El pasado 28 de septiembre la Comisión Europea presentó su propuesta de un Impuesto a las Transacciones Financieras, conocido popularmente como tasa Robin Hood. Como la Comisión Europea no puede improvisar, esta propuesta venía precedida y acompañada por estudios técnicos de viabilidad, posibles problemas de implementación, medidas para minimizar riesgos (deslocalización de capitales, esquivación del impuesto) y estimaciones de las cantidades que se podrían recaudar.

Por encima de todo, la Comisión dejaba claros sus objetivos: (1) que el sector financiero, cuyas prácticas abusivas desencadenaron la crisis en 2008, devuelva a la sociedad parte de los recursos públicos que se han tenido que dedicar a sostenerlo; y (2) que la Unión Europea y los estados miembros dispongan de una fuente adicional de financiación ante los graves apuros presupuestarios, debidos en buena medida a esos planes de rescate. La Comisión estima que con tasas pequeñas de un 0.1% sobre compraventa de acciones y bonos y un 0.01% sobre derivados se podría recaudar 57.000 millones de euros al año solo en la UE.

El proyecto de un Impuesto a las Transacciones Financieras es hijo de la célebre tasa propuesta por James Tobin en los años setenta para los cambios de divisas (relegada por la ola de desregulación financiera que comenzó en los ochenta y se consolidó en los noventa) y nieto del impuesto propuesto por Keynes en 1936 para todas las transacciones financieras. Este proyecto cuenta también con antecedentes más cercanos en los movimientos ATTAC (Asociación por la Tasación de las Transacciones Financieras y por la Ayuda a los Ciudadanos) de finales de los noventa y los más recientes a favor de la tasa Robin Hood. Y es primo hermano del impuesto a las operaciones financieras implantado por Brasil en 2009 y de otros impuestos parciales a estas transacciones actualmente en vigor en algunos países.

La Comisión Europea pretende dar a este impuesto un alcance mucho mayor y sistemático y para ello presentó su propuesta en la reunión del G20 que celebró en Cannes, bajo presidencia francesa, los días 3 y 4 de noviembre de este año, donde fue recibida con tibieza. Este impuesto ha sido respaldado públicamente por personalidades muy diversas, como Bill Gates o Desmond Tutu, los economistas Stiglitz, Krugman y Sachs, y dirigentes de la Unión Europea como Sarkozy, Merkel y Zapatero.

Aquí no pretendo analizar las características de la propuesta de la Comisión Europea, las medidas para que resulte realmente efectiva, los estudios que muestran su viabilidad, las estimaciones de los recursos que podría generar, ni los informes que muestran que no tendría por qué tener ningún efecto negativo sobre la fluidez y la disponibilidad de capital. Tampoco pretendo enfatizar la justicia de su concepción ni la bondad de sus fines: la financiación de políticas públicas europeas, como dice la Comisión, y la lucha contra problemas globales de desarrollo y cambio climático, como dice también la Comisión y enfatizan los movimientos ATTAC y Robin Hood. Lo que quiero es llamar la atención sobre determinadas críticas a un impuesto de estas características, que se revisten de lenguaje técnico pero permiten sospechar una motivación ideológica, muy semejante a la que acompañó y justificó las políticas desreguladoras que acabaron produciendo la crisis financiera de 2008.

Valga como muestra de esta oposición a cualquier impuesto sobre transacciones financieras el artículo que publicó el catedrático de Economía Kenneth Rogoff en el prestigioso portal project-syndicate, que nutre de artículos de opinión a medios de información de todo el mundo. Este artículo apareció en ese portal el 3 de octubre de este año, pocos días después de la propuesta de la Comisión Europea, y fue recogido en la prensa económica española el domingo 16 de octubre. El artículo se titula “El impuesto equivocado para Europa” y sostiene que la propuesta de la Comisión no tiene sentido económico por los efectos nocivos que puede producir.

Ahora bien, aunque se trate de un artículo breve de opinión, es de esperar que un catedrático de Economía intente al menos apuntar el núcleo argumental que avala la tesis tan rotunda e inequívoca de que es un impuesto profundamente equivocado. Pero no hay tal cosa. El profesor Rogoff afirma, simplemente, que un impuesto sobre las transacciones financieras reducirá la liquidez disponible, la actividad económica y la recaudación, por lo que las arcas públicas saldrán perdiendo y los obreros acabarán pagándolo. La única razón aducida es que se trata de un impuesto. Desgraciadamente, este argumento no alude a los estudios que avalan la posición contraria, presentados por la propia Comisión, y es tan esquemático que no permite distinguirlo de la reflexión sobre cualquier otro impuesto, como el impuesto sobre el tabaco o los bienes inmuebles.

Es probable que los economistas como el profesor Rogoff no carezcan de razones para fundamentar sus afirmaciones. Los economistas suelen disponer de argumentos teóricos y simulaciones para sostener cualquier cosa y la contraria. Lo que parece claro es que no consideran necesario apuntarlas en los artículos de opinión con los que siembran con este tipo de ideología medio mundo. Quizá piensan que el público no los merece o, simplemente, les divierte sostener cualquier cosa, sobre todo si puede perjudicar a las arcas públicas y contradecir a las almas bellas.

Descartado el impuesto debido a que es un impuesto, el profesor afirma que hay explicaciones más cínicas del comportamiento de la Comisión: quizá la Comisión Europea no cree en la economía o pretende simplemente sacar crédito político de una propuesta muy cara a la gente bienintencionada e ignorante. Y acaba, sorprendentemente, citando el documental Inside Job, que muestra que los abusos privados del sector financiero han sido sufragados con dinero público, por miedo a un colapso sistémico global, sin que ninguno de los directivos ni las empresas responsables hayan pagado nada por ello. Lo que no recuerda el profesor es el singular fenómeno de las “puertas giratorias” a través de las cuales el gobierno de Estados Unidos y las mayores compañías financieras van intercambiando sus más altos directivos, ni la connivencia de las universidades de élite y el establishment económico con la ideología desreguladora.

El tardío, embrionario y frágil Impuesto a las Transacciones Financieras podría servir para trasvasar fondos de un sector desbocado y exento de los impuestos que pagan otros (IVA, por ejemplo), a buenas causas. Y este impuesto podría servir también, quizá, para reconciliar un poco a la gente con la clase política, o incluso con los gestores de la savia financiera de nuestro mundo global.

La naturaleza ideológica de las andanadas contra un impuesto como este tiene una semejanza dramática con la cobertura ideológica de la desregulación que desembocó en la terrible crisis financiera, los rescates, los ataques al euro, el paro y el dolor que conlleva para millones de familias. Esta cobertura ideológica queda reflejada paradigmáticamente en un argumento de la sibila desreguladora por antonomasia, Mr Alan Greenspan: no era necesaria ninguna ley contra el fraude (o, podríamos añadir, contra las hipotecas basura o para regular los derivados o las apuestas a corto) porque, cuando la gente sufre el fraude, mira feo al que lo comente y no vuelve a querer tratos con él.

En Cannes los líderes mundiales estaban ocupados con asuntos de mayor evergadura, pero al menos se dieron por enterados de las intenciones europeas. Ya veremos en qué queda la cosa.

 

Comentarios


Quien manda, manda

Viernes, 16 Diciembre 2011 10:41
Pedro Francés
Ricardo,

Quizá se acabe imponiendo una tasa en Europa. Pero sería eficaz realmente si se impusiera en todo el mundo, o al menos en todos los grandes centros financieros. Y para eso haría falta un consenso y una presión política enorme. Mientras haya divisas y mercados (países) que compiten, los fondos de inversión y grandes bancos, lo tienen relativamente fácil para conseguir lo que quieren, presionando o amenazando a los más débiles. Se resistirán a la tasa todo lo que puedan, y pueden mucho ya que los gobiernos dependen de ellos para sobrevivir.