Por Adolfo Manaure

A pesar de las posturas que ensalzan el crecimiento de economías emergentes como China, India o Brasil, la pobreza sistémica en el mundo sigue en ascenso. Hoy ser víctima de la pobreza es directamente proporcional al lugar donde se nace, y arriesgar la vida en un pase fronterizo puede marcar la diferencia entre alcanzar un salario mínimo formal o ver morir a tus hijos de gastroenteritis y desnutrición, aunque tu aldea flote sobre una reserva de crudo.

Que a escala global el desarrollo de los países del norte se ha construido sobre la explotación social y natural de las naciones del sur, hace tiempo ya que dejó de ser un discurso panfletario. Se reconoce que el 2% más rico de la humanidad posee el 50% de la riqueza mundial y el 50% más pobre tan solo el 1%. Sus consecuencias más graves, la pobreza, la desigualdad y su impacto sobre el medio ambiente, son materias pendientes que exigen una responsabilidad ética de los países ricos como reproductores y beneficiados de esta dramática situación.

Desde mediados de los años noventa, se visualizan alternativas como la planteada por Thomas Pogge de un dividendo sobre los recursos globales, DRG. En su diseño, este concepto limita la concepción libertaria/neoliberal sobre la propiedad de los recursos naturales e introduce el reconocimiento al interés inalienable que los hombres y mujeres pobres del mundo tienen sobre los recursos naturales limitados. En su ejecución, este dividendo sería pagado sobre las operaciones de exportación de recursos como el petróleo y otros minerales, generando fondos para el combate de la pobreza global y sus estragos. Sobre la proporción de un 1% sobre estas operaciones devengaría tres veces más recursos que los 106.5 millones de dólares que los países ricos destinaron en ayudas sociales contra la pobreza en 2005. Otras propuestas se abonan a esta línea como la idea de un impuesto a las transacciones financieras, la regulación de las patentes farmacéuticas para dotar medicamentos de bajo costos a los países que sufren pobreza sistémica o la globalización de impuestos por emisiones de C02 a la atmósfera que agudizan el efecto invernadero.

Sin embargo, la crisis en las economías desarrolladas viene dilapidando la atención y la intención de los gobiernos de Europa, Estados Unidos y el conjunto de naciones emergentes en Asia sobre estos temas. Las evidencias: la no aprobación del impuesto a las transacciones financieras en la UE por el impacto que tuvo en su seno la crisis griega en el último trimestre de 2011, o la falta de compromiso de las naciones desarrolladas para atender las cuotas en emisiones de CO2 del Protocolo de Kyoto.

El enfoque sobre la reducción del déficit y la presión sobre el crecimiento en puntos del Producto Interno Bruto acaparan la escena en las naciones desarrolladas, mientras la desigualdad social y la pobreza siguen cobrando vidas en Afganistán, en Nigeria, Somalia o El Salvador… Pero también tocando puertas en sus propios patios, con un creciente riesgo de pobreza entre sus bases sociales víctimas del desempleo y del recorte en los servicios sociales en España, Italia, Grecia, Portugal, Irlanda. Estamos a tiempo de cambiar paradigmas, pues China y Brasil están demostrando que se puede crecer y no avanzar en justicia y desarrollo social. Que nuevos ingresos pueden implicar mayores brechas sino se trabajan en políticas redistributivas entre la población.