por Luciano Espinosa (Univ. de Salamanca)

Es conocida la vieja alianza de religión y política en términos de mutua legitimación y reforzamiento, quizá porque comparten una misma aspiración al ejercicio incondicionado del poder (por mucho que digan otra cosa) y porque nunca renuncian del todo a dominar la existencia de los humanos, bien sea copando su conciencia o controlando sus medios de vida. Sean faraones, emperadores, “hijos del cielo”, cesaropapistas de diverso pelaje o caudillos elegidos por la gracia divina, los ejemplos de gobernantes ungidos como administradores del orden cósmico o salvadores providenciales se multiplican.

La secularización democratizadora de la Modernidad ha eliminado mucho de ese modelo, claro está, pero no parece que haya desaparecido y menos aún en épocas de crisis y desorientación como la actual. La aureola mesiánica del poder es tan vieja como el mundo, aunque sus grados varíen, y conviene recordar que su alcance llega bastante más lejos de lo que parece, incluida la erótica que se le atribuye también. Unir fuerzas institucionales y simbólicas, todavía nimbadas por cierta auctoritas espiritual, constituye una palanca muy eficiente y sutil de dominación que sigue escapando en parte al escrutinio de los ciudadanos.
    Lo mínimo que puede decirse hoy es que el discurso de las clases dirigentes vuelve a investirse de un tono teológico más o menos indirecto, no solo por el auge del pensamiento reaccionario que pretende hacer frente a la supuesta anomia postmoderna, sino porque en tiempos de tribulaciones se apela al “sacrificio” y a la obediencia como mandatos ineludibles. De manera más concreta, afrontar la gran estafa que suele denominarse eufemísticamente “crisis económica” exigiría -según este planteamiento- una fe renovada en los sacerdotes político-económicos (los mismos “líderes” y/o “expertos” que la provocaron o no supieron evitarla), así como la esperanza casi escatológica en la “recuperación” (aunque ya nos advierten que nada volverá a ser igual), sin olvidar el encomio de la caridad (que no justicia social) hacia los empobrecidos, esos inevitables “efectos colaterales”. Evidentemente, la ortodoxia se contrapone al comportamiento de los descarriados que protestan contra semejante destino para la sociedad, luego deben ser castigados por sabotear la necesaria unión de la grey.
    No hace falta insistir en lo mucho que el miedo y la incertidumbre paralizan, hoy en particular por efecto del desempleo, la depresión económica y anímica, las deudas y las dudas de todo tipo, la desprotección y la pérdida de derechos, etc. Lo paradójico es que hay clara conciencia del estrepitoso fracaso de las instituciones a la hora de tratar los problemas de forma solvente y equitativa, por no hablar de la desconfianza ante la corrupción e incompetencia intolerables de buena parte de las élites. Pero da la impresión de que sigue haciendo falta algún tipo de creencia fuerte que sirva de asidero, por muy escépticos que seamos, y ahora toca oír hasta la náusea el eslogan de la “estabilización” lograda y del “crecimiento” progresivo que se avecina, sin detenerse demasiado en su extrema fragilidad y en la terrible desigualdad que arroja el proceso. Muchísimo menos aún se piensa en reformar a fondo la democracia y el capitalismo (no digamos sustituirlo), algo que resulta de todo punto inconcebible (¿blasfemo?) para el dogma vigente. Ya se sabe, la primera verdad revelada es que “no hay alternativa” y las tablas de la ley neoliberal lo dejan bien claro, aunque también lo suscriben unos cuantos de la llamada izquierda oficial.
    Pues bien, anunciada a bombo y platillo la salvación económica (siquiera como horizonte), son demasiados los que quieren creer en ella, al margen de la inconsistencia interna del proyecto y de su evidente asimetría en esfuerzos y beneficios. Da igual que apenas se haya parcheado un sistema financiero incontrolable que engulle nuestras vidas a todos los niveles y que nadie haya pagado por los desmanes cometidos, necesitamos “seguir (¿huir?) hacia delante”. El hecho es que los mismos realistas que predicaban la más severa “austeridad” como merecida penitencia para purgar los pecados del derroche (evadiendo su responsabilidad con el cuento de que todos somos culpables por “haber vivido por encima de nuestras posibilidades” y de que el ser humano es “avaricioso por naturaleza”) ahora venden con muy buena conciencia el humo del progreso recuperado. Y lo peor es que la rueda de molino será tragada a poco que las estadísticas macroeconómicas (ese gran mito cosificador de nuestro tiempo) disimulen la situación de absoluta precariedad resultante, una vez sacralizada la competitividad como único método de organización social y extendida la servidumbre voluntaria con la coartada de sobrevivir en este valle de lágrimas. La ley de dios y la ley de la jungla se dan así la mano, mutuamente fortalecidas.
    En resumen, la doctrina del shock (Naomi Klein) queda confirmada en sus peores extremos (los desastres son aprovechados para destruir los equilibrios de la convivencia), de modo que todas esas vicisitudes -en parte sobrevenidas y en parte orquestadas- adquieren la pátina de lo inexorable e indiscutible, cual si constituyeran el “orden natural de las cosas”. No cabe nada mejor que hacer y el que no se resigne quedará excomulgado incluso de las migajas del nuevo-viejo orden de la explotación indiscriminada y del neodarwinismo social: sencillamente, “es lo que hay”. Poco importa que todo cuanto contribuye a restaurar “la confianza” (¿eclesiástica?) en/del dios Mercado sea inversamente proporcional a la confianza cooperativa y solidaria entre los seres humanos, pues lo común queda reducido a mera productividad. Y para legitimarlo ahí está la moral ascética de turno que impone primero arrepentimiento y disciplina (la denominan “fiscal”), después trabajo sin límites y mal pagado (lo llaman “flexible”) y por último la panacea de la privatización (de los beneficios, por supuesto, no de las pérdidas ya socializadas). Además de la conocida primacía de la gestión tecnocrática que aplasta a la libre decisión política, se trata de una especie de imperativo categórico a la inversa -el deber inherente a la economía-, según el cual el hombre es un instrumento para el hombre, guste más o menos. No es nada personal, son negocios -como dijo el mafioso-, y pobre del “ingenuo idiota” que no se dé cuenta.
    El prestigio lo ponen hoy los nuevos profetas de un futuro radiante, esos grandes “emprendedores” se la innovación (el último en subir a los altares fue san Steve Jobs), adalides del abandono casi místico en los milagros tecnológicos que respaldarán los cambios. Y es que en este campo se unen armónicamente la belleza y la conectividad universal, las emociones y la rentabilidad, el placer y la eficacia, es decir, cuanto proporciona el reencantamiento del mundo que tanto añorábamos. He aquí las herramientas para lograr la conjunción taumatúrgica de las fuerzas centrífugas y centrípetas del presente: promueven un tipo de sujetos homogeneizados en la aparente diferencia, permiten la imaginaria síntesis ideal de ocio y negocio, sirven a personas unidas en diálogo virtual porque están irremediablemente separadas, las mismas que son rivales feroces en la lucha por el subempleo y colegas en el ciberespacio, xenófobos y globalizados, públicos y privados sin solución de continuidad, etc. Ya no habrá alienación ni contradicciones dialécticas a la vieja usanza, las nuevas tecnologías de la información y la comunicación han llegado para resolverlas de un plumazo. Resultan tan extremadamente útiles -nadie lo niega- que hasta sirven para la bendición (es por nuestro bien) del espionaje urbi et orbe, eso que por fin nos hace a todos iguales.
    Ante la evidencia de asistir perplejos y náufragos a un cambio de época, resurge la nostalgia idealizada bajo la fórmula de “qué tiempos aquellos”, los de la doctrina de la seguridad nacional, dicen unos, los de la seguridad social y el estado del bienestar, dicen otros… Pero las dudas desaparecerán si llega a implantarse por decreto la seguridad teológico-molecular del estado de excepción (¿la gracia?), esto es, la férrea unidad vertical fijada desde el poder y la dispersión horizontal de unos individuos impotentes. Dicho con otras palabras, la total supeditación de la libertad ante esa forma jurídica del “sálvese quien pueda”, ya latente ahora. Los que crean esta hipótesis exagerada, solo tienen que repasar los cataclismos -antes impensables- de los últimos años, y sin ponerse apocalípticos basta con observar -sin volver la vista- las tendencias del presente: si el deterioro climático y ecológico sigue su progresión, si los recursos básicos (energéticos, hídricos…) y las condiciones de vida disminuyen hasta un punto crítico (también en el Norte, que así conocerá las condiciones habituales en el Sur), si los conflictos sociales, geopolíticos y migratorios continúan creciendo a lomos de la falta de gobernanza del planeta…, nada será más “necesario” -se nos informará- que echar mano de drásticas medidas legales.
    Sería la vuelta triunfal del dios Estado -sin esas monsergas para “palomas” de la globalización cosmopolita- mediante la imposición de la ley de la fuerza (mucho más que la fuerza de la ley), incluso sin salirse de las formas democráticas, o sea, la excepción convertida en norma por los “halcones” que ya hemos conocido en estos años. Naturalmente, en caso de confirmarse tan sombría conjetura -disculpen las molestias estéticas-, todo ello ocurrirá por nuestro bien (no en beneficio de una minoría, qué va), por mucho que lleve al límite la perenne táctica disuasoria del “palo y la zanahoria” (aunque más del primero que de la segunda, me temo). Entonces la salvación sí que habrá llegado, aleluya. Y no, claro que no tengo una solución alternativa viable, pero dejen ya de dar la paliza con el discursito edificante, tan querido en esta Reserva espiritual de Occidente que tenemos por país.