar algunas vidas.

Si el dinero realmente constituye un incentivo para la donación, y no parece causar necesariamente daños significativos a los donantes ni a sus familiares, pero sí beneficios a los receptores de órganos: ¿hasta qué punto responsable interrumpirlas?

Los trasplantes salvan vidas, pero al hacerlo cuestionan ciertos principios morales. Maximizar los beneficios de los receptores necesariamente desafía muchas de las convicciones morales que la sociedad ha heredado de la tradición. La donación de vivo, que compromete el principio hipocrático de la no-maleficencia, es otro ejemplo, y el del consentimiento presunto, que compromete el principio de autonomía, otro más.

Jean Bernard dijo, refiriéndose a la experimentación con seres humanos, que es "éticamente necesaria y necesariamente inmoral". ¿Tiene validez este aformismo en el ámbito de los trasplantes de órganos? 

Mientras el trasplante de órganos sea la mejor, y muchas veces la única alternativa que tienen las personas inscritas en las listas de espera, parece poco razonable esperar que la sociedad no siga buscando todas las alternativas que están en su poder para incrementar las donaciones. Aunque al hacerlo debamos replantear algunos de los principios morales en los que tradicionalmente hemos creído.