Acaba de publicarse una interesante monografía de Fernando Rey Martínez, catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Valladolid, que lleva por título “Eutanasia y derechos fundamentales” (Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales/Tribunal Constitucional, 2008). Se trata de la obra que obtuvo el Premio “Francisco Tomás y Valiente” 2007 y recoge de un modo exhaustivo y claro la actualidad del debate jurídico en torno a la eutanasia.

El libro consta de dos partes fundamentales. La primera recoge el marco normativo vigente de la eutanasia tanto en el derecho español como en el extranjero, atendiendo a los casos de despenalización parcial en Holanda y Bélgica y a la legislación sobre el suicidio asistido en Oregón (USA). Este análisis comparado le permite al autor extraer algunos elementos procedimentales para asegurar el consentimiento del enfermo y garantizar su protección frente a eventuales abusos que pueden ser útiles para el legislador español en el caso de plantearse una futura despenalización de la eutanasia.

Si esta primera parte del libro se centra más en los aspectos penales de la eutanasia, la segunda parte aborda las implicaciones que esta cuestión tiene para el Derecho Constitucional. El autor constata el hecho curioso y significativo de que en ninguno de los ordenamientos donde se reconoce la validez limitada de la eutanasia y/o el suicidio asistido, la cuestión se haya planteado explícitamente desde el orden constitucional. Por ello, el libro plantea cuatro modelos diferentes de interpretación jurídica de la eutanasia activa directa desde la perspectiva de la Constitución española de 1978: el de la eutanasia prohibida, el de la eutanasia como derecho fundamental, el de la eutanasia como manifestación del principio de libertad constitucional (legislativamente limitable), y el de la eutanasia como excepción legislativa legítima (bajo ciertas condiciones) de la protección constitucional de la vida.

Fernando Rey Martínez se decanta, matizadamente, por este último modelo interpretativo de modo que, si el legislador español se decidiera a conceder espacio a la ayuda a morir, preferiría el modelo de suicidio asistido en tanto en cuanto garantizaría mejor el libre consentimiento del enfermo, conjuraría los peligros de la “pendiente resbaladiza” y sería más acorde con el texto constitucional.

No obstante, el autor se muestra satisfecho con la situación legal de la eutanasia vigente en España donde el modelo de prohibición en términos jurídicos remite, en la práctica, a la penumbra del acto médico individual la solución de cada caso, y donde no se persigue de facto los eventuales delitos (pp. 190-191). El rendimiento global del sistema le parece aceptable y “en definitiva, la vigente fórmula de la eutanasia directa como conducta ilícita pero exculpable en ciertos (y escasos) supuestos me parece razonable” (p. 191).

Por mi parte, discrepo de este planteamiento que, como el mismo autor reconoce, genera inseguridad y desigualdad. Pensemos, por ejemplo, en toda la actuación en torno a las supuestas y, finalmente negadas, sedaciones irregulares en el Hospital Severo Ochoa de Leganés y el manto de desconfianza que han generado con respecto a la sanidad pública y en lo que atañe a las relaciones clínicos-pacientes. Más aún, desde un punto de vista jurídico y de técnica legislativa parecería deseable que una norma que no se aplica sistemáticamente, como propone el autor, deje de tener vigencia y sea eliminada o sustituida por otra que sea más acorde con las prácticas clínicas habituales en esa “penumbra del acto médico”, aportando luz, transparencia y seguridad tanto a los pacientes como a los sanitarios.

Por otro lado, Fernando Rey Martínez adopta la tesis de la no disponibilidad de la vida al no considerar el derecho a la vida como un ‘derecho de libertad’, atendiendo especialmente a las argumentación del Tribunal Constitucional y del Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Tampoco comparto este punto de vista. Como ya he puesto de manifiesto en un artículo co-autorado con mi colega Lorenzo Peña (“Libertad de vivir”, Isegoría 27(2002): 131-149), el derecho a la vida constituye un derecho de libertad en tanto en cuanto la vida es lo más subjetivo de todo, es el núcleo de la intimidad individual, el centro del ámbito más propio e irreductible del individuo. Ello no quiere decir que este derecho a vivir (y a no vivir, por tanto) pueda entrar en conflicto con otra serie de deberes que tenemos para con los demás y para con nosotros mismos: deberes resultantes de compromisos contractuales y cuasi-contractuales (con padres, hijos, socios, colegas, …); deberes para con la sociedad o la comunidad (como el mismo Rey Martínez reconoce, p. 155); deberes para con nuestro yo futuro. Pero todo esto no convierte al derecho a la vida en un derecho-deber, en un derecho de bienestar; no lo sustrae a la esfera de la libertad aunque sí marque límites a esa libertad: “Básica y esencialmente la vida está en el ámbito de la libertad individual, mas hay condiciones en que es razonable exigir –en aras del cumplimiento de otros deberes prevalentes- el no ejercicio de ese derecho a no vivir; pero también hay condiciones en las que exigirlo es imponer un fardo demasiado gravoso; no por la vida en sí, que es siempre buena, sino por otros factores que inevitablemente hayan de acompañar la vida de alguien” (Peña y Ausín, Op.Cit., p. 142).

Bibliografía