Jimena Rodríguez Carreño (ed.), Animales no humanos entre animales humanos, Madrid, Plaza y Valdés, 2012. ISBN: 978-84-15271-15-4

ILEMATA año 4 (2012), nº 9, 279-285

ISSN 1989-7022

Olga Campos Serena
Investigadora Posdoctoral
University of Oxford / Universidad de Granada

Conscientes, en el momento histórico actual, de las distintas y complejas dimensiones de nuestra relación con otros animales se hace necesaria una recopilación de artículos como esta. En el presente volumen, editado por Jimena Rodríguez Carreño, encontramos imprescindibles cuestiones aplicadas bien respaldadas por pertinentes análisis normativos, como también apunta Txetxu Ausín en la introducción. Es valiente destapar esta discusión como uno de los temas de nuestro tiempo, sabiendo que ello implicará tener replantearnos con seriedad el cómodo papel protagonista y exclusivo que nos hemos otorgado los seres humanos. La plausibilidad de los argumentos presentados aquí por los distintos autores hace de las conclusiones alcanzadas en cada capítulo importantes desafíos para nuestro modo de vida.

En el primero de ellos Priscilla Cohn desmonta los manidos reclamos a favor de la caza recreativa (9). No estamos ante algo inherente a la naturaleza humana, pues si realmente estuviéramos ante algo tan esencial todo el mundo sentiría predilección por esta actividad. Tampoco se trata de una tradición ancestral que haya que perpetuar, pero incluso es fácil ver que ese tipo de explicación no funcionaría como una adecuada justificación de la caza recreativa en las sociedades actuales. Además, ni somos depredadores naturales sin opciones ni tampoco puede decirse que sea necesaria como una buena forma de controlar la superpoblación. La autora va desmontando con éxito las argumentaciones de defensa habitualmente esgrimidas, mostrando que las razones aportadas por aquellos que defienden la inmunidad de la caza a la evaluación moral no son tales razones sino simples mitos.

Paula Casal se pregunta si cualquier tradición cultural o religiosa ha de conservarse para preservar la libertad e igualdad de los individuos, incluso cuando ello provoque el sufrimiento y la muerte a otros individuos sin merecerlo. Los sacrificios de animales que demanda la religión de la Santería son una buena forma de ilustrar esta cuestión (50). La autora sitúa como punto de partida la diferenciación entre argumentos religiosos e igualitarios. Los primeros esgrimen que las actividades religiosas no pueden considerarse de forma paralela a otras actividades humanas en tanto que merecen una protección especial. Los segundos hacen referencia al hecho de que el resto de la sociedad también maltrata a los animales de formas que implican sufrimiento y muerte de manera análoga. Su pretensión es mostrar que ambos tipos de argumentaciones fallan (al margen de asunciones normativas concretas en torno al estatus moral de los animales), porque tanto en el caso de la igualdad como en el de la diversidad estamos ante valores condicionalmente deseables y no incondicionalmente valiosos.

Jimena Rodríguez Carreño analiza el movimiento de lucha contra la vivisección que surge en Inglaterra durante las últimas décadas del siglo XIX. Ligado al surgimiento de la fisiología experimental y con un matiz eminentemente feminista, la relación entre ambas causas se encuentra en la concepción masculinizada de la ciencia y la asociación de esta con procedimientos experimentales crueles con los animales. La figura de Frances Power Cobbe tiene un papel determinante en el capítulo (86). Sus ideas son que las mujeres están más capacitadas para la lucha a favor de los derechos de los más indefensos, y que la forma masculina de hacer ciencia es bastante cuestionable dado que sus verdaderos intereses no tienen que ver con el cuidado sino con la mera búsqueda de conocimiento. Pero cuando se logró el acceso de las mujeres a la educación superior muchas asumieron los roles masculinos patentes en las ciencias experimentales, lo cual supuso una quiebra en la unión que hasta entonces había caracterizado a las causas feminista y antivivisección.

Una de las cuestiones aplicadas que más repercusión tiene en este debate es la del uso de animales para alimentarnos. Pablo de Lora esgrime razones sencillas para explicar por qué la ética ha de jugar un papel en nuestra relación con la comida y hacer una defensa del vegetarianismo. La argumentación es una reivindicación de la coherencia, partiendo de determinados principios y normas con los que estamos comprometidos (120). Establece una tipología de nuestros hábitos alimenticios con relación al consumo de animales que implican. El omnívoro irrestricto consume los alimentos obviando cualquier tipo de consideración moral al respecto. El omnívoro consciente entiende que tenemos el deber de no provocarles sufrimiento, aunque el hecho de que su vida no les pertenezca nos legitima para el consumo de carne ecológica. Los vegetarianos consideran más amplias nuestras obligaciones con los animales, y defienden además una protección moral para sus vidas (aunque pueden consumirse alimentos que produce el cuerpo del animal si ello no les supone ni la muerte ni sufrimiento alguno). Por último, los veganos apuestan por el abandono de cualquier práctica ganadera, en tanto que ningún animal ni derivado de su cuerpo debería formar parte de nuestra dieta (una opción supererogatoria en opinión del autor). En el capítulo De Lora presenta los argumentos que le llevan a mantener que la opción del omnívoro irrestricto es moralmente condenable, y que la más razonable es la propuesta vegetariana.

Cuando Asunción Herrera afirma que hemos de entender a los animales como mi otro significativo está apelando al hecho de que, aunque no pueden ser agentes morales, sí pueden padecer los actos de estos. Estamos ante una razón de peso para que formen parte de nuestra comunidad moral, lo cual supone contar con sus intereses a la hora de concretar nuestras obligaciones morales. La autora habla de superar la igualdad idiosincrática como una buena forma de poder atender las demandas de otros tipos de existencia. Demandas que finalmente tendrán la forma de derechos y que habrá que concretar mediante un proceso de deliberación en el que las distintas preferencias serán ponderadas para lograr un escenario alejado de intereses particulares (142).

Montserrat Escartín analiza el pensamiento de dos importantes escritores, Unamuno y Coetzee, con relación a la cuestión de los animales (160). Se propone indagar en los presupuestos filosóficos que hay detrás del paradigma animalista en literatura. Los autores elegidos tienen en común que ambos cuestionan las prácticas que ocasionan sufrimiento a los animales y denuncian el tratamiento ideológico que la filosofía occidental ha proporcionado a los no humanos. También los dos parten de la argumentación antropocéntrica en torno a la existencia del alma para criticar una demarcación estricta entre hombres y animales. La autora acompaña el exhaustivo análisis literario con un enfoque filosófico de la cuestión, para apuntar finalmente a la empatía como la emoción esencial que nos lleva a reivindicar la obligación de hacernos cargo del sufrimiento más allá del nosotros.

¿Es legítima la preocupación moral por los animales no humanos? Óscar Horta quiere defender la tesis de que estos también son la clase de seres que merecen formar parte de nuestras consideraciones morales, y que además las obligaciones hacia ellos no se agotan en una protección frente a lo que pueda dañarles sino que también habrá que llevar a cabo acciones para beneficiarles (193). Lograr una fundamentación adecuada de lo anterior pasa por rechazar el especismo (prejuicio basado en la asunción de que sólo los seres humanos merecen respeto moral). La falta de razones hace que esta propuesta resulte inadmisible. Sin embargo, la capacidad de tener experiencias (de verse dañado o beneficiado) es coherente y plausible. Muchos animales contarán con tal capacidad en tanto que también tienen un sistema nervioso suficientemente complejo como para que sea razonable afirmar que pueden sufrir de forma análoga a cómo lo hacen los humanos. Esto no nos compromete con la defensa de una ética ecologista, advierte el autor. Las diferencias con el enfoque anti-especista serán grandes con respecto a los principios, y además las acciones que prescribirán serán muchas veces incompatibles. Los enfoques ecologistas llevan a algunas consecuencias drásticas que resultarán difíciles de aceptar, mientras que en la propuesta aquí defendida las prescripciones no serán poco controvertidas pero sí resultan asumibles.

La pregunta por el valor de la vida de los animales ha sido muchas veces esquivada en los debates sobre los derechos de los animales. Walter Sánchez Suárez analiza las propuestas de Nagel, Singer y Schweitzer al respecto, resaltando las diferencias que en cada caso tendrían lugar en la práctica (227). Nagel asume un enfoque privacionista desde el que afirma que todos y sólo los individuos capaces de tener experiencias (seres sensibles) serán dañados al morir porque desaparece la posibilidad de seguir disfrutando de las experiencias positivas que proporciona el estar vivo. Para Singer la clave está en las diferencias moralmente relevantes que existen a este respecto entre los individuos autoconscientes y los meramente conscientes. Entiende que para los primeros hay que establecer un derecho a la vida mientras que para los segundos es razonable admitir, en un contexto utilitarista, el argumento de la reemplazabilidad. La razón es que sólo los seres autoconscientes tienen una preferencia por continuar viviendo que se vería frustrada en caso de morir. Schweitzer defiende una ética de la reverencia por la vida. La idea de “voluntad por vivir” es representativa en su filosofía, algo que manifiestan todos los seres vivos con independencia de su grado de conciencia y que debe ser respetada desde un punto de vista moral. Sin duda es la propuesta más extensiva de la tres. Le sigue el enfoque privacionista de Nagel, que sitúa el límite en la sensibilidad. Y finalmente el de Singer, donde la autoconciencia es condición necesaria para poder afirmar que la muerte supone un daño.

La pretensión de Renzo Llorente es aclarar un error fundamental de interpretación, fácilmente identificable en su opinión, que ha dificultado una comprensión adecuada del libro de Peter Singer “Liberación Animal”. Se trata de la tendencia común a hacer descansar las bases normativas del argumento en presupuestos utilitaristas (241). En cambio la fundamentación descansa realmente en dos principios, a saber, el principio de no causar daño y el de igual consideración de intereses. Entre las razones que explican una confusión tan básica está el hecho de que el propio Singer haya reconocido que la teoría ética con la que se identifica es el utilitarismo. También que se preocupa por responder a los críticos del libro que han interpretado erróneamente sus presupuestos, acusándolo de incoherencias que sólo son tales si realmente hubiera adoptado el enfoque normativo que fallidamente le atribuyen. El autor del capítulo repasa lo que considera las cuestiones clave al respecto, con la pretensión de mostrar que no supondrían ninguna inconsistencia si la obra de Singer se leyera desde los principios de no causar daño y de igual consideración de intereses.

Suele hablarse del debate en torno a los derechos de los animales sin advertir algunas confusiones conceptuales que surgen al utilizar este lenguaje. ¿Qué significa realmente afirmar que los animales tienen derechos? Antoni Defez se propone aclarar esta cuestión. Para ello entiende que el primer paso es diferenciar entre dos posibles estrategias que tendrán implicaciones muy distintas (267). Por un lado estaría el realismo moral, desde el que se entiende que alguien tiene un determinado derecho porque posee alguna propiedad de un tipo concreto. Y por otro encontramos una posición antirrealista, para la que un individuo tendrá un determinado derecho porque así lo han decidido los seres humanos. Si en el primer caso se trata de contar con determinadas propiedades intrínsecas, en el segundo se está haciendo una atribución extrínseca. A lo largo del capítulo el autor va señalando las razones a favor de la opción que considera más razonable. En su opinión no podemos llegar demasiado lejos con la idea de que los derechos dependen de propiedades intrínsecas, porque en este tipo de proceso de atribución de derechos se está presuponiendo precisamente lo que habría que demostrar: “cuando se afirma que la posesión de una propiedad implica la posesión de un derecho, ya se está presuponiendo que la posesión de esta propiedad implica la posesión de aquel derecho” (272).

Lorenzo Peña comienza el penúltimo capítulo situándose normativamente en el contexto de un enfoque naturalista desde el que se propone analizar la relación ético-jurídica entre animales humanos y no humanos. Su propuesta pasa por reivindicar una reforma de los actuales códigos de conducta, con el objetivo de mejorar nuestras relaciones con los animales que convivimos en sociedad (279). Lo novedoso del enfoque radica en la toma de distancia de los enfoques habituales sobre derechos de los animales. Frente a la pretensión de encontrar unos principios autoevidentes que guíen nuestras acciones al respecto, el autor reivindica la viabilidad de tomar como punto de partida determinadas relaciones y reglas ya establecidas. Lejos de una perspectiva en la que se busca identificar aquella característica intrínseca a los individuos que posibilita que sean portadores de un determinado derecho, Peña nos propone un recorrido más modesto en el que no contaremos con criterios tan generalizables pero sí con una eficaz modificación de las líneas de conducta que guían nuestro trato hacia los animales.

El libro acaba con un capítulo dedicado a la evolución del marco jurídico de la protección animal en España. Mientras que en la primera parte del mismo José María Pérez Monguió analiza el período que va desde principios del siglo pasado hasta 1961, en la segunda el autor parte de los años sesenta hasta llegar a la actualidad (331). La historia del tratamiento que da el Derecho a los animales en la cultura occidental se caracteriza por una constante, la de considerarlos bienes muebles. No obstante se han ido sucediendo importantes mejoras (Pérez Monguió es además optimista con respecto al futuro), aunque podría pensarse que no han sido suficientemente significativas en tanto que todas se han llevado a cabo desde una óptica antropocéntrica en la que la tónica general es asegurar la mayor protección de los intereses humanos.

La idea de que nuestros intereses pesan más que los de los no humanos ya supone estar insertos en un paradigma distinto del clásico enfoque racionalista. Hasta hace poco la idea de que hay buenas razones para ampliar la comunidad moral tradicional se consideró descabellada. Y frente a lo que muchos han querido pensar, puede que la verdadera razón por la que históricamente se ha obviado la cuestión de los animales no tenga tanto que ver con un convencimiento de que el asunto es baladí, como con los cómodos beneficios que proporciona la irreflexión. De ahí la relevancia de poder contar con este volumen que, dada la cuidada selección de autores y temáticas, le hace verdadera justicia a la cuestión de la que se ocupa. La lectura de Animales no humanos entre animales humanos nos introduce en diferentes planos del debate. Así, nos ayuda a comprender los pilares básicos de la discusión acerca de la considerabilidad moral de los animales. Nos muestra discusiones normativas en un segundo nivel de análisis, como la pregunta por el valor de la vida o las diferentes formas de entender el reconocimiento de derechos morales. También nos sitúa en un contexto más práctico en el que lo relevante es concretar nuestras obligaciones morales hacia los animales, con la incómoda contrapartida de tener que identificar los abusos en los que diariamente participamos.