Sobre la relevancia moral de la distinción mejora-tratamiento*

 

 

About the Moral Relevance of the Distinction between Enhancement and Treatment

 

DILEMATA año 4 (2012), nº 10, 307-328

ISSN 1989-7022

 

* Este trabajo se realiza en el marco del proyecto de investigación KONTUZ! (MINECO, FFI2011-24414): “Los límites del principio de precaución en la praxis ético-jurídica contemporánea”.

 

Resumen: El objetivo de este trabajo es analizar la distinción entre tratamiento y mejora, base de algunas de las críticas más sólidas al empleo de las nuevas tecnologías biomédicas. En primer lugar se analizan las definiciones más habituales ligadas al tratamiento, como las de salud, enfermedad y medicina, exponiendo sus limitaciones y problemas. A continuación se señalan las distintas tareas que se le encomiendan a esta distinción: 1) diferenciar nuestras obligaciones con los demás de lo que no les debemos, 2) establecer lo que debe procurarse a través de un sistema de seguros, públicos o privados, frente a lo que ha de proveerse desde fuera de ese sistema y 3) separar lo moralmente permisible de lo que no lo es. A partir de aquí se concluye que, mientras que la distinción entre tratamiento y mejora puede tener alguna utilidad en los dos primeros casos, carece de fundamento en el tercero.

Palabras-clave: tecnologías biomédicas, tratamiento, mejora, salud, enfermedad

 

Abstract: The aim of this paper is to analyze the treatment/enhancement distinction as employed by those against using the newest biomedical technologies for purposes other than those strictly curative. First, we analyze the most common definitions related to treatment, such as health, disease or medicine, showing their limitations and problems. Secondly, we consider three different tasks usually assigned to the treatment/enhancement distinction: 1) to establish what we owe to others, 2) to establish what should be included as part of a medical insurance system and 3) to distinguish the morally permissible from the morally impermissible. We conclude that the treatment/enhancement distinction is a useful, if limited, tool for the first two tasks, but an inadequate one for the third.

Keywords: biomedical technologies, treatment, enhancement, medicine, health, disease

 

Blanca Rodríguez

Dpto de Filosofía del Derecho, Moral y Política II,
Universidad Complutense de Madrid

bmerino@filos.ucm.es

 

1. Introducción

Buena parte de los debates sobre el uso de las nuevas tecnologías biomédicas, especialmente las ligadas a la genética, giran en torno a distinciones cuestionables: entre lo ambiental y lo biológico, lo interno y lo externo, lo natural y lo artificial. Pero sin duda uno de los mayores puntos de desacuerdo depende de la distinción establecida entre tratamiento y mejora.

La mayoría de los críticos con el uso de estas tecnologías utilizan todas estas distinciones, más o menos mezcladas unas con otras, lo que en muchas ocasiones hace que sus posturas tenga un aire al mismo tiempo ingenuo y sumamente conservador, en las que parece reflejarse, una vez más, una especie de rechazo más o menos articulado a toda innovación y al uso de cualquier tecnología. Sin embargo, uno de los más inteligentes e influyentes críticos de las nuevas tecnologías biomédicas, Michael Sandel, destaca entre los demás al centrar todas sus preocupaciones en la distinción entre tratamiento y mejora, desechando como injustificadas el resto de las distinciones.

Sandel, por tanto, no rechaza estas tecnologías por ser tecnologías, ni los avances genéticos por ser avances ni por ser genéticos. Más bien al contrario, para Sandel el uso curativo no sólo no es objetable, pues lo considera no ya aceptable sino incluso bienvenido, pero sí cree que es objetable (y mucho) su uso con fines de mejora. Partiendo del hecho incuestionable de que todas (o virtualmente todas) las tecnologías que pueden utilizarse para curar pueden utilizarse también para mejorar, afirma que: “Los avances en el campo de la genética suponen al mismo tiempo una promesa y un problema. La promesa consiste en que tal vez seamos capaces de tratar y prevenir un gran número de enfermedades. El problema es que nuestro nuevo conocimiento genético también podría permitirnos manipular nuestra propia naturaleza” (Sandel 2007,7). Considera que la tecnología aplicada con fines de mejora es moralmente impermisible y, aunque se muestra cauto al respecto, cree que su uso debe estar estrictamente regulado (Sandel 2004).

Aunque las razones de Sandel para admitir el uso de las tecnologías biomédicas como tratamiento y rechazarlas como medio de mejora tienen interés por sí mismas, dependen de su peculiar concepción de la ética del don (ethics of giftedness) y no vamos a ocuparnos aquí de ella. Nuestro objetivo se centra en la propia distinción tratamiento/mejora sobre la que la postura de Sandel descansa totalmente y la de otros críticos parcialmente (en la medida en que también utilizan, junto con esta distinción, algunas de las otras que Sandel rechaza).

2. Tratamiento vs mejora

En esta contraposición ya típica, el segundo elemento se define por oposición al primero: mejora es lo que va más allá del tratamiento, sobrepasando sus límites. De hecho, uno de los documentos mejor conocidos sobre el tema, publicado en 2003 y elaborado por el estadounidense Consejo de Bioética del Presidente (The President’s Council on Bioethics), del que por cierto Sandel formaba parte, lleva como título precisamente Beyond Therapy. Parece por tanto indicado que empecemos por fijarnos en el primer término de nuestro par.

A primera vista, las asociaciones que parecen más pertinentes para definir qué es un tratamiento son las que ligan este concepto a los de enfermedad, lesión, salud y medicina. Sin embargo, utilizar estos conceptos para definir el de tratamiento solo resulta útil si estos son más sencillos que aquel. Lamentablemente, esto está lejos de suceder. Tomemos como ejemplo el de “salud”. «La salud es un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades.» La cita procede del Preámbulo de la Constitución de la Organización Mundial de la Salud, que fue adoptada por la Conferencia Sanitaria Internacional, celebrada en Nueva York del 19 de junio al 22 de julio de 1946, y firmada por los representantes de 61 Estados. Entró en vigor el 7 de abril de 1948. La definición no ha sido modificada desde entonces1. Nos referiremos a este concepto como “salud-OMS”.

Es dudoso que el concepto de salud relacionado con el de tratamiento y en oposición a la mejora, sea este, por la sencilla razón de que el concepto de la OMS desdibuja por completo la distinción. Tampoco parece que sea este el concepto ligado a la medicina, al menos como objetivo realista (la medicina no puede procurar la salud así entendida, ni los medios con los que cuenta son adecuados para ello) ni exclusivo de ella (hay otras muchas actividades y prácticas humanas que contribuyen a alcanzar la salud-OMS, desde charlar con los amigos a recibir reconocimiento por los méritos profesionales, pasando por viajar a lugares exóticos y resultar sexualmente atractivo). Y, naturalmente, como la propia definición de la OMS dice explícitamente, va más allá de la ausencia de enfermedades o lesiones.

Quizá la manera más precisa de establecer la distinción, y que aquí tomaremos como punto de partida por ser la habitualmente aceptada, se establece en los siguientes términos: “therapy aims to fix something that has gone wrong, by curing specific diseases or injuries, while enhancement interventions aim to improve the state of an organism beyond its normal healthy state” (Bostrom y Roache 2008, 120). Esta definición aparentemente intuitiva y clara, es la que parece supuesta, al menos implícitamente, por los que, como Sandel, creen que el tratamiento es permisible pero no la mejora. “La medicina interviene en la naturaleza, pero (…) su finalidad está limitada a restaurar el funcionamiento humano normal” (2007, 153).

No hay duda de que la distinción establecida en estos términos resulta relativamente intuitiva, al menos en la medida en que establece una relación plausible entre los conceptos con los que asociamos el tratamiento: éste tiene que ver con la salud, definida como ausencia de enfermedad y lesiones, y que así definida resulta el ser el objeto propio y específico de la medicina. Lo llamaremos “salud-curación”. Cuando tenemos, por tanto, una enfermedad o lesión, iremos al médico y este nos pondrá, si existe o lo conoce, un tratamiento. Puestas así, las cosas, ya sólo nos falta saber cuándo tenemos una enfermedad. Por fortuna, los diccionarios médicos ofrecen una definición más o menos común: “an impairment of the normal state of the living animal or plant body or one of its parts that interrupts or modifies the performance of the vital functions, is typically manifested by distinguishing signs and symptoms, and is a response to environmental factors (as malnutrition, industrial hazards, or climate), to specific infective agents (as worms, bacteria, or viruses), to inherent defects of the organism (as genetic anomalies), or to combinations of these factors”2

Podemos decir entonces que un estado de salud normal, caracterizado por la ausencia de enfermedades o lesiones así entendidas, constituye, según la definición admitida, la frontera más allá de la cual las intervenciones entran en el territorio de la mejora3.

Sin embargo, esta definición no está exenta de problemas.

2.1. El paso del tiempo

Mi padre tiene ochenta años y ha disfrutado toda su vida de lo que habitualmente llamamos “una salud de hierro”. Nunca le he visto enfermo, ni siquiera con un catarro, no le he visto tomar una simple aspirina y puedo contar con los dedos de una manos las veces que ha ido al médico (y, como también suele decirse, me sobran dos). Hasta hace poco. En los últimos años ha perdido agudeza visual y auditiva, sus movimientos son mucho más torpes, ha tenido problemas de próstata y empieza a tener problemas de memoria. A consecuencia de todo esto, tiene que ir al médico de vez en cuando, cosa que le fastidia enormemente porque nunca le había sucedido y “no le parece normal”. A mí sí me parece normal. Y a sus médicos también. Nada de esto sería normal si me sucediera a mí, pero es normal que le suceda a un hombre de su edad. Sin embargo, los médicos no le dicen, “esto es normal, váyase usted a casa y sobrellévelo lo mejor que pueda”. Al contrario, le recetan pastillas, le operan las cataratas y le ofrecen otros remedios, tratamientos diversos. La explicación es clara: son enfermedades propias de la edad, y por tanto normales en este sentido, pero no dejan de ser enfermedades, que, según nuestra definición, cursan con una serie de síntomas específicos, interrumpen o modifican algunas funciones vitales y son atribuibles a alguno de los factores mencionados.

Un opositor a la mejora como Sandel considera todo esto moralmente permisible: “Todo el mundo saludaría una terapia génica para aliviar la distrofia muscular y para revertir la pérdida de masa muscular que acompaña la vejez” (Sandel 2007, 15), e igualmente saludaría un tratamiento para mejorar la memoria no solo para revertir los efectos de una enfermedad como el Alzheimer sino también “la pérdida natural de memoria propia de la edad”. No obstante, advierte que estos casos difuminan la distinción entre tratamiento y mejora. Podría, siendo estricto, rechazarlos, ya que se trata de ir más allá de lo normal. Podría considerarse una mejora. Lo interesante no es que admita estos usos de la tecnología biomédica, sino las razones que ofrece. Estos usos pueden asimilarse a un tratamiento (y por tanto ser moralmente permisibles) porque “en la medida en que restauraría capacidades que la persona había poseído, sería un remedio en cierto aspecto” (p. 21). Podemos extraer de aquí algunas conclusiones: se entiende el “estado normal de salud” en referencia a un individuo en concreto y se supone que ese estado es el que se tiene en el momento que podemos calificar de mayor esplendor (digamos entre los 15 y los 40 años), superados los problemas del crecimiento y antes del comienzo del declive, ambos por otro lado naturales. El estado de salud normal de un individuo es aquel del que goza entre los 15 y los 40 años4, en ausencia de enfermedades y lesiones. Sin embargo, esto nos lleva a un nuevo problema.

2.2. Billy y Johnny

Billy y Johnny son dos chicos de la misma edad: ambos tienen 11 años. Tienen, aparte de estas dos características, otra cosa en común: su estatura es excesivamente corta para su edad y los médicos creen que, al llegar a adultos, no pasará de 160 cm., lo que a todas luces los convertirá en hombres muy bajos. Y aún tienen otra cosa en común: ambos pueden beneficiarse de la administración de la hormona del crecimiento, que puede hacerles ganar a ambos alrededor de cinco centímetros. Pero hay algo que los diferencia. Johnny tiene un déficit en la hormona del crecimiento, debido a un tumor cerebral. Sin embargo, la secreción de hormona del crecimiento en Billy es normal. Lo que le sucede es que sus padres son también de pequeña estatura5.

Aunque en sus comienzos el uso de la hormona del crecimiento sólo estaba aprobado cuando la baja estatura era debida a un déficit de la misma6, en la actualidad se permite en distintos países, incluido España, en los casos de talla baja idiomática, es decir, de causa desconocida7. Johnny y Billy podrían tomarla. Sin embargo, en el caso de Johnny la administración de la hormona constituiría un tratamiento, mientras que en el de Billy sería una mejora. Sandel considera que, en casos como el de Billy, se estaría administrando la hormona a “niños sanos” (2007, 24), aunque reconoce que, de nuevo, en casos como este la distinción tratamiento/mejora se difumina.

Daniels utiliza este ejemplo para mostrar que sería moralmente arbitrario tratar dos casos iguales de manera distinta y afirmar que es moralmente permisible darle la hormona del crecimiento a Johnny pero no a Billy. Claro que Sandel podría replicar que no se trata de dos casos iguales: en el caso de Johnny se trata de una enfermedad, y la hormona se le aplica por tanto como tratamiento, mientras que Billy es un niño sano y por tanto se le aplica como mejora. No obstante, antes de juzgar acerca de lo moralmente permisible e impermisible, sería conveniente mirar más despacio nuestra definición de enfermedad y ver si se aplica a estos casos. En ambos casos, el estado normal del ser vivo en cuestión es tener una estatura por debajo de la media. Hasta dónde yo se, la corta estatura, en ninguno de los casos, interrumpe ni modifica la operación de actividad vital alguna, en ningún caso la baja estatura presenta ningún síntoma, salvo que la consideremos un síntoma en sí misma. Parece que sólo nos queda el origen. Pero no parece que intentar distinguir a Johnny de Billy a partir de este elemento sea muy prometedor. En primer lugar, porque podría suceder, tal como algunos autores han sugerido, que descubriéramos que Billy, aunque no presenta déficit de la hormona del crecimiento, tiene una peculiar configuración genética que hace que los receptores de dicha hormona funcionen mal (Buchanan et al. 2000, 116). Pero no es preciso que confiemos en esa posibilidad: la corta estatura de Billy se debe a algún factor ambiental, a algún agente infeccioso, a un defecto inherente a su organismo o a una combinación de alguno de estos factores. En otro caso, es un misterio insondable. Todo lo que podemos decir es que en un caso, Johnny, conocemos la causa concreta y en otro, Billy, no.

En resumen, ambos casos son exactamente iguales, y ambos se ajustan a alguno de los requisitos de la definición de enfermedad y no a otros. Parece que tanto da que digamos que, caso de administrarles la hormona del crecimiento, ambos son ejemplos de tratamiento o ambos son casos de mejora. Pero es arbitrario (no moralmente arbitrario sino arbitrario sin más), decir que en un caso es una cosa y en otro, otra distinta.

Como el asunto que nos ocupa es investigar la distinción entre tratamiento y mejora, podemos admitir que la aplicación de un mismo procedimiento a los dos casos de nuestro ejemplo debe catalogarse bajo la misma etiqueta y a pesar de eso preguntarnos si esta ha de ser la de tratamiento o la de mejora. Como la definición de enfermedad de la que hemos partido no nos ayuda en este sentido (hay algunos motivos para clasificarlos como enfermedad y otros para no hacerlo), una buena opción es buscar otra definición. Y podemos empezar por preguntarnos por qué nos parece que Johnny y Billy tiene un problema y por qué sus padres les han llevado al médico. Por fortuna, la respuesta es sencillísima: su estatura actual, y su estatura prevista, están por debajo de la media. Esto significa que el “estado normal (de salud)” que marca la frontera entre los terrenos del tratamiento y la mejora no es, tal como hemos supuesto más arriba, relativo a un individuo en concreto, sino que sólo puede determinarse por relación a otros y en términos comparativos. Puesto que, por seguir con nuestro ejemplo, ambos son mucho más bajos que una jirafa y más altos que un armadillo, parece que el punto de referencia adecuado son otros miembros de su misma especie o, para ser más precisos, los demás miembros de su especie y género, tomando en consideración el dimorfismo sexual de nuestra especie.

De hecho, las definición más utilizadas de salud y enfermedad, al menos en las discusiones bioéticas no son las procuradas más arriba, sino otras, debidas a Christopher Boorse, y cuyo defensor más autorizado y reconocido es el propio Daniels. Según esta visión alternativa, la salud se define como el funcionamiento normal de la especie, y la enfermedad como lo que se aparta de tal funcionamiento. En la formulación originaria de Boorse, la salud consiste en un estado de funcionamiento normal, entendiendo lo normal como concepto estadístico y el funcionamiento en sentido estrictamente biológico (Boorse 1977). Nos referiremos a esta idea de salud como “salud-normalidad”. De acuerdo con esta idea, tanto Johnny como Billy están sanos (la altura no afecta al funcionamiento en este sentido) y la administración en cualquiera de los dos casos de la hormona del crecimiento constituye una mejora. Dejando aparte los posibles méritos de esta manera de entender la salud, no parece ser la relevante en las polémicas en torno al uso permisible o no de las tecnologías biomédicas que subyace a la distinción entre tratamiento y mejora. Como ya hemos dicho, Sandel admite el uso de la hormona del crecimiento en el caso de Johnny y lo califica de tratamiento, pues remedia algo que va mal: su producción de la hormona del crecimiento está por debajo de lo normal.

Aunque para Boorse el concepto de normalidad era meramente estadístico (de hecho a su postura se la conoce con el nombre de Teoría Bio-Estadística), Daniels utiliza este concepto de un modo que combina elementos descriptivos y evaluativos. Parte del motivo es que intenta acomodar casos como el de la altura, que se apartan de la norma sin afectar al funcionamiento biológico pero de un modo que consideramos relevante. Podemos ver en el mismo ejemplo de la altura porqué consideramos este rasgo relevante. Es un hecho bien documentado que en los hombres la altura está positivamente correlacionada con el éxito reproductivo. Si entendemos, como es habitual hacer, que la reproducción es una función biológica, entonces una estatura inferior a la normal entraría en la definición de Boorse como una característica relativa a la salud, desde un punto meramente estadístico. Sin embargo, esta correlación, que aparece en las sociedades occidentales contemporáneas, por la muy sencilla razón de que las mujeres encuentran atractivos a los hombres altos, no se da en otras sociedades8. La altura, después de todo, sí tiene relación con el funcionamiento eficiente en sentido biológico, pero lo normal aquí, aunque estadístico, no es sólo descriptivo sino también valorativo9.

Sin embargo, y de nuevo, estas definiciones, y la distinción entre tratamiento y mejora que de ellas depende, presentan también algunos problemas.

2.3. Los más y los menos

Muchos atributos humanos aparecen en la población en diversos grados: la altura, la capacidad auditiva, la cognitiva, y muchos más. En realidad, en casi todos los aspectos no somos o no somos sino que somos más o menos. Si consideramos la población humana en su conjunto, o para hacerlo más sencillo un población específica, digamos la española actual10, y seleccionamos alguno de estos rasgos, nos la encontraremos distribuida en un continuo en el que la característica en cuestión aparece en diversos grados. Tal distribución es normal en la especie. En este sentido, todos los individuos están dentro de lo normal. Sin embargo, de los individuos decimos que son altos, bajos, anormalmente altos y anormalmente bajos. Lo estadísticamente normal es simplemente el punto en el que se encuentra la mayoría de los individuos. Pensemos por ejemplo en el cociente intelectual. La normalidad en este aspecto está situada en 100. Pero que estés por debajo de 100 no significa que seas anormalmente poco inteligente11 ni que esté un poco por encima significa que seas anormalmente listo. Aún hay bastantes individuos como tú. Realmente, definimos lo anormal estableciendo un punto arbitrario, en este caso dos desviaciones estándar de la media. En este sentido, se te considera normal (aunque puedes ser algo más o menos listo) entre 90 y 120.

Imaginemos el siguiente caso. Ana, Antonio y Aurora son adultos de 30 años. Sus cocientes intelectuales respectivos son 80, 100 y 130. Bueno, eso era hasta hace poco. Antonio y Aurora han sido víctimas de una enfermedad neurológica que ha reducido sus cocientes en 30 puntos. Por fortuna, hay una operación quirúrgica que puede revertir la situación y devolverlos a su estado original. Y la misma operación puede realizarse sobre Ana, que ganaría 10 puntos. Con la operación, Ana alcanzaría 90: el límite de la normalidad y Antonio volvería a ser normal, con sus antiguos 100. Para ellos, la operación es un tratamiento. El caso de Aurora es distinto: pese a haber perdido 30 puntos, su inteligencia, a pesar de la enfermedad, sigue siendo normal. Para ella, la operación constituye una mejora, pues la devolvería a un cociente de 130, es decir, por encima de lo normal. Si fuera posible restaurarla solo 20 puntos, podría discutirse: ella, como individuo, mejoraría, como sucede en todos los casos, aunque desde el punto de vista del funcionamiento normal de la especie podríamos considerarlo un tratamiento: se quedaría en el límite superior de la normalidad, pero no lo sobrepasaría. Salvo que al cirujano se le fuera la mano y alcanzara 121. Entonces, pese a que aún estaría 9 puntos por debajo de su cociente anterior a la enfermedad, y solo muy ligeramente por encima de Antonio, que ha recuperado todo lo que tenía, sería una mejora.

Este ejemplo muestra en toda su crudeza la arbitrariedad de los límites. Puesto que se admite desde el comienzo que el punto elegido para hablar de una anormalidad es arbitrario, podemos admitir hablar, en el caso del ejemplo, unas veces de terapia y otras de mejora. Pero si queremos hacerlo tenemos que admitir que estas etiquetas no responden a nada sustancial, sino que son arbitrarias. Funcionan como otras muchas, de entre las cuales es un conocido ejemplo el establecimiento de un límite a partir del cual hablamos de mayoría de edad. Podemos decir, y de hecho decimos, que un adolescente de 17 años y diez meses es un menor y que otro el mismo día que cumple 18 años es mayor de edad. Pero como sabemos que la definición es arbitraria, no pensamos que la diferencia entre los dos obedezca a una diferencia sustancial en ellos.

La arbitrariedad, en ese sentido, es aceptable. Al fin y al cabo, en algún sitio hay que establecer el paso de una categoría a otra. Pero convierte la distinción entre tratamiento y mejora en algo arbitrario, cuya relevancia moral resulta cuando menos cuestionable. Esto podría no tener demasiada importancia si no fuera porque para los que se oponen al uso de la tecnología biomédica con fines de mejora la diferencia entre ambas separa lo moralmente permisible (hasta encomiable) de lo moralmente impermisible. Resultaría entonces que la operación de Ana y Antonio es moralmente permisible pero la de Aurora no lo es. A todas luces, es absurdo hacer coincidir el límite de lo moralmente permisible con a una distinción que admitimos es arbitraria. Por no hablar de lo que, para muchos, redobla el absurdo: en el caso de Aurora, tendríamos que decir que es moralmente impermisible devolverle a alguien algo que antes tenía.

Pero aún nos encontramos con otro problema, que esta visión de la salud-normalidad comparte con las anteriores.

2.4. Más vale prevenir

La lucha contra la enfermedad y la restauración de la salud son objetivos que difícilmente alguien cuestiona. Y llamamos tratamiento a los medios que utilizamos para este fin. Pero habitualmente no esperamos a contraer una enfermedad o a que nuestra salud se deteriore. Creemos que, si sabemos cómo hacerlo, podemos prevenir la enfermedad para que no llegue a suceder. Tomar tales medidas nos parece, sin duda, moralmente permisible.

Algunos individuos son más susceptibles que otros a contraer ciertas enfermedades o a sufrir un tipo de lesiones o en general a que su salud se quiebre en un determinado sentido. En otros casos, especialmente en relación con las enfermedades infecciosas, la susceptibilidad es la norma. Ser susceptibles a contraer la gripe, la polio o el sarampión es, desde cualquier punto de vista, típico de la especie.

Es difícil saber cómo clasificar las intervenciones que reducen la probabilidad de enfermedad o de muerte. Pensemos en las vacunas. Por un lado, pueden considerarse como una mejora del sistema inmune, pero también podríamos argumentar que son una prevención terapéutica. Desde luego, prevenir una enfermedad no constituye un tratamiento. Luchamos contra la enfermedad no curándola, sino fortaleciendo o alterando nuestro organismo para evitar contraerlas. Esto es, bajo cualquier definición de enfermedad y salud, una mejora.

Tanto en el caso de una sensibilidad especial como en el caso de una característica general del sistema inmunológico humano, nos referimos a los medios que utilizamos para evitar la enfermedad con el nombre de “prevención”. Esto nos evita colocar estas intervenciones, que nos parecen moralmente permisibles, del lado de la mejora. El resultado es que el uso de las tecnologías biomédicas se considera permisible en su aplicación como medios de tratamiento y ahora también prevención.

Sin embargo, nos encontramos aquí con un problema adicional. Podemos pensar que las vacunas, al fin y al cabo, previenen problemas de salud. Pero hay otras cosas que podemos hacer para prevenir dichos problemas.

No es una sorpresa que el cociente intelectual se correlacione con muchas otras variables, entre las que se encuentran el rendimiento académico, el aprovechamiento en cursos de formación ocupacional, la eficiencia laboral, los ingresos, el sentido del humor, la capacidad de liderazgo, y las habilidades motrices. No es una sorpresa porque no llamaríamos cociente intelectual a algo que no tuviera relación con ninguna de estas cosas. Pero el cociente intelectual también aparece correlacionado con otras cosas como la salud física, el alcoholismo, la impulsividad, la vulnerabilidad a los accidentes, la longevidad y las preferencias en la dieta. Y disponemos de estudios epidemiológicos que lo demuestran12. Una buena hipótesis es que el cociente intelectual influye en nuestra capacidad de adoptar medidas preventivas, como hábitos higiénicos y una dieta saludable, y huir de aquellas cosas que, como el alcoholismo, representan un riesgo para la salud. Al parecer, esta relación entre cociente intelectual, salud y supervivencia no solo afecta negativamente a los individuos con un CI inferior al normal, tal como lo hemos definido en el apartado anterior, de modo que a partir de determinado nivel normal la correlación deje de aparecer. Al contrario, cada incremento en CI se correlaciona con un incremento en términos de salud y longevidad. Por ejemplo, un estudio muestra que cada incremento de un punto en el CI se correlaciona con un descenso del 1% en el riesgo de muerte13.

Si esto es, como parece, cierto, ¿cómo clasificaríamos las intervenciones destinadas a elevar el CI de los individuos? Por un lado, parece correcto decir que, al menos en los casos en los que el CI ya es normal, se trataría de una mejora. Pero, por otro lado, un buen modo de prevenir enfermedades y conservar la salud sería realizar la intervención que incrementa el CI. Podríamos decir que nos encontramos ante un tratamiento preventivo. Pero este caso hace aún más evidente que el anterior que en realidad no consideramos moralmente permisible el tratamiento (y la prevención) e inadmisible la mejora, sino que más bien estamos dispuestos a llamar tratamiento ( o prevención) a lo que nos parece moralmente permisible y mejora a lo que juzgamos no permisible moralmente.

2.5. Todo arte y toda ciencia

Según afirma Aristóteles al comienzo de la Ética a Nicómaco, todas las artes y todas las investigaciones científicas tienden a algún bien14. Podemos suponer que el fin al que tiende la medicina es la salud15. Podemos también definir la medicina en atención a este fin, como de hecho suele hacerse en los diccionarios. Como hemos visto en apartados anteriores, hay diversas definiciones de salud. Uno de los motivos que nos llevaba a desechar, por demasiado amplia, la definición de la OMS es que desligaba el concepto tan ampliamente definido de la medicina, en tanto que esta se define por su objetivo realista y propio (o exclusivo, si se quiere). Si echamos un vistazo a algunos diccionarios, veremos que el concepto de salud que aparece ligado al de medicina corresponde más bien al concepto más estrecho que define la salud como ausencia de enfermedad o lesión, y que ha sido el primero que hemos considerado como “salud-curación”. Por ejemplo, en el de la real Academia Española de la Lengua se dice que es la “Ciencia y arte de precaver y curar las enfermedades del cuerpo humano” y en el Merriam-Webster se define como “the science and art dealing with the maintenance of health and the prevention, alleviation, or cure of disease”.

Así planteado el asunto, podríamos decir que, para los defensores de la utilización de las técnicas biomédicas en su uso exclusivo de tratamiento, dichas tecnologías son bienvenidas en la medida en que se aplican a fin de alcanzar los fines propios de la medicina, al tiempo que son moralmente condenables cuando los traspasan. El propio Sandel parece hacer coincidir el tratamiento con el territorio propio de la medicina, cuyo fin es “promover la salud y curar la enfermedad” (2007, 70), fin que sigue sosteniéndose, junto con la distinción tratamiento/mejora, por mucho que podamos discutir “acerca de lo que debe considerarse una buena salud o un funcionamiento humano normal” (2007, 70).

Esto, sin embargo, plantea otra dificultad. La distinción entre tratamiento y mejora no coincide con la que separa el terreno propio de la medicina de otras artes y ciencias, al menos tal y como concebimos hoy en día la medicina, muchas de cuyas prácticas no tienen como finalidad la cura ni la prevención de enfermedades. Este punto es habitualmente señalado por los defensores de la mejora. “Standard contemporary medicine includes many practices that do not aim to cure diseases or injuries. It includes, for example, preventive medicine, palliative care, obstetrics, sports medicine, plastic surgery, contraceptive devices, fertility treatments, cosmetic dental procedures, and much else.” (Bostrom y Roache 2008, 120). Algunos de estos campos de aplicación de la medicina pueden relacionarse con la salud entendida en referencia a las funciones biológicas normales de la especie (por ejemplo, los tratamientos de fertilidad), pero otras solo pueden hacerse encajar con un esfuerzo grande y artificioso.

Parece que sólo podemos decir que el tratamiento constituye el terreno propio de la medicina pagando por ello un alto precio. Tendríamos que admitir que muchas de las cosas que hacen los médicos, pues se exige que sean médicos quienes las hagan, que se practican en hospitales, clínicas y otras dependencias médicas, con instrumental y técnicas que los médicos (y sólo los médicos) aprenden a utilizar cuando estudian medicina están, a pesar de todo ello, fuera de los límites que demarcan el terreno propio de la medicina. Quizá, antes de alejarnos del uso común de los términos al punto de afirmar que muchas de las cosas que hacen los médicos en tanto que médicos no forma parte de la medicina sería mejor abandonar la pretensión de que el terreno propio de la medicina es el tratamiento.

Hemos examinado la posibilidad de distinguir entre tratamiento y mejora analizando los conceptos habitualmente relacionados con el de tratamiento (salud, enfermedad, medicina) y algunos de los modos en los que estos pueden ser entendidos. La conclusión no es muy alentadora, en la medida en que todas las posibilidades contempladas, que son por lo demás las habituales, plantean problemas. Sin embargo, esto no significa necesariamente que tengamos que prescindir de tal distinción. Dedicaremos el resto de este trabajo a explicar por qué.

3. Para qué sirve…

Un buen motivo para establecer una distinción es que resulte útil. La distinción entre tratamiento y mejora se utiliza habitualmente, y es relevante, en dos contextos relacionados entre sí: para diferenciar lo que les debemos a otros y para establecer lo que debe procurarse a través de un sistema de seguros, públicos o privados. La necesidad de establecer la línea viene de la mano de dos factores: la limitación de los recursos y la demanda ilimitada. Como no es necesario decir mucho sobre el primer factor, que nadie discute, nos centraremos en el segundo, mucho más cuestionado.

Parte de lo que permite a críticos del uso de las tecnologías biomédicas con fines de mejora como Sandel defenderlas dentro del territorio del tratamiento es la suposición de que la salud es un bien limitado (2007, 71-72). Se puede gozar de mejor o peor salud, se puede estar más o menos sano, pero hay algo así como una idea de “estar sano” que puede acotarse y, una vez alcanzado tal estado, no admite grados. La salud, en opinión de Sandel, “no es un bien que pueda maximizarse”. Hay, por así decirlo, un límite natural a la salud, a partir del cual se encuentra la mejora, que es de suyo ilimitada. Podemos ser, al menos a nivel conceptual, siempre un poco más altos, más fuertes, más inteligentes, más rápidos. Por el contrario, la demanda de la salud tiene un límite. Sin embargo, tal suposición, como han señalado algunos partidarios de la mejora, es sumamente cuestionable. “Pero esto es una equivocación. Hay un concepto de salud perfecta. Aunque muchos de nosotros estamos aparentemente sanos, todos sufrimos diversas predisposiciones genéticas a la enfermedad y todos envejecemos. Si todos tuviéramos la salud de un niño de diez años, cuando el proceso de envejecimiento aún no ha comenzado, viviríamos más de mil años, descontando los accidentes y las heridas. De forma que la salud es exactamente como otros bienes: podríamos tener más.” (Savulescu 2009, 273). Como, por otro lado, los conocimientos y la tecnología disponibles son cada vez mayores, sobre todo una vez ampliado el campo de la cura al de la prevención, se hace absolutamente imprescindible definir un estado de salud “normal” que los individuos puedan demandar y que pueda ser atendido de manera realista. Y este concepto así delimitado marcará la frontera de lo que un sistema de seguros, ya sean públicos o privados, ofrecerá y a los que llamamos tratamientos.

El resultado es que, ante lo limitado de los recursos y lo ilimitado de la demanda, el que algo se considere un tratamiento no tiene tanto que ver con el concepto de salud como con el de enfermedad (o herida o traumatismo), o, mejor dicho, con la salud definida como ausencia de enfermedad o traumatismos. Esto se ve bien en el caso de Johnny y Billy, los dos niños con la misma altura prevista. Distinguir entre ambos diciendo que en un caso se trata de un tratamiento y en otro de una mejora remite no a un estado (que puede ser el mismo en ambos casos) sino a la etiología del estado. Hacerlo puede ser un mecanismo útil, aunque cuestionable, para asignar recursos escasos. Podemos, si contamos con recursos suficientes, ampliar el campo de aplicación e incluir a Billy, apelando al modelo de la norma de la especie, pero no podemos ampliarlo a todos los casos en los que se quiera que un niño sea más alto de lo que es o que llegue a ser un adulto más alto de lo que previsiblemente será sin la hormona. Hay al menos dos razones que imposibilitan tal ampliación. No podemos, en primer lugar, porque lo normal dista de ser un concepto estático, al menos en casos como este. Se mueve sin necesidad de que intervenga una tecnología sofisticada, por el simple efecto de la mejora en la dieta, el ejercicio físico y otros elementos de lo que podemos llamar estilo de vida y, si es cierto como parece que el éxito reproductivo de los hombres altos es mayor, en casos como la altura, por pura presión selectiva. Personas que hoy consideramos en España de una talla menor a la normal eran perfectamente normales hace 50 años. La aplicación indiscriminada de la hormona sería no solo económicamente ruinosa (la hormona en cuestión es tremendamente cara) sino inútil, pues solo contribuiría a acelerar el ritmo del cambio de la norma.

3.1. Moral hazard

La segunda razón a la que se recurre en la práctica para utilizar un concepto de tratamiento ligado al de enfermedad o lesión es la amenaza del riesgo moral (moral hazard), término utilizado para referirse al cambio de conducta de los individuos inducido por los incentivos procurados por la cobertura ofrecida por un seguro. En el caso de los seguros médicos, el riesgo va usualmente asociado al “descuido” de los individuos a la hora de tomar medidas preventivas y la proclividad a involucrarse en actividades de riesgo, aumentando así la probabilidad de enfermar o sufrir un accidente, o a la “falta de diligencia” a la hora de recuperarse, pero puede argumentarse plausiblemente que también desempeña un papel en la propia expresión y percepción del sufrimiento16.

En ausencia de un criterio objetivo y cuya presencia pueda ser confirmada por un observador cualificado, ya sea este criterio la presencia de una enfermedad diagnosticable con los medios disponibles o, en todo caso, por la presencia de un síntoma fácilmente observable, como el hecho de tener una talla determinada, lo único que puede alegar un individuo para solicitar el uso de recursos médicos es su propio malestar o sufrimiento. Esto no supone negar que el nivel de sufrimiento pueda ser observado y hasta medido. Pero la única forma de hacerlo es a través de la conducta del sufriente, terreno abonado para el riesgo moral. Naturalmente, tal conducta puede ser fingida (recuérdense los casos, no infrecuentes, de “pacientes” descubiertos por sus compañías de seguros), pero el concepto de riesgo moral no implica fingimiento, sino que refiere al simple hecho de que cuando se cuenta con un seguro, aumentan las probabilidades de que sucedan aquellas cosas cubiertas por el seguro.

Y esto supone que la única forma de medir el sufrimiento no inducido es la conducta de los individuos en ausencia de seguro, situación que nos permite observar cuánto está dicho individuo dispuesto a invertir para librarse del sufrimiento. Una vez que se cuenta con un seguro médico, el único modo de escapar al riesgo moral es la definición de la cobertura en términos de enfermedades o lesiones. Y diremos que curarlas constituye un tratamiento.

3.2. Lo debido y lo obligatorio

Podemos, por los motivos mencionados, mantener la distinción entre tratamiento y mejora. Pero conviene notar que ni aún así la distinción coincide con otras con las que habitualmente se supone que coincide y que le prestan su aparente relevancia. En especial, la distinción entre tratamiento y mejora no puede traducirse sin más a, ni tiene porqué coincidir con, la de tratamientos que consideramos obligatorios y los que no. Y no coincide por ninguno de sus dos extremos.

En uno de los extremos, y debido precisamente a la propia limitación de recursos y el carácter ilimitado de la demanda, no consideramos que sea obligatorio tratar o prevenir ni siquiera todos los casos de enfermedad o lesión. Algunos de estos casos pueden parecernos banales y podemos pensar que los recursos deben asignarse con preferencia a casos que revisten mayor importancia. Puede que pertenecer a la categoría de tratamiento contra enfermedad sea condición necesaria, pero desde luego es difícil mantener que sea suficiente.

El otro extremo muestra que tampoco es condición necesaria. Un buen ejemplo lo constituyen los tratamientos anticonceptivos y el aborto. El uso de medios anticonceptivos desde luego previene algo, un embarazo, pero este estado no constituye una enfermedad ni representa, en la mayoría de los casos, un riesgo para la salud. Sin embargo, en muchos países, incluido España, se consideran dentro de la oferta básica de los seguros médicos, incluida la seguridad social.

4. …Y para qué no

Por las razones expuestas, puede que la distinción entre tratamiento y enfermedad sea útil para separar lo que se debe ofrecer en un seguro de lo que no, siempre que tengamos en cuenta determinadas consideraciones. En primer lugar, como hemos visto, que la distinción no coincide exactamente con lo que de hecho consideramos obligatorio en este sentido, sino solo a grandes rasgos.

En segundo lugar, y de manera más importante, que usada de esta manera la línea que divide el tratamiento y la mejora cambia con relativa facilidad y es sumamente contextual. Según las disponibilidades técnicas, el precio de los servicios y los recursos disponibles desplazaremos la línea hacia uno u otro lado. Si tenemos alguna duda al respecto, no tenemos más que comparar nuestro concepto de salud con el de nuestros padres y, más aún, con el de nuestros abuelos. Acudimos al médico, porque nos sentimos mal, y el médico nos atiende, por motivos que en otro tiempo parecían, caso de ser notados, absolutamente desdeñables. Sencillamente, tenemos más posibilidades de satisfacer la demanda. Y si los recursos disminuyen, como de hecho está sucediendo en estos momentos, la línea volverá a moverse.

Sin embargo, los críticos del uso de las tecnologías biomédicas para fines de mejora, pretenden utilizar la distinción entre tratamiento y mejora para algo completamente diferente: para diferenciar, en el campo de la intervención biomédica, entre lo moralmente permisible y lo no permisible. Tal pretensión es excesiva. Como algunos han señalado17, no se puede afirmar sin más que no es moralmente permisible que los individuos se procuren servicios que los seguros no tiene obligación de prestar. Tal afirmación rozaría lo extravagante. Ni siquiera sería posible extraer esta conclusión si pudiéramos (lo que no se sigue de inmediato) afirmar que lo que los seguros están obligados a ofrecer coincide con lo que les debemos a los demás. Que los demás no estén obligados a procurarme algo está muy lejos de significar que es moralmente inaceptable (impermissible) que yo me lo procure a mí misma. Esta conclusión solo puede extraerse de un razonamiento que muestre que el uso de las tecnologías biomédicas con fines de mejora tiene algo intrínsecamente malo.

Esto es precisamente lo que Sandel se propone hacer. Para ello utiliza suposiciones cuestionables, como la mencionada acerca de que la salud es un bien limitado, junto con una peculiar teoría acerca de la moral cuyo análisis excede el propósito de este trabajo. Pero sin entrar a considerar los méritos de su propuesta, creo que no es implausible afirmar que, dados los problemas que hemos considerado respecto a la definición de los conceptos involucrados y a la arbitrariedad de la frontera marcada entre lo que consideramos tratamiento y lo que consideramos mejora, sería como poco sorprendente que una distinción que es útil para separar los servicios médicos que se incluyen en un seguro, sirviera también para hacer juicios sobre lo moralmente permisible. Más bien podemos esperar que, como sucede con la línea que divide a los menores de los mayores de edad, ambas no coincidan. Las autoescuelas no admiten como alumnos, en nuestro país, a los menores de 18 años. Pero esto no significa que hacerlo sea moralmente inaceptable.

Bibliografía

Aristóteles, Ética a Nicomaco

Allen y Fost (1990): D. B. Allen and N. C. Fost, “Growth Hormone Therapy for Short Stature: Panacea or Pandora’s Box?” Journal of Pediatrics 117:1 (1990): 16-21

Boorse (1977): “Health as a Theoretical Concept”, Philosophy of Science, vol 44.

Bostrom y Roache (2008) “Ethical Issues in Human Enhancement” en New Waves in Applied Ethics, ed. Jesper Ryberg (Palgrave Macmillan).

Buchanan et al. (2000): From Chance to Choice, Cambridge University Press.

Daniels (1994): “The Genome Project, Individual Differences, and Just Health Care” en Justice and the Human Genome Project, Timothy F. Murphy and Marc A. Lappé, Editors, University Of California Press, Berkeley · Los Angeles · Oxford, 1994.

Gottfredson y Deary (2004): “Intelligence Predicts Health and Longevity, but Why?”, Current direction in psychological science, Vol. 13. Nº 1.

Hastings Center Report (1996): “Specifying the goals of medicine”, The Hastings Center Report, Nov-Dec, 1996. Accesible en http://findarticles.com/p/articles/mi_go2103/is_n6_v26/ai_n28677387/

Sandel (2004): “The Pursuit of Perfection: a Conversation on the Ethics of Genetic Engineering”. Conferencia transcrita en http://www.pewforum.org/Science-and-Bioethics/The-Pursuit-of-Perfection-A-Conversation-on-the-Ethics-of-Genetic-Engineering.aspx

(2007): Contra la perfección. La ética en la era de la ingeniería genética, Marbot ediciones.

Savulescu (2009): “Mejora genética” en ¿Decisiones peligrosas? Una bioética desafiante.

Sear (2006): “Height and Reproductive Success How a Gambian Population Compares with the West”, Human Nature, Vol. 17, No. 4, pp. 405-418

Notas

1. Esta definición no solo aparece en ese texto, sino que desempeña en ocasiones un papel positivo. Por ejemplo, es la que aparece en la Ley Orgánica 2/2010 de 3 de marzo, de salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo, actualmente vigente en España.

2. Esta definición concreta, que en lo sustancial coincide con las otras de las que tenemos conocimiento, está extraída del diccionario médico de Merrian-Webster.

3. El concepto de normalidad dista de ser claro. Más bien al contrario, es probablemente uno de los más debatidos en bioética. Aunque aquí se menciona, al hilo de la definición, de manera acrítica, más adelante se cuestiona precisamente que significa exactamente lo “normal”. De hecho, gran parte de este trabajo se basa en cuestionar el uso acrítico del término “normal”.

4. Este margen de edad es absolutamente arbitrario y se utiliza solo como ejemplo. Cualquier otro límite, quizá más realista y adecuado, que se quisiera establecer cumpliría exactamente la misma función en mi argumentación.

5. Este ejemplo, nada fantasioso, es habitual en las discusiones sobre estos temas y, hasta donde yo se, fue empleado por primera vez en Allen y Fost (1990). Puede encontrarse, por ejemplo, en Daniels (1994) Buchanan et al. (2000).

6. En el caso de España, estaba aprobada para el tratamiento de cinco patologías: síndrome de Turner, síndrome de Prader-Willy, déficit de hormona del crecimiento, crecimiento intrauterino retardado e insuficiencia renal crónica

7. La administración de la hormona del crecimiento es eficaz en todos los casos, aunque sus resultados son mejores cuando los padres son altos.

8. Ver por ejemplo Sear (2006)

9. Las razones de Daniels para matizar el concepto de Boorse en este sentido son más complejas, y están relacionadas con su peculiar teoría acerca de las obligaciones que tenemos con los demás en el terreno de la salud. Como en el caso de la teoría moral de Sandel, aquí tampoco nos ocuparemos de este punto.

10. En realidad, el concepto de salud como funcionamiento normal requiere un grupo de referencia constituido no sólo por miembros de la misma especie sino de la misma edad y sexo. La altura normal es un buen ejemplo. Sin embargo, aquí no introducimos esta complicación pues el ejemplo es relativo al cociente intelectual, que no es distinto en hombres y mujeres y resulta muy estable a la largo de la vida.

11. Estoy suponiendo que el cociente intelectual mide la inteligencia. Esta suposición es controvertida, pero podemos admitirla como ejemplo.

12. Ver por ejemplos los citados en Gottfredson y Deary (2004)

13. O’Toole and Stankov (1992), citado en Gottfredson and Deary (2004)

14. Aristóteles 1094 a.

15. Para un análisis detallado de este punto, puede consultarse el Hastings Center Report (1996)

16. En Buchaman et al. (2000) capítulo 4 aparecen algunos ejemplos ilustrativos a este respecto.

17. Ver por ejemplo Buchanan et al (2000), 108.

Received: 06-06-2012

Accepted: 19-08-2012