Justicia climática

Climate Justice

DILEMATA año 4 (2012), nº 9, 175-191

ISSN 1989-7022

Daniel Innerarity

Instituto de Gobernanza Democrática
dinner@unizar.es

Received:10-02-2012

Accepted: 15-03-2012

 

La atmósfera es un bien común de la humanidad al que corresponde un valor central en orden a la vida y a la supervivencia de los seres humanos sobre la tierra. Dada la complejidad de las causas que inciden sobre el cambio climático, la diversidad de los impactos y las diferentes responsabilidades en agentes de variada naturaleza, la determinación de qué puede exigirse a cada cual es un caso claro de eso que podríamos llamar “justicia compleja”, que no puede resolverse con mecanismo de asignación conforme a las reglas del mercado sino que requiere acuerdos políticos expresos. Entre las instituciones que comparten algún tipo de responsabilidad en la lucha contra el cambio climático y las diversas cumbres mundiales en las que se revisa el estado de la cuestión y son negociados nuevos objetivos, se va configurando poco a poco un régimen global del cambio climático cuya complejidad ni es ni puede ser menor que la de aquello que pretende gestionar.

1. El clima ya no es lo que era

En virtud del cambio climático hemos perdido a la meteorología como tema neutral de conversación, una referencia objetiva independiente de nuestro comportamiento, gracias a la cual era posible hablar de algo que nos afectaba pero de lo que nadie era culpable, tan interesante como políticamente aséptico. Todo lo que situamos en el espacio neutro de la fatalidad es un tema formidable para las conversaciones intrascendentes, en las que buscamos un espacio de interés común y, sobre todo, no molestar.

Pero el clima ya no es lo que era. Con el cambio climático la meteorología ha dejado de ser algo inevitable; se puede estar más o menos en contra de él, maldecir a los culpables, lamentar nuestra incapacidad para hacer algo e incluso provocar negando las evidencias, por lo que no sirve para generar un consenso banal. Esto no quiere decir que el clima sea una mera construcción humana ni que podamos hacer con él absolutamente lo que queramos; significa que a partir de ahora se constituye como un ámbito de responsabilidad (y, por tanto, inevitablemente controvertido). Uno está tentado de sentenciar que el avance de la civilización consiste precisamente en que cada vez hay menos cosas fatales e indiscutibles y aumentan las que caen bajo nuestra responsabilidad.

Las dificultades para llegar a un acuerdo en materia de actuaciones contra el cambio climático tienen su origen en tres propiedades relativamente nuevas de este fenómeno: su carácter antropogénico, su universalidad y la densidad de interacciones que están en juego, es decir, el hecho de que sea una realidad modificable por el ser humano, que todos estemos afectados por ella y que no resulte fácil hacerse cargo de la cantidad de variables que intervienen en él. Debido a esa responsabilidad humana, ha surgido un nuevo ámbito de deliberación e intervención en lo que antes era una fatalidad sobre la que no había que tomar ninguna decisión. El tiempo y el clima, paradigmas de lo que viene dado, son actualmente unas realidades parcialmente modificable por los seres humanos y, por tanto, sólo ahora objeto de controversia. Nuestros antepasados no habrían entendido que uno pueda estar en desacuerdo con clima y se proponga modificarlo. El clima ha experimentado un cambio de naturaleza y apreciación similar a otras realidades como la salud, la intimidad o las desigualdades: han pasado de ser hechos inevitables a constituirse en variables dependientes y, por tanto, en un asunto de ciudadanía democrática como cualquier otro. El tiempo era antes, podríamos decir, un tema insípido para las conversaciones de ascensor y ahora se ha convertido en objeto de debates apasionados.

Si el tema no vale ya para generar consensos banales es debido a su gravedad y complejidad. Hoy el clima es pura política, tal vez el asunto más grave y apasionadamente político de nuestra agenda. De aquí al 2020 —un breve periodo de tiempo, apenas dos o tres legislaturas— pueden decidirse las condiciones de vida de las próximas generaciones. El cambio climático es sin ningún género de dudas el mayor problema de acción colectiva al que el mundo se ha tenido que enfrentar. Por eso se ha podido hablar de una “tragedy of commons” (Hardin 1968) y el informe Stern calificaba el cambio climático como “el mayor fracaso del mercado” (Stern 2006).

Los seres humanos hemos competido por muchas cosas a lo largo de la historia, hemos matado incluso por alguna de ellas, y ahora podríamos hacerlo por el clima. Si las cosas siguen su curso, tendrán lugar unos “conflictos climáticos” cuyas consecuencias apenas podemos adivinar. Se agudizarán las tradicionales guerras por los recursos, en todo lo que tiene que ver con el aprovechamiento de los suelos y el acceso al agua potable. El cambio climático tiene un potencial de conflicto también en lo que se refiere a la relación entre las generaciones; hay una clara injusticia en el hecho de que unos tengan que pagar los excesos de sus antepasados o su falta de previsión y autocontrol.

Y habrá, sin duda, migraciones masivas. Podemos hablar ya de “refugiado climático”, es decir, de una persona en situación de fuga a causa de un suceso climático (Welzer 2007). Se refiere este concepto a las masas de refugiados cuya subsistencia en los lugares de origen se hará más difícil o imposible, de manera que querrán participar en las posibilidades de supervivencia de los países privilegiados. Según datos de la Cruz Roja, su cifra actual es de 25 millones y se calcula que puede haber entre 50 y 200 millones en 2050. Ya no se podrá distinguir entre refugiados climáticos y refugiados de guerra, porque muchas de las nuevas guerras estarán originadas por el clima. Hay conexión directa entre ambas categorías en Sudán, por ejemplo, pero muchas conexiones indirectas, en la medida en que el calentamiento global acentúa las desigualdades y genera nuevos conflictos.

Los problema que todo ello plantea son de una gran envergadura y exigirán decisiones políticas, no solo incitaciones de mercado. Quién sabe si la política del cambio climático, además de enriquecer nuestras conversaciones cotidianas, puede contribuir a que llevemos a cabo una renovación de la política que sabíamos necesaria pero que ninguna fuerza irresistible nos obligaba a acometer.

2. Causas e impactos

La gobernanza del cambio climático plantea, como cuestión previa, una dificultad de identificar con criterios de justicia las causas, los impactos y las responsabilidades. Para todas esas cuestiones hay igualdades y diferencias entre los países, lo que les hace acreedores de una responsabilidad también diferenciada.

Si comenzamos por las causas, nos encontramos con una gran asimetría. El calentamiento global es causado por una pluralidad de actores pero corresponde una mayor responsabilidad a los países de la OCDE tanto por su alto nivel de emisiones actuales como debido a sus emisiones pasadas. Son unos 90 estados los que, por el uso que sus formas de producción o consumo hacen de las energías fósiles, emiten dióxido de carbono en unas dimensiones que afectan al cambio climático. Se da además la circunstancia de que los países que más inciden sobre el cambio climático son también los menos afectados por él, mientras que los que apenas contribuyen a causarlo resultan los más afectados. En los países industrializados cada habitante emite al año una media de 12,6 toneladas, mientras que en los más pobres es de 0,9. Casi la mitad de todas las emisiones mundiales —a pesar del ritmo de los países emergentes— se deben a los de industrialización más temprana. El informe Stern (2007) señala que desde 1850 Estados Unidos y Europa han generado cerca del 70% de emisiones de CO2. Los países desarrollados siguen contribuyendo apreciablemente al incremento de esa cantidad. Estados Unidos es el país con mayor cantidad de emisiones de CO2 (más de veinte toneladas por persona y año); Europa y Japón, alrededor de la mitad de las emisiones mundiales; China, la cuarta parte; India, la décima parte y el continente africano, menos de una tonelada por persona al año. Así pues, hay una gran desigualdad entre los países en cuanto a la responsabilidad de emisión de gases con efecto invernadero: las poblaciones que viven en los cien países que serán los más afectados por el cambio climático sólo son responsables de un 3% de las emisiones mundiales.

Si pasamos a los impactos, advertiremos que hay, al mismo tiempo, una igualdad de principio en cuanto a la afectación, pero de hecho una notable desigualdad. De entrada, el cambio climático es un fenómeno universal, es decir, que afecta a todos indistintamente, y no hay espacios absolutamente protegidos ni estrategias territoriales para limitar su alcance. La igualdad en cuanto al impacto del cambio climático tiene su origen en el hecho de que sus efectos no están limitados espacialmente. El cambio climático termina incidiendo sobre aquellos países que están menos o más indirectamente afectados por él. Sus consecuencias son independientes del lugar en el que se originó. Los estados con escasa capacidad tecnológica o económica que apenas han contribuido a crear el problema —como casi todos los de África— o los que protegen el clima con mayor ambición —como los europeos— son tan afectados o más por sus efectos negativos que los estados con mayores emisiones.

Pero también cabe constatar un impacto desigual, ya que el cambio climático incide de diversa manera en función de los factores geográficos. Las inundaciones afectarán principalmente a las poblaciones situadas en los deltas de los ríos y el aumento del nivel del mar a las costas y las pequeñas islas. Pero la principal fuente de desigualdad es la pobreza y el diferente nivel de respuesta en virtud de las capacidades de hacer frente a tales modificaciones desde el punto de vista infraestructural, técnico o económico. Los países pobres son relativamente más vulnerables a los daños debidos al cambio climático (Serfati 2009). Aunque todos los países se ven afectados por el cambio climático, las áreas geográficas más pobres serán las que sufrirán más y más intensamente las consecuencias del cambio climático, ya que son las que tienen temperaturas más altas, así como economías más agrícolas y menos diversificadas. Los factores socioeconómicos son más significativos que el clima en lo relativo, por ejemplo, a la extensión de las enfermedades. Hay mil veces más casos de dengue en las regiones del norte de México que en el sur de Tejas, a pesar de que el clima es muy similar en una banda de cien kilómetros. Ocurre lo mismo con las catástrofes naturales, que afectan de manera muy diversa a los países según sea su nivel de desarrollo. No es lo mismo un terremoto en un país que en otro, por lo que probablemente se podría decir que, en el fondo, no existen catástrofes naturales sino sociales, o catástrofes naturales cuyos efectos son diferentes según las condiciones sociales.

El cambio climático tiene muy diferentes efectos regionales y sus repercusiones sociales dependen también de las capacidades correspondientes. En los países más avanzados, donde hay un alto nivel de vida, buena alimentación, un alto nivel de protección frente a las catástrofes y en los que se pueden compensar los daños materiales, es de suponer que sus posibles consecuencias sociales serán limitadas; regiones con hambre, pobreza, falta de infraestructuras y conflictos violentos serán afectadas con mayor dureza por los cambios medioambientales. Por lo que se refiere a estos efectos, hay una múltiple desventaja: los países previsiblemente más afectados son los que tienen menos posibilidades de hacer frente a las consecuencias; aquellos en los que tendrían menos efecto o que incluso podrían verse beneficiados disponen de más capacidades para gestionar los problemas derivados de tales cambios. La irregularidad de los monzones afecta en primer lugar a los países de Sudoeste asiático, las inundaciones amenazan a los grandes deltas, como Bangladesh o India. La subida del nivel del mar se hará notar más en las pequeñas islas —como en el Pacífico—, pero también en ciudades como Mogadischu, Venecia o Nueva Orleans, que están al nivel del mar. Para países ricos como Holanda será más fácil comparativamente mejorar sus diques de protección; una reforestación tras una tormenta se la podrán permitir mejor en Kansas que en Kerala (Santarius 2007, 19). Así pues, las simetrías y desigualdades globales ya existentes se agudizan en virtud del cambio climático.

Otra asimetría que viene a complicar aún más las cosas tiene que ver con la diferencia de impacto en cada generación. El tiempo apremia, efectivamente, pero no tanto como para facilitar las soluciones, ya que los actores egoístas pueden esperar que no van a sufrir las condiciones del calentamiento global. La obligación de cooperar se debilita. A los actualmente vivos nos cuesta más de lo que nos beneficia. Los incentivos para la cooperación no funcionan porque las generaciones no coexisten en el mismo tiempo.

Por si fuera poco este cuadro de asimetrías, determinados efectos podrán resultar perjudiciales para unos y beneficiosos para otros. Junto con las consecuencias desastrosas del cambio climático en el Sur (inundaciones, sequías, perturbación de las corrientes oceánicas, aumento de las enfermedades tropicales), podrían producirse efectos positivos en el Norte (valorización de tierras, nuevas rutas marítimas) (Easterbrook 2007). Algunas regiones serán beneficiadas, ya que pueden mejorar sus condiciones de cultivo o su atractivo turístico. Rusia, por ejemplo, podría obtener ventajas de las futuras crisis ecológicas ya que dispone de mucho gas y petróleo y el aumento de las temperaturas posibilitaría nuevos terrenos de cultivo.

Es cierto que el cambio climático no afecta exactamente de la misma manera a quienes viven en un espacio u otro, a ricos y a pobres, o a países cuyo nivel de desarrollo puede o no permitirse determinadas autolimitaciones. Si la afectación universal es un motivo para ponerse de acuerdo, la desigualdad en la afectación es la causa de que haya distintos intereses que dificultan el acuerdo. En cualquier caso, las ventajas únicamente son apreciables en el corto plazo; por la naturaleza misma del problema finalmente todo son desventajas que se extienden a cualquier lugar del mundo. En última instancia no hay más que perdedores.

La causa última de dicha igualdad catastrófica es el hecho de que esta “sociedad del riesgo mundial” (Beck 2007) se caracteriza por un grado de conectividad entre diversos actores cuya dimensión no tiene precedentes en la historia (Homer-Dixon 2006, 112). En ella se cumple al pie de la letra aquella teoría de los “efectos externos” (Swaan 1993) según la cual, debido al alto nivel de interdependencia, los problemas de pobreza o salud amenazan crecientemente a todos los miembros de la sociedad y no sólo a los directamente afectados y por ello requieren soluciones colectivas. Esta conciencia estuvo en el origen del estado de bienestar y vale hoy igualmente para los efectos del cambio climático. Todos los países terminaremos siendo afectados por él y por eso necesitamos soluciones cooperativas. Es algo que también había advertido Norbert Elias en su teoría sociológica al mostrar hasta qué punto un aumento de la interdependencia significa una disminución de los diferenciales de poder entre los actores. Llamaba a este proceso una “democratización funcional” (1996, 72), que tarde o temprano termina encontrando una plasmación institucional. Aunque Elias describía este mecanismo sociológico a nivel nacional, también puede observarse actualmente a nivel de las interdependencias globales. Los riesgos terminan igualando a los actores más diversos y reconduciendo su también diversa responsabilidad hacia una acción concertada.

3. Un caso de justicia compleja

Además de la complejidad que procede del análisis de causas e impactos, hay otra fuente de complejidad que tiene su origen en la red global de interdependencias ante la que nos encontramos y que dificulta la obtención de acuerdos de justicia y responsabilidades de gobierno. No se trata tanto de la cantidad de autores que intervienen como de la complejidad de los criterios de justicia que se hacen valer en las negociaciones. Su carácter esencialmente controvertido se debe a la complejidad de las interacciones que entran en juego. Este tipo de acuerdos pone a prueba la capacidad de la humanidad para llegar a un compromiso en el que se equilibren intereses contrapuestos y distintas pretensiones de justicia. Y es que los daños no están geográficamente distribuidos con criterios de igualdad, no es un asunto neutral, sino que hay quien pierde más que otros. De ahí que el cambio climático se haya convertido en una cuestión política especialmente controvertida.

En las negociaciones para los acuerdos sobre cambio climático no se discute propiamente sobre el clima, pues nadie cuestiona la necesidad de una acuerdo de intervención para frenar el cambio climático. Los estados parecen entenderse sobre el principio de una acción determinada contra el calentamiento del planeta, pero siguen profundamente divididos en cuanto al reparto de los esfuerzos, fundamentalmente entre los países avanzados y los países en vías de desarrollo. Lo que es objeto de controversia son los criterios de justicia a partir de los cuales se han de tomar las decisiones correspondientes, quién, cómo y cuándo carga con qué peso en favor de la protección del medio ambiente, algo que no tiene tanto que ver con el agua, el aire y los árboles como con el empleo y el bienestar. Los países menos desarrollados no entienden por qué deben asumir los costes del desarrollo irresponsable de las naciones industriales. Los países de Asia o del antiguo bloque soviético no quieren amenazar su proceso de recuperación económica, mientras que las economías más avanzadas se resisten a ser quienes paguen por el resto del mundo. Y los más desarrollados creen que serían injustamente afectados por las restricciones. Los intereses contrapuestos apenas permiten avanzar en los compromisos.

La convención marco de Naciones Unidas sobre el cambio climático ha sido construida sobre la base de un “principio de responsabilidad común pero diferenciada” según las circunstancias de cada país (artículo 4). Esta disposición ha supuesto de hecho una coartada para la falta de compromiso de reducción por parte de los países en vías de desarrollo y emergentes, posición que ha sido confirmada en el protocolo de Kyoto. Estados emergentes como China —y más aún India— no han mostrado hasta ahora ninguna disposición a renunciar a las ventajas que de este modo se les conceden, incluso aunque un compromiso de este tipo no debería efectuarse antes de un plazo de diez o veinte años. Al mismo tiempo han suspendido cualquier iniciativa en esta dirección condicionándola a que los países industrializados —y especialmente Estados Unidos— demuestren que van realizar esfuerzos sustanciales para disminuir las emisiones.

Si los compromisos adquiridos por Europa en la cumbre de Copenhage fueron ambiciosos es porque el coste de una reducción de los gases con efecto invernadero es en Europa relativamente más bajo que en otras regiones del mundo. Hablando en términos económicos, a los Estados Unidos les costará reducir sus emisiones un 4% de aquí al 2020 tanto como para los europeos reducir un 20% para la misma fecha. Las comparaciones de los compromisos en materia de reducción de emisiones no pueden ser plenamente apreciadas sin referencia al coste económico que suponen. Cuando Europa defiende una ejemplaridad ambiental, hay que tener en cuenta que lo hace desde una posición muy favorable.

Los países en vías de desarrollo han planteado dos líneas de argumentación a este respecto. La primera concierne a la “responsabilidad histórica” por el carbono que han emitido hasta ahora las economías desarrolladas. Estos países avanzados han agotado una gran parte de la capacidad de la atmósfera para absorber el carbono y deberían compensar a los países en vías de desarrollo por esta “expropiación”. Es el “development imperative” propuesto por Giddens (2009, 9): las naciones más pobres solo han contribuido marginalmente al calentamiento global; han de tener la oportunidad de desarrollarse incluso si ese proceso provoca emisiones, por un periodo bastante amplio. El argumento es serio pero cabría plantearle ciertas objeciones. De entrada, frente a la pretensión de los países emergentes de acelerar una modernización que recupere su retraso histórico, podríamos preguntarnos: ¿consiste la justicia en permitir a todos la misma posibilidad de destruir las condiciones de supervivencia de la humanidad? Por otro lado los países ricos no han actuado con conocimiento de causa; se han desarrollado con la convicción —hasta hace poco casi universal— de que la atmósfera era un recurso infinito. Además, los “expropiadores” están muertos y enterrados. Sus descendientes, aunque pudieran ser identificados, no deberían ser considerados como responsables de actos que no han cometido. Hay un desfase entre la causa y el efecto (no son contemporáneos los que generan un problema y los que deben resolverlo) que dificulta tanto la imputación de responsabilidades como la consecución de compromisos. Estas objeciones no anulan del todo el argumento de la “responsabilidad histórica” ya que las economías desarrolladas se benefician enormemente de su industrialización pasada.

La segunda línea de argumentación de los países en vías de desarrollo concierne a la justa distribución de las emisiones futuras de carbono. Supongamos que las emisiones globales sean controladas gracias a los permisos de emisión. Los países en vías de desarrollo consideran que esos permisos deberían ser distribuidos sobre la base de la población o de la renta per capita. Si se toma como criterio la población, el razonamiento es de orden jurídico: cada ser humano tiene el mismo derecho a utilizar el carbono global. Sobre la base de la renta per capita, el argumento es igualitarista: los permisos deberían concederse a los más pobres para que alcancen el nivel de los otros. Estos dos principios implican que tales permisos deben ser concedidos a las economías en vías de desarrollo, ya sea porque ellas representan la mayor parte de la población mundial, o bien porque representan a la mayor parte de los pobres del mundo. El problema es que estos principios mencionados no son generalmente reconocidos en las relaciones internacionales. Si no existe, por ejemplo, acuerdo alguno sobre el principio de reparto de los recursos naturales, ¿por qué va a haberlo en lo que se refiere a la atmósfera? Tampoco se puede decir que la idea de un igualitarismo riguroso suscite grandes entusiasmos. La ayuda al desarrollo nunca ha alcanzado ni la mitad del 0,7 pretendido por la ONU.

Para salir de este laberinto el economista Vijay Joshi proponía aplicar en este asunto un principio que es ampliamente aceptado como condición mínima de imparcialidad: actuar sin hacer daño (2009). En el contexto del cambio climático, la aplicación de este principio equivaldría a permitir que los países en vías de desarrollo reduzcan sus esfuerzos hasta que hayan eliminado la miseria. Se trataría de consentir que mantengan su actual ritmo de crecimiento durante algún tiempo (más amplio para África que para China, por ejemplo), tras el cual la concesión de esos permisos sería progresivamente reducida. Los modelos climáticos nos ofrecen una base a partir de la cual la que es posible entenderse sobre estos periodos. Para acelerar el movimiento de convergencia se podría favorecer la transferencia de ciertas tecnologías a los países menos desarrollados de manera que estos puedan reducir el coste de sus esfuerzos.

Este planteamiento tiene además la ventaja de tomar en consideración la “responsabilidad histórica”. Una parte significativa de los daños debidos a la acumulación de carbono en la atmósfera consiste en la elevación de los costes de reducción para todos los países. En el modelo propuesto una parte de esos costes estaría cubierta por un periodo definido. También tiene en cuenta los argumentos jurídicos e igualitaristas al conceder permisos de emisión a los países más pobres, lo que supone una transferencia financiera significativa, mientras que la distribución de permisos sobre la base de las emisiones actuales beneficiaría excesivamente a los países ricos. Dicha transferencia no iría más allá de un periodo sobre cuya duración habría que ponerse de acuerdo. Esto sería más aceptable para los gobiernos y los ciudadanos de los países avanzados que distribuir los permisos sobre la base de la renta per capita, lo que supondría unas transferencias hacia los países en vías de desarrollo muy superiores a los flujos actuales.

Las negociaciones sobre el cambio climático son tan importantes que nadie se puede permitir el lujo de instalarse en las propias posiciones. Para el éxito de las negociaciones son clave las cuestiones de adaptación, si es que se quiere incluir en los acuerdos a países como China, India o Brasil, ya que ellos representarán en un futuro próximo una gran parte de las emisiones mundiales. Y para ello es esencial realizar el reparto en un espíritu de justicia. Por supuesto que las concepciones de la justicia son tan diversas y controvertidas como los intereses. Precisamente por eso la habilidad política para articular una gobernanza global es insustituible a la hora de construir un compromiso entre las diferentes partes.

4. La gobernanza global del cambio climático

¿Qué tipo de gobernanza global corresponde a desafíos como los que plantea el cambio climático? El núcleo de la dificultad se podría resumir en la idea de que hemos confiado las soluciones a los mercados y hemos avanzado muy poco en la construcción de acuerdos políticos. ¿Por qué resulta tan necesario avanzar en acuerdos de naturaleza política para enfrentarse a la cuestión del cambio climático? ¿No tenemos ya una serie de procedimientos que han permitido realizar ciertos avances? Efectivamente hay soluciones de mercado como el comercio de emisiones o la “implementación conjunta” gracias a las cuales se han obtenido resultados parciales y también es cierto que no se avanzará si se adoptan decisiones contra el mercado. Pero el problema es que hay una dimensión del asunto que el mercado no puede resolver. El mercado proporciona “signos apropiados” para la producción de bienes privados, pero no para los bienes colectivos y menos aún para evitar las “externalidades negativas”. Los instrumentos del mercado no son apropiados para anticipar los costes medioambientales en el largo plazo. Los costes económicos del cambio climático solo son predecibles en una valoración muy aproximada. Especialmente los acontecimientos futuros inciertos no se pueden traducir en valoraciones de costes precisas. Esto desmotiva a los actores económicos a tomar en cuenta esas previsiones y dificulta el trabajo de las instituciones políticas a la hora de establecer una regulación que pueda ser aceptada por todos.

Es difícil que las negociaciones culminen con un acuerdo a la altura de los desafíos actuales porque somos tributarios de una idea del cambio de los comportamientos mediante la incitación económica. El problema es que el razonamiento económico favorece las actitudes de los llamados “pasajeros clandestinos”: se supone que todos comparten los esfuerzos pero el ganador será quien haga menos. Los bienes públicos globales, más que cualquier otro, sufren de esto que se ha venido en llamar “free riding” (Keohane 1984). El fracaso de los permisos de emisión negociables es una prueba inquietante de ello. La buena voluntad de los estados no basta para poner en marcha un sistema de coacciones que se imponga a todos.

Una de las consecuencias de la ideología neoliberal ha sido la de limitar el campo de las opciones políticas posibles, reduciendo la economía del medio ambiente casi exclusivamente a “soluciones de acuerdo con el mercado”, a la innovación tecnológica y a la eficiencia energética (Paterson, 1996, 169). Los límites de este procedimiento tienen que ver con la idea de que los derechos de emisión confieren al emisor precisamente eso, un “derecho” de seguir con sus prácticas dañinas para el medio ambiente en lugar de promover acuerdos políticos más exigentes, impulsar la transformación del estilo de vida y los hábitos de consumo. No deja de resultar paradójico que se le encargue resolver el problema a las mismas fuerzas del mercado que son responsables de él.

Cuestiones como la del cambio climático deben ser analizadas a la luz de otro marco conceptual y gestionadas con una lógica diferente. Se trata de un bien público de los que calificamos como externos al mercado. Se habla de bienes externos cuando el consumo o la producción de un bien afecta a otro sin que esto sea percibido por el mercado. En tanto que bien público, el clima tiene la propiedad de la no rivalidad (todo el mundo se beneficia de un clima estable), pero no es tan evidente su no exclusividad (se pueden beneficiar, al menos en el corto plazo, quienes no hacen nada por él) y en esa medida no hay ningún aliciente en el mercado para perseguirlo. El mercado, especialmente un mercado de la energía configurado de manera oligopólica, no puede producir de hoy para mañana energías eficientes. Todo lo más que tenemos es la débil garantía de que el cambio climático es percibido como un peligro real para el equilibrio a largo plazo de las economías y las sociedades. Ahora bien, esta advertencia sólo se puede realizar y gestionar con una lógica política, concretamente desde una política en la que se ha introducido la perspectiva del largo plazo (Giddens 2009). Por eso el clima es un bien que no se puede abandonar al mercado y que requiere gobernanza global.

Con la crisis económica este requisito es más evidente. Hace falta más política que mercado y una política menos soberanista. El mundo en el que podían tener algún sentido las prácticas soberanas ha cambiado radicalmente en unas pocas décadas. Enfrentarse eficazmente al cambio climático nos exige ir hacia un mundo más cooperativo. Necesitamos una solución cooperativa, que sea científicamente sólida, económicamente racional y políticamente pragmática.

Es evidente que no tenemos las instituciones que deberían corres-pondernos para gestionar un contexto de tan intensas interdependencias. No existe un “Leviathan verde” que pudiera imponer acuerdos y cargas. El régimen legal internacional es débil; está muy fragmentada la gobernanza internacional en esta materia. Se trata de un régimen complejo, con actores diversos, reglamentos y convenciones.

Para quienes han seguido las negociaciones sobre el cambio climático desde sus inicios, la diferenciación se impone como una necesidad evidente para que los países en vías de desarrollo sean progresivamente integrados en un dispositivo internacional vinculante. Era necesario que en la primera etapa de Protocolo de Kyoto los países más desarrollados fueran los primeros en dar el primer paso. Aunque los efectos de actuar unilateralmente sean limitados, la iniciativa UE y USA puede tener un impacto ejemplar sobre los demás países (Sands 2003; Aldy 2009). En cualquier caso, los objetivos más ambiciosos de algunos países no evitarán por si solos el calentamiento global. El cambio climático exige una solución multinacional.

En una situación de competitividad global las medidas contra el cambio climático no serán desventajosas para la competitividad de los actores si obligan a todos. Al mismo tiempo, las dificultades de la política internacional en relación con el cambio climático no se resolverán sin un esfuerzo político para desarrollar una arquitectura que prometa avanzar sin amenazar el desarrollo de los países del Sur. El Greenhouse Development Rights va en esta dirección. Si los acuerdos internacionales no garantizan expresamente este derecho al desarrollo los países del Sur, éstos pueden concluir que tienen poco que ganar en esa política que, en última instancia, restringe el acceso a las fuentes de energía y a las tecnologías que han permitido históricamente el crecimiento del mundo desarrollado. El GDR se refiere a un umbral de desarrollo por debajo del cual nadie estaría dispuesto a asumir los costes de transición, ya que la supervivencia y el desarrollo serían sus prioridades. En ese caso tienen poca capacidad y poca responsabilidad para resolver el problema climático. Por eso la cooperación —que incluye transferencias financieras y tecnológicas— es una parte inevitable de la gobernanza de estabilización climática. Aunque los países desarrollados reduzcan sus emisiones hasta un grado cercano a cero, deberán también capacitar a otros países para hacerlo.

Las diversas cumbres mundiales que han tenido lugar hasta la fecha son un elemento fundamental en la construcción de esa compleja gobernanza. El acuerdo de Copenhage, al que se asociaron 120 estados que son responsables de cuatro quintos de las emisiones globales se puso como objetivo la estabilización del calentamiento global en dos grados, lo que constituye un progreso teniendo en cuenta que hasta entonces ese objetivo solo era suscrito por la Unión Europea y desde 2009 también por los estados del G-8 y el G-20, pero no se trata de un acuerdo con capacidad normativa en el derecho internacional sino algo de lo que “se toma nota” y carece de algún mecanismo que pudiera garantizar que ese objetivo es sostenido. El problema de estos acuerdos es que concluyen en obligaciones que los estados se autoimponen, de manera que no hay instancia que pueda sancionar su incumplimiento.

Los bloqueos en las negociaciones resultan en buena medida del hecho de que en los consensos termina por imponerse el objetivo de los países menos ambiciosos. Pese a ello en la Cumbre de Cancún (2010) se consiguió que los contenidos más importantes del acuerdo de Copenhage pasaran al proceso oficial de negociaciones de las Naciones Unidas y se estableció un fondo para pagar desde 2020 a los países menos desarrollados por introducir energías más limpias y para adaptarse al cambio climático, aunque tampoco está muy claro cómo se reunirá ese dinero. Con los acuerdos de Cancún los resultados de Copenhage tienen una mayor obligatoriedad, aunque las principales cuestiones quedaron abiertas y pospuestas a la siguiente conferencia de Durban en 2011. El tiempo apremia ya que el Protocolo de Kyoto termina en 2012 y la comunidad internacional estaría entonces sin ningún acuerdo válido en materia climática.

El cambio climático es un típico fenómeno de “glocalización”, de interdependencia entre acciones y omisiones locales con efectos globales. De alguna manera, este problema es el prototipo de los escenarios complejos de un mundo globalizado: ninguna acción se limita a tener consecuencias en lo local, pero tampoco hay ninguna institución transnacional que pudiera gestionar el asunto en una perspectiva global. El modo como solucionemos esta cuestión será un modelo para la solución de conflictos similares. Se trata claramente de una gestión de la complejidad: complejidad de las responsabilidades, de los impactos potenciales, de los costes de la acción, así como de las representaciones estratégicas que los estados se hacen de las diversas cuestiones que están en juego.


Bilbliografía

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