Ciudadanía reticente y el significado de respeto

 

 

Reluctant Citizenship and the Meaning of Respect

 

DILEMATA año 4 (2012), nº 10, 173-192

ISSN 1989-7022

 

Resumen: De repente, la religión recobra una relevancia que parecía olvidada en Europa. Sin embargo, no había dejado de desempeñar un papel en las sociedades europeas, pero era un papel discreto que vuelve al primer plano debido a la llegada de inmigrantes que profesan creencias diferentes a las mayoritarias y llevan a los europeos a identificarse como parte de sociedades postseculares. En este contexto, se cuestiona el modelo liberal de la libertad de conciencia y la construcción de la idea de tolerancia, cuyo paradigma normativo es el liberalismo político de John Rawls. Autoras como Martha Nussbaum plantean la importancia de primar la idea de respeto sobre la de tolerancia. En este trabajo se tratan algunos problemas que pueden derivar de ciertas concepciones de respeto.

Palabras-clave: tolerancia, respeto, ciudadanía, migración, igualdad, razón

 

Abstract: All of a sudden, religious awareness has started to regain a relevance it had lost among Europeans. It is not that it had disappeared from European societies, but rather that it existed at a discreet secondary level. However, Europe is less secular and more post-secular than many would like to admit. The liberal model of freedom of conscience, it is, the separation between justice, the norms of political and institutional coexistence, and the whole model of toleration is being questioned from all sides, and this essay will focus on one of these questions. If we take the political liberalism of Rawls as the paradigm of the liberal model, we can see that it gives rise to variations posing challenges that are more profound than they initially appear. This essay will look at one of these variations, raised by Martha Nussbaum, which is based on the demand for equality for believers underpinned by the idea of respect, which in her view is more desirable than toleration alone.

Keywords: tolerance, respect, citizenship, migration,equality, reason

 

Elena Beltrán

Universidad Autónoma de Madrid
Elena.Beltran@uam.es

 

Parece muy lejano el tiempo en que pensábamos que la privatización de la religión, en un sentido de apartamiento hacia un ámbito de razones sociales, más próximas a la privacidad-intimidad, era una vía sin vuelta atrás, las sociedades europeas avanzadas parecían estar en esa línea, y si bien en relación con el mundo en general, no era la mayoritaria, el itinerario parecía trazado y su seguimiento sólo era una cuestión de tiempo. Sin embargo, desde los años ochenta del siglo XX las cosas han cambiado. El proceso de secularización no sólo está detenido, sino en franco retroceso. En todos los lugares, incluida la Europa descreída, es recurrente la pregunta acerca del papel de la religión y de si ha de privatizarse del modo más acorde con el pensamiento ilustrado y la modernidad liberal, o si ha de ocupar de nuevo un lugar en el espacio público.

Uno de los factores de cambio de las sociedades europeas tiene que ver con las sucesivas oleadas de inmigrantes que se instalan en la mayoría de los países a partir de mediados de los años sesenta. En los primeros años, se fueron perfilando dos modelos de convivencia en los lugares de acogida. Por un lado, el modelo francés basado en la educación republicana y en la creencia, si no en una total integración, si en una acomodación, cuasi-asimilación, que pretendía ser pacífica, de las sucesivas generaciones. De otro lado, encontramos el modelo británico, que a semejanza de la organización en los territorios del imperio ni siquiera se planteaba la integración o la asimilación, pero si una convivencia exenta de problemas según la idea de separados pero iguales (o casi). Ambos modelos nos han mostrado sus grietas. Las generaciones que suceden a los que llegaron un día con la esperanza de una vida mejor no creen haberla encontrado y se sienten ciudadanos de segunda, menospreciados por su color, por su cultura o por su religión, o por alguna combinación de estas variables, o por todas a la vez. Y ellos, junto a los que acaban de llegar procedentes de países en los que la religión ha radicalizado sus propuestas, son los protagonistas del auge de las reivindicaciones religiosas.

Pero no solo ellos. De repente entre los europeos la conciencia religiosa cobra una relevancia que había perdido. No es que hubiera desaparecido de las sociedades europeas, pero se mantenía en un discreto segundo plano. Sin embargo Europa es menos laica y más postsecular de lo que muchos querrían admitir, (postsecular en el sentido más empírico de reflejar la situación de sociedades que emprenden un proceso de secularización en los últimos trescientos años que sin embargo no impide que la religión siga permeando las identidades de sus habitantes y las políticas de sus Estados; y también en el otro sentido más normativo y habermasiano de la definición de modelos de políticas y de derecho no excluyentes con respecto a los argumentos religiosos en el debate público) (Cooke, 2007: p. 227).

Si intentamos responder a la pregunta sobre el origen de ese renacer de los sentimientos religiosos entre una parte de los europeos, existen varias opciones a mencionar entre muchas otras posibles: tal vez la caída del bloque soviético y el auge de las iglesias antes reprimidas, la reacción ante el empuje y las reivindicaciones de las religiones minoritarias, la paulatina desarticulación de los estados de bienestar y la creciente inseguridad económica, y, por último, pero no menos importante, el discurso de las identidades y del multiculturalismo que regala un paraguas impagable para guarecer todo lo que sea defensa de particularidades y de grupos diversos.

Ante esta situación podemos preguntarnos qué modelo de sociedad queremos, qué reglas de juego nos parecen deseables a la hora de regular la convivencia, qué fundamentos teóricos nos parecen mejores, cuánta religión es demasiada religión, cuánta secularidad es necesaria para la igualdad y la libertad y para la construcción de una concepción de ciudadanía acorde con esos principios.

El modelo liberal de la libertad de conciencia, de la separación entre la justicia y las normas de convivencia política e institucional y las concepciones del bien de cada persona, el modelo de la tolerancia en definitiva, es cuestionado desde todos los flancos. Y de uno de estos cuestionamientos van a tratar estas líneas. Porque si consideramos el planteamiento del liberalismo político de Rawls como el paradigma del modelo liberal, vamos a ver como desde ese mismo paradigma surgen variaciones que suponen desafíos más profundos de lo que inicialmente aparentan. Hablaremos aquí de una de esas variaciones, la que procede de Martha Nussbaum, que parte de una reivindicación de igualdad para los creyentes sustentada en una idea de respeto, más deseable desde su punto de vista que la mera tolerancia. De algunas de las peculiaridades de su argumentación trata este trabajo (Rawls, 1996 [1993]; Nussbaum, 2011)1.

1. Ciudadanos reticentes y desprivatización de la religión

En el mundo de la teoría política es esencial la construcción de una idea de ciudadanía incluyente y al tiempo respetuosa con las peculiaridades culturales, religiosas o de otro tipo. Tenemos que convivir y dotarnos de unas reglas de juego que nos permitan una convivencia en la esfera pública o institucional, pero también tenemos que vivir nuestras vidas de acuerdo con nuestra conciencia. Por eso surgió la tolerancia y por eso estamos hablando de respeto.

Es en este contexto en el que hemos de poner nuestra atención en el hecho de que existen ciudadanos que claman por una existencia integrada religiosamente. Los partidarios de la integración-integridad se sienten no respetados y alienados porque son forzados a vivir una existencia con una vida dividida entre el creyente y el ciudadano. Quieren estos creyentes poder conducir sus vidas de acuerdo con las leyes y autoridades religiosas en todas y cada una de las esferas de la vida cotidiana, y, además, ver su fe reflejada en la vida pública2.

Algunos grupos, dentro de diversas gradaciones de fundamentalismos, ya sean protestantes, islámicos, católicos o judíos rechazan sin contemplaciones cualquier veleidad separatista entre iglesia y estado. Éstos son los más extremistas entre los “integracionistas”, viven entre preceptos religiosos que ocupan todas y cada una de las esferas de su vida, dejando a un lado todo lo profano y considerando en muchos casos a las democracias como regímenes ateos y nihilistas. Sus demandas y sus argumentos nos retrotraen a un mundo premoderno. Sin embargo en muchos lugares actualmente avanzan diversas versiones del “integracionismo-integrismo” entre los grupos religiosos tradicionales y también en las nuevas religiones.

Lo sorprendente es que los desafíos que platean ciertos integracionistas a los arreglos de las democracias liberales no los fundamentan siempre totalmente en términos estrictamente teológicos o de leyes y doctrinas religiosas. Lo cual no deja de ser paradójico, pues estos desafíos tienen como objetivo la visibilidad y expansión de doctrinas y leyes teocráticas en los estados, aunque, por otro lado, este modo de argumentar dejando al margen la teología, parece demostrar la posibilidad, e incluso de la necesidad, de una idea de razón pública. Tampoco se ven a sí mismos en todos los casos como antidemocráticos. Más bien al contrario, piensan que refuerzan la democracia, pues, nos dicen, la fe redunda en beneficio de todos.

La preocupación más básica de los integracionistas es acabar con la fragmentación y restaurar la unidad entre política y moral. Los integracionistas en las democracias actuales se sienten ciudadanos de segunda no suficientemente respetados, pues han de esconder una parte de su personalidad, la más auténtica, según ellos, debido a los obstáculos constitucionales que existen para la integración política de su fe. De ahí su objetivo: que haya alguna forma de refrendo político a la religión, ya sea reconociendo públicamente a la religión dominante o con un régimen activo de pluralismo religioso. Es muy importante resaltar que en muchos casos no creen necesario que se adopte una religión en particular, sino la religión en general, o las prácticas religiosas de cualquier tipo, o puede bastar una actitud claramente favorecedora para todo lo religioso.

Un modo de lograr sus fines es prometiendo una regeneración moral a través de la fe. Los integracionistas no tienen que afirmar necesariamente que no existe moral sin religión, pero pueden insistir en que las creencias y asociaciones religiosas fortalecen la conducta moral y compensan por los fallos de los valores, instituciones y autoridades laicas. De manera que buscan legitimarse a través de sus actividades en la sociedad civil. Exigen al estado que no interfiera en el modo de llevar sus asuntos internos, para que no se socave su autoridad con sus feligreses, y al tiempo colaboran en actividades como la educación, naturalmente desde una posición confesional, que desean y consiguen en muchos casos financiar con fondos públicos. Ofrecen además cierto tipo de servicios asistenciales, con la finalidad de demostrar el valor de la religión como factor de motivación para actuar correctamente. La enseñanza que extraen los integracionistas de sus propias posiciones es que, frente a la separación de iglesia y estado, lo deseable y lo que conduce a una sociedad mejor es el reconocimiento y el apoyo al pluralismo religioso, pues sólo esto producirá una comunidad política más armoniosa.

No faltan los integracionistas que reivindican un papel cívico para la religión. Defienden el papel de los grupos religiosos como promotores de la virtud cívica. Se ven como los promotores de la responsabilidad cívica frente al mundo de los derechos individualistas y egoístas. Aunque no dejen de invocarlos cuando les parecen útiles, como cuando les interesa la defensa de las libertades de los padres para educar a sus hijos, en escuelas religiosas por supuesto, apelando a todo tipo de razones, no necesariamente teológicas. Consideran más democrática la educación religiosa con fondos públicos que la educación pública laica porque la segunda imparte una educación cívica “poco comprometida” mientras que la educación religiosa suministra una batería de valores que pueden servir para reforzar las virtudes cívicas.

Este tipo de integracionismo fomenta la participación política de los creyentes, pues la religión enriquece el discurso democrático, porque los grupos religiosos tienen aportaciones valiosas que hacer a la esfera política. Es habitual recordarnos en estos casos las actuaciones de las iglesias en relación con el movimiento abolicionista o la desaparición del apartheid en Sudáfrica, pero no hay que olvidar otras actuaciones no tan gloriosas como el papel de las iglesias en el apoyo de represiones y guerras civiles en países como España o algunos de América del Sur. O los discursos discriminatorios desde algunas religiones hacia otras o hacia personas de sus propios grupos, mujeres y homosexuales por ejemplo. Por eso podemos preguntarnos acerca de si las identidades religiosas son tan inofensivas como se presentan a sí mismas a la hora de cuestionar las restricciones que se les aplican en el constitucionalismo liberal.

Los desafíos “integracionistas-integristas” más severos son los que pretenden un reconocimiento público de una fundamentación religiosa de la autoridad y de los valores seculares. La democracia tiene para estos ciudadanos un fundamento sagrado y las leyes han de estar inspiradas en sus contenidos por los preceptos de la fe. Es la defensa de las iglesias “establecidas” y de una idea de democracia con un compromiso religioso y de la religión como único garante, ya se entienda la democracia como un compromiso con una única religión o con la religiosidad en general.

Para Nancy Rosemblum los tipos de integracionismo moral y cívico, buscan remozar una idea de virtud a través de un impacto directo sobre los individuos construyendo redes de fe y de trabajo social desde la base. Algunos tipos de integracionismo-integrismo están más claramente enfocados a obtener una porción de poder político así como poder social a través del control de la legislación y de la arena pública. Para ello no regatean esfuerzos en la formación de partidos religiosos, apoyo a candidatos que prometen ayudar en el cumplimiento del programa teológico, en definitiva en la alteración de la vida pública democrática desde su cúspide (Rosenblum, 1992, p. 20). No necesariamente tienen que estar separados los tipos de integrismo, el moral y el cívico pueden ser medios para otros fines más cercanos al objetivo de lograr un papel político más destacado.

La conclusión de Rosemblum es que no todas las demandas de la fe son compatibles con la ciudadanía democrática. Los grupos religiosos no siempre están comprometidos con la tolerancia. Cuando los integracionismos entren en contradicción con las reglas de los estados democráticos y pongan en riesgo la estabilidad política y la legitimidad, el gobierno está justificado para imponer límites y regulaciones (Rosenblum, 1992, p. 20).

La pregunta que tendríamos que hacernos versa acerca de la compatibilidad de respetar a estos grupos en los términos que ellos demandan y, al tiempo, una construcción de la razón pública y el liberalismo político al modo rawlsiano. Parece claro que existen serias dificultades de conciliación con las descripciones que Rosemblum nos brinda de los integracionistas del último tipo mencionado, con los que directamente quieren hacerse con el poder político para acabar con el pluralismo.

Es más dudoso lo que puede ocurrir en los otros casos, pues cabe que los ciudadanos religiosos construyan sus redes sociales y participen en la vida pública no política en tanto que religiosos, elaborando sus discursos internos e incluso sus discursos públicos no institucionales en términos religiosos, pues son ciudadanos que pueden ejercer esas libertades en tanto que tales ciudadanos. No tienen que renunciar a su integridad y a su conciencia ni siquiera cuando quieran alterar las reglas del juego político en los asuntos de esencias constitucionales y de justicia básica. En ese caso los creyentes han de traducir sus argumentos al lenguaje no religioso, a los términos de las virtudes cívicas y de los derechos individuales, algo que hemos visto que hacen con más frecuencia de lo que aparentan este tipo de reivindicaciones, porque la exigencia de traducción a un lenguaje laico no supone una falta de respeto, es más bien una muestra de la idea de respeto mutuo, debido en la convivencia y necesario en la cooperación social, que en todo caso les permite seguir actuando de acuerdo con sus motivaciones religiosas e incluso ganar seguidores, al darles acceso a más personas (Beltrán, 2008).

2. Tolerancia y respeto

Históricamente el modo de gestionar el pluralismo religioso se asoció a la idea de tolerancia. Surgió esta idea como la única capaz de suministrar el apoyo necesario para defender la posibilidad de profesar diferentes creencias y, al tiempo, convivir bajo un mismo gobierno, al que se exige que restrinja sus intervenciones coactivas, es decir que acepte unos límites que no pueden ser traspasados. Los argumentos a favor de la tolerancia varían desde el escepticismo humanista a la imposibilidad de imponer la fe verdadera, pero coinciden en la finalidad de buscar la paz y la concordia, y lo hacen a partir del establecimiento de una estricta demarcación entre materias que pertenecen al ámbito político y los asuntos públicos, sujetas a las autoridades políticas y a sus regulaciones; y las materias ajenas a la esfera política en las que el Estado no ha de intervenir, un área protegida del poder, dónde tiene su ámbito la tolerancia (Galleotti, 2002, pp. 24-26).

No ha sido excepcional asimilar la tolerancia a transigencia, indulgencia, resistencia, indiferencia, o a una mezcla de todas estas o de algunas de estas cosas. Articular una definición de tolerancia con pretensiones de exhaustividad va más allá de la finalidad de este trabajo. Sin embargo, una definición tentativa sobre tolerancia es imprescindible si pretendemos marcar unos límites a lo que estamos dispuestos a tolerar. El concepto de un acto de tolerancia “como una abstención intencional y basada en principios, por parte de un agente, de interferir con el curso de acción de otro agente en situaciones de diversidad en las que el agente cree que tiene un poder para esa interferencia” puede ser un punto de partida (Cohen, A, 2004, pp. 68-95). Que podría considerarse neutral si no se hacen mayores precisiones. Aunque la definición está incompleta si no se mencionan los principios en los que ha de basarse ese agente con poder de interferir en el curso de acción, pues la idea de una tolerancia indiscriminada carece de sentido. Aun así podemos pensar que esos principios subyacentes a la idea de tolerancia nos hacen ser extremadamente cuidadosos a la hora de descartar planes de vida e intereses de los demás y por tanto nos conducen a una tolerancia muy espaciosa, en la que caben gran diversidad de formas de vida y de concepciones del mundo, con el límite único del principio del daño (Kelly y MacPherson, 2001).

La razón de actuar con límites en la esfera pública y de estar obligado a mantener una posición no beligerante con razones propias de una creencia viene fundada en un criterio de reciprocidad. El núcleo de la idea de reciprocidad es, como nos recuerdan Gutmann y Thompson, la idea de respeto mutuo, esta idea permite una cooperación en términos de equidad. Como la tolerancia, el respeto es una forma de acuerdo en el desacuerdo, aunque ciertas formas de respeto pueden ser más exigentes que la tolerancia. Sobre estas exigencias hablaremos en las páginas siguientes (Gutman y Thompson, 1996: p. 80).

Podemos suscribir sin dudas una idea de respeto como reconocimiento en la línea de Darwall, una idea de respeto que arranca de la ética kantiana, en la cual el respeto implica tratar a las personas, incluido uno mismo, siempre como fines en sí mismos y nunca como medios. La manera más sencilla de interpretar esta idea consiste en entender que se ha de respetar a las personas como tales. A todas las personas les corresponde este tipo de respeto, es decir, a cada persona corresponde respeto como reconocimiento, lo cual significa que cada uno ha de ser tomado en serio y a su vez tomar en serio a las demás personas como seres que deliberan sobre qué han de hacer. Respetar a las personas en el sentido que se da al respeto como reconocimiento consiste en dar el peso adecuado al hecho de que son personas. Una definición más estricta del respeto como reconocimiento lo concibe como una actitud moral (Darwall, 1977: p. 38).

Esta idea de respeto está pensada para definir el respeto entre las personas como agentes morales. Sin embargo, cada vez en más ocasiones se produce un salto, que es habitual entre los defensores de las identidades comunitarias, de las religiones, de los derechos colectivos. Se pasa de la idea de respeto como reconocimiento que acabamos de mencionar a la idea de respeto a lo que es valioso. En la reivindicación de los grupos religiosos para entrar en la esfera política en tanto que miembros de un grupo y poniendo sobre la mesa sus creencias y peculiaridades ocupa un lugar fundamental la idea de respeto a esas personas, pero ahora en tanto que miembros de un grupo religioso y por tanto ese respeto incluye también el respeto al grupo y a todo lo que se relaciona con el mismo, es decir a las creencias y a las normas internas o las representaciones de todo tipo relacionadas con las concepciones del mundo del grupo en cuestión. Las ofensas al individuo le ofenden en tanto que miembro de un grupo y pasan de una concepción de respeto a las personas en cuanto tales a una idea de respeto de esas personas en tanto que parte de ese grupo (Raz, 2001, pp. 172; Taylor, 2003)3.

3. ¿De qué estamos hablando cuando hablamos de igualdad?

La importancia histórica de la tolerancia está fuera de duda. Pero de nuevo vuelve al primer plano teórico con el planteamiento del Liberalismo Político de John Rawls en el momento en que se publica, aunque pocos reparan en lo que el autor explicita en la introducción, básicamente, que el liberalismo político es una reconstrucción teórica de la idea de tolerancia. No tiene sentido explicar aquí el liberalismo político de Rawls. Pero sí subrayar que se trata de una concepción de justicia liberal para la esfera pública institucional que pretende ser compatible con un pluralismo razonable de creencias no necesariamente liberales (Rawls, 1993).

Recientemente, y de la mano de los defensores de un papel más relevante para la religión en la vida pública y en la vida institucional, es cuestiona la idea de tolerancia porque legitima la intervención de un agente con capacidad de abstenerse y de tolerar, es decir, el estado. Y para más de uno esta legitimidad para intervenir o abstenerse de un agente, sea individual o institucional no es más que una muestra de desigualdad. Incluso cuando se trata de una tolerancia tan amplia que el significado de razonable asociado al pluralismo y a las doctrinas que pueden entrar en el liberalismo político, se circunscribe a un tipo de razonabilidad política, y no tiene que ser necesariamente una razonabilidad filosófica. Pues en este punto no podemos ignorar que la exigencia de una razonabilidad teórica y filosófica excluiría de la tolerancia a la mayor parte de los creyentes de las religiones antiguas y modernas, basta que pensemos en los ejemplos que nos suministra la propia Nussbaum: el misterio de la Trinidad o los contenidos de la New Age. Basta con ser razonable desde el punto de vista de la moralidad política, o tal vez solo con parecerlo, si estamos ante ciudadanos reticentes, es decir, basta con respetar en el plano institucional los principios de justicia y los principios constitucionales básicos derivados de ellos. Si no se vulneran (seguimos en la esfera institucional), el Estado ha de tratar de modo igual a todas las personas, en principio entendemos que ha de tolerarlos, es decir ha de abstenerse de intervenir en las creencias de las personas, por absurdas e irracionales que puedan ser a ojos de los no creyentes.

“los ciudadanos razonables no estaremos en el asunto de mirar sobre el hombro de nuestros conciudadanos para averiguar si sus doctrinas contienen un ejercicio de razón teórica coherente y aceptablemente comprehensivo”

(Nussbaum, 2011, p. 29)

Dicho esto ¿Es posible evitar la sensación de los miembros de ciertos grupos de “ser tolerados”, de pertenecer a una minoría, de no sentirse igualmente tratados? ¿Estamos obligados a evitar esta sensación a cualquier precio? ¿O más bien hemos de marcar diferencias?

Para Nussbaum, el respeto a las personas, y por tanto el respeto a los creyentes, ha de interpretarse de modo que evite que alguien se sienta ofendido porque de alguna manera se menosprecian sus creencias. La pregunta es en qué situaciones puede alguien sentir que sus creencias son contempladas con insuficiente respeto ¿Cuándo se muestra asombro por el contenido de las mismas? ¿Cuándo se muestra perplejidad? ¿Cuándo son objeto de burla? ¿Cuándo se prohíbe su práctica?

Nussbaum cree irrespetuoso incluso si se menciona en un contexto de aprendizaje como es la escuela pública la preferencia de la razón a la fe a la hora de lidiar con la complejidad del mundo y con los problemas derivados de la misma. Aunque Nussbaum apunte que los profesores de esa escuela han de explicar que en contextos de desacuerdo con otras personas es necesario argumentar con razones. No deja de ser llamativa esta posición en un tema tan esencial (Nussbaum, 2011, p. 39).

Porque los niños se supone que han de aprender a ser ciudadanos en la escuela pública y por tanto a argumentar como tales, independientemente de sus creencias, pues para ser ciudadanos han de asumir una idea de ciudadanía que difícilmente conocerán si no se la han enseñado previamente. El único lugar posible para aprenderla es la escuela, puesto que sus familias no tienen por qué sustentar todos los valores asociados a esta idea. Y han de aprender además las y los ciudadanos del futuro sobre todo a respetar por igual a las personas. Ya que la educación, entre otras cosas, nos dice Rawls, ha de capacitar a los niños para ser ciudadanos autosuficientes y capaces de adquirir independencia económica, y todo esto es muy relevante si pensamos de modo especial en las niñas. Si leemos a Rawls veremos que las exigencias desde el liberalismo político para la educación se alejan de la interpretación de Nussbaum, pues reconoce este autor, que pueden ser bastante costosas y difíciles de asimilar por los propios grupos y que no evitan precisamente la sensación de “ser tolerados”, ya que pueden llevar en última instancia a cuestionar los fundamentos de sus creencias, como el propio Rawls reconoce y en algún sentido parece alentar4.

Es verdad que si aceptamos una idea de tolerancia amplia hemos de admitir que ni siquiera la razón es determinante en el contenido de las creencias de las personas siempre que mantengan su respeto a los principios constitucionales esenciales. En esta línea parece caminar Nussbaum en paralelo con Habermas cuando este nos dice que el ciudadano no religioso ha de abstenerse de ejercer la presunción racionalista de que es capaz de decidir qué parte de la religión es racional y qué parte es irracional

“Desde un punto de vista histórico, los ciudadanos religiosos tuvieron que aprender a adoptar actitudes epistémicas hacia su entorno laico, actitudes que los ciudadanos laicos ilustrados disfrutan en cualquier caso, porque no están sometidos a disonancias cognitivas [las que impone el pluralismo, el desarrollo científico y las exigencias de un estado liberal, el respeto por la igualdad sexual, por ej., mencionadas en otro momento del texto, excepto la última, por Habermas]. Sin embargo los ciudadanos laicos no evitan una carga cognitiva, porque no basta con una actitud laicista para cooperar con los conciudadanos religiosos. Este acto cognitivo de adaptación ha de ser diferenciado de la virtud política de la mera tolerancia”

(Habermas, 2006, pp. 14-15)

En otro lugar mostré una cierta perplejidad ante una cuestión más general, que reitero en los mismos términos que entonces. Nussbaum y Habermas hablan en todo momento de religiosos y laicos como si ser una cosa u otra fuese un rasgo ineludible y adscrito a las personas desde su nacimiento, una circunstancia no controlable por los seres humanos. Pero no están hablando de sociedades premodernas, sino de estados democráticos y constitucionales, y si bien las religiones tienen unas características peculiares y ser creyente puede ser contemplado desde dentro de las propias religiones como el resultado de una gracia especial o de un destino predeterminado, tal cosa puede ser discutible, creo. Porque partimos de que se excluye cualquier tipo de coacción, y por tanto se supone una situación mucho más próxima a la capacidad de elección que a circunstancias ineludibles o incontrolables. Es más, es deseable pensar que se da una cierta capacidad de reflexión en los creyentes, sobre sus creencias y sobre las implicaciones de las mismas aún cuando entren en juego elementos difíciles de asumir desde perspectivas no creyentes (Beltrán, 2008, p. 18-19).

Si aceptamos esto, entonces es más difícil de entender que los creyentes tengan que ser considerados por encima de todo creyentes y no puedan comportarse como ciudadanos capaces de colaborar sin reticencias con los demás ciudadanos. Los creyentes son también ciudadanos y como tales no han de estar privados de voz en el debate público, pero la idea es que participen en el mismo en tanto que ciudadanos, no sobre todo y por encima de todo, como creyentes, y menos, si su objetivo es el de imponer a los demás sus creencias.

4. La ciudadanía suicida

Podemos preguntarnos cuánto puede durar la vigencia de los principios constitucionales si la actitud de los ciudadanos reticentes es la mayoritaria y la que está en mejores condiciones de ganar adeptos. Si asumimos una idea de respeto que no nos permite decir que unas creencias son mejores que otras, que no basta con aceptar principios de igualdad sexual y respetar las libertades en la esfera pública sino que es necesario que impregnen la vida privada y social, que pueden ser mejores las vidas en las que la autonomía es valiosa a la hora de reflexionar sobre las creencias, que la razón importa y es más útil que leer la mano a la hora de tomar decisiones personales, entonces dejamos de formar personas que puedan convertirse en ciudadanos capaces de defender principios de respeto como reconocimiento.

“…no diremos que la autonomía hace las vidas mejores en general y no tendremos que refrendar el pluralismo moral. Ni tendremos que decir que es mejor ofrecer argumentos para nuestras opiniones que sustentar éstas en la fe”

(Nussbaum, 2011, p. 36)

Así las cosas, hemos de preguntarnos si las personas seguidoras de cierto tipo de creencias, como podrían ser las que sustentan los grupos defensores de la supremacía sexual patriarcal, han de obtener un trato igual en la sociedad, incluso si son tolerados y se comportan como ciudadanos reticentes, pues están cuestionando principios constitucionales esenciales, aunque aparentemente los respeten. No parece en ocasiones que Nussbaum esté de acuerdo en que el trato a dispensar a estas personas y a sus grupos religiosos por parte de los Estados y de sus instituciones haya de ser diferente al de los grupos que sustentan todos los valores de ciudadanía. En cualquier caso, tanto Rawls como Nussbaum estarían de acuerdo en que los seguidores de esas doctrinas irrazonables han de tener libertad para defender sus ideas en tanto no violen derechos de otros. Serían personas respetables en sentido ético, siguiendo doctrinas irrazonables. Es un hecho que en muchos casos los Estados constitucionalistas no solo no intervienen en situaciones relacionadas con grupos religiosos y claras manifestaciones de discriminación sexual dentro de los mismos que van más allá de las palabras sino que en otros casos incluso les financian o les encomiendan sus instituciones educativas.

En este sentido es enormemente relevante, y da argumentos para defender con más fuerza los principios constitucionales, la exigencia que Nussbaum plantea en una de sus más recientes publicaciones al hablar del contenido del igual respeto en temas de conciencia: nos habla de la necesidad de resaltar la consistencia no narcisista5. Es decir la necesidad de que los criterios que utilizamos en los temas religiosos controvertidos no se rijan por las leyes del embudo, muy tolerantes con las religiones mayoritarias y más arraigadas y muy poco tolerantes con las minorías. Porque tal vez el agravio a los grupos religiosos se encuentra fundamentalmente en esta falta de consistencia. Es curioso como a poca gente en este país le resulta llamativo que en un colegio financiado con fondos públicos una mujer vestida de monja hable de la pertinencia de la prohibición de asistir al centro a una niña que usa un pañuelo como símbolo de su religiosidad islámica.

Pese a todo, es difícil sustraerse a la sensación de que la posición de Nussbaum en sus publicaciones más recientes se desliza desde una idea inicial que parece asumir la necesidad de un respeto como reconocimiento de cada persona y a su dignidad como tal hacia ese otro modo de entender el respeto, que consiste en considerar el respeto hacia las personas como una manifestación especial del respeto general a lo que es valioso. En consecuencia, nuestro deber de respetar a las personas tiene que ver con unos valores o con una determinada identidad o con la pertenencia a un grupo. En el caso de Nussbaum se apela a la libertad de conciencia y a partir de esa libertad individual procede a edificar una idea de respeto que se convierte en respeto como reconocimiento, en un sentido completamente diferente al mencionado unas líneas más arriba, cuando se habla del respeto como reconocimiento como la aceptación de cada persona como miembro igual de una comunidad moral.

Este deslizamiento aparentemente inocuo, tiene, sin embargo, importantes consecuencias para la igualdad. Pues parece priorizar una igualdad para el grupo con respecto a otros grupos y dejar en un lugar menos destacado las desigualdades internas dentro del mismo. Pero incluso en el primer caso, es decir, la igualdad entre grupos, llama la atención la desatención o incluso la hostilidad con los no creyentes, los grandes perdedores en las reivindicaciones religiosas de los ciudadanos reticentes. Si bien en los Estados Unidos, los no creyentes son un grupo minoritario, a juzgar por las encuestas, son tratados por los autores que reivindican mayor presencia pública de la religión como si en realidad fuesen el grupo mayoritario y opresor. Con respecto al tema de las desigualdades internas en los grupos es cierto que el feminismo es parte de la declaración de principios de Nussbaum, pero la idea de respeto a los grupos religiosos que defiende conlleva un gran riesgo de perpetuación de las desigualdades sexuales. Más presencia pública y mayor protagonismo de los grupos religiosos puede suponer menos igualdad y menos derechos para las mujeres. A las pruebas estadounidenses me remito en temas de derechos reproductivos. O a las reuniones internacionales donde vemos cada vez con más frecuencia pactos interreligiosos para dejar atrás conquistas de las mujeres en el terreno del control de su sexualidad.

Los ciudadanos reticentes no ocultan que quieren vidas más religiosas y un consenso religioso público. Esto no está en la idea rawlsiana del liberalismo político. Tampoco la defensa de una sociedad sin religión. Y, pese a todo, en el liberalismo político no estamos ante una propuesta neutral, porque el Estado del liberalismo político defiende una esfera institucional conformada de acuerdo a los valores del constitucionalismo: la existencia de una autonomía política que acompaña a una visión sustantiva de lo que podemos considerar una vida política valiosa, incluyendo el igual respeto, que es o se parece mucho al respeto como reconocimiento, con las libertades básicas y la idea de razón pública. Se trata de una respuesta más respetuosa con todos, creyentes o no, que otras respuestas posibles. Acepta cualquier doctrina comprehensiva mientras adopte estos valores como valores de ciudadanía. Aunque por lo expuesto anteriormente, es inevitable que sea más difícil de aceptar el liberalismo político para unas doctrinas comprehensivas que para otras.

Porque si tratamos de defender una idea de igual respeto para fundamentar una idea de tolerancia vamos a pedir este respeto para todas las personas y no para sus creencias y si en sus creencias está incluida la idea de que todas las personas no son iguales, entonces nos encontramos ante ciudadanos no razonables. Si además estamos en una democracia constitucional, hablar de respeto significa hablar de respeto como reconocimiento, exigible a todos, cualesquiera que sean sus creencias mientras actúen como ciudadanos. Aunque en el interior de sus grupos las exigencias de respeto como reconocimiento pueden no existir, como ocurre con más frecuencia de la deseable en el caso de las mujeres. Hemos de preguntarnos en algún momento si estos grupos merecen un respeto igual a todos los demás. Pensemos por un momento que hablamos de falta de respeto a la igualdad racial y no hablamos de igualdad sexual dentro de un determinado grupo religioso, nos parecería no solo irrazonable, sino también no respetable e intolerable.

La protección, financiación, amparo y pretensión de un tratamiento igual para las doctrinas patriarcales y supremacistas y las que no lo son, por mucho que sea igualitario entre doctrinas, supone sustentar y fomentar la pervivencia de esas doctrinas y desautorizar en consecuencia a más de la mitad de la ciudadanía, despreciar sus talentos y prescindir de sus aportaciones a la vida democrática. Equivale a desacreditar a las mujeres como ciudadanas iguales, a decirles que sus opiniones tienen menos peso y que las constituciones amparan más y mejor los derechos de la otra mitad de la población. Estamos ante la consagración de la ciudadanía reticente. En definitiva ante una concepción suicida de la ciudadanía.

Bibliografía

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Notas

1. Ver sobre estos temas una serie de artículos publicados a lo largo de estos años: Beltrán, Elena (2008, 2009, 2012).

2. En este punto sigo a Nancy Rosenblum (1992) pp.15-21. “Integralism” es el término que, entrecomillado, utilizan autores como Rosenblum o Boettcher, no parece un término existente en inglés. Pero creo que estos autores pretenden distinguir una gradación de partidarios de la integración, y también de una cierta idea de integridad, desde los fundamentalistas, a otros menos radicales.

3. Parece ser la postura de Raz la de dar una relevancia especial a las prácticas sociales, aunque al final del mismo capítulo donde las resalta parece retroceder en relación con la importancia de las mismas, o al menos no muestra una posición tan clara.

4. Rawls, (1996, [1992]), p. 95, n. 19 “que haya doctrinas que rechacen una o más libertades democráticas es un hecho permanente de la vida, o al menos eso parece. Eso nos carga con la tarea de contenerlas –como la guerra o la enfermedad- para que no subviertan la justicia”

5. Los otros dos principios que menciona como base del igual respeto son la existencia de buenos principios y el cultivo de la capacidad de contemplar el mundo desde la mirada de las minorías. Nussbaum, 2012, p.59.

Received: 06-07-2012

Accepted: 25-07-2012