Por una teoría normativa de la comunicación a la altura de los tiempos:
¿más derecho, más política, más ética?
 (A propósito de la publicación de La agonía del cuarto poder de Carlos Ruiz)

Hugo Aznar
Dpto. de Ciencia Política, Ética y
Sociología
Universidad CEU Cardenal Herrera (Valencia)
haznar@uch.ceu.es

Resumen: El artículo debate un ensayo recientemente publicado sobre la doctrina liberal de la libertad de prensa y sus retos actuales. En primer lugar, presenta brevemente el recorrido histórico de la doctrina liberal que hace el ensayo, así como los principales retos a los que se enfrenta hoy esta doctrina por los cambios en los medios.   Y luego pasa a discutir con más detalle qué instancia normativa debería contribuir más a mejorar los medios.
Mientras que el ensayo insiste en el papel del derecho por su mayor efectividad, el artículo defiende un protagonismo específico de la ética argumentando que: la disonancia entre doctrina y realidad no es exclusiva de ahora; la autorregulación tiene una función propia; el derecho también tiene limitaciones a la hora de mejorar la comunicación social y puede conllevar riesgos; y el déficit propio de nuestro país es más de cultura democrática y cívica que de leyes.

palabras-clave: libertad de prensa / esfera pública / doctrina liberal de la libertad de prensa / ética de la comunicación / autorregulación periodística

Abstract: The article debates an essay recently published on the liberal doctrine of the freedom of press and its current challenges. First, the article presents briefly the historical course of the liberal doctrine that the essay outlines, as well as the principal challenges which the above mentioned doctrine confronts today because of the changes in the mass media. Afterwards the article passes to discuss with more detail what normative sphere should help more to improve the mass media. Whereas the essay insists on the role of the law due to its efficiency, the article defends the specific role of ethics, arguing that: the dissonance between doctrine and reality is not exclusive of our time; self-regulation makes a specific contribution; the law also has limitations when improving social communications and can carry risks; and the deficit of our country is more of a democratic and civic culture than of laws.
Keywords : liberty of the press / public sphere / liberal doctrine of liberty of the press / ethics of the media / mass media self-regulation


1. La difícil andadura de los estudios normativos de la comunicación1
Los estudios normativos de la comunicación no lo tienen fácil. La necesidad de contar con concepciones normativas de los medios, de su papel y su actuación parece fuera de toda duda dada su importancia. Sin embargo la labor de investigación y docencia dedicada a estas cuestiones no suele recibir el reconocimiento académico y público merecido.
Para empezar, los estudiosos de la comunicación siempre se han sentido más cómodos con planteamientos empíricos, a lo sumo sociológicos y, ya forzando mucho las cosas, hermenéuticos o culturalistas. Pero han recelado en cambio de las propuestas hechas desde ámbitos más normativos. Habitualmente las han visto como intromisiones ajenas, que además pretendían decir qué se debe o no hacer. Desde el ámbito normativo se suele buscar información en obras que aborden la comunicación desde perspectivas empíricas y técnicas, y en investigaciones sociológicas y encuestas profesionales que reflejen la realidad; pero en cambio, es más raro que en estas investigaciones se consulten o citen las aportaciones hechas desde planteamientos normativos. El resultado es que el estudio de su dimensión normativa suele tener escaso eco en el ámbito académico de la comunicación.
Cambian poco las cosas desde el otro extremo, el de la ética. Se habla mucho de ética aplicada, pero muchas veces se trata de proclamas genéricas, que apenas bajan al terreno de los problemas concretos de cada ámbito. Atender a estos retos, conocer su literatura, sus protagonistas y sus leyes, consultar los códigos o las encuestas profesionales, etc., queda para investigadores más especializados. La paradoja llega al extremo cuando no es raro el congreso o la actividad relacionados con algún ámbito de la ética aplicada en el que se invita a abrirlo a alguien que no tiene reparo en hacer este tipo de proclamas genéricas, y que en verdad ha trabajado poco (a veces nada) estos problemas concretos. Tampoco aquí quienes hacen aplicada la ética suelen recibir el reconocimiento esperado.2
Los estudios normativos de la comunicación se enfrentan además a un reto que quizás no sea tan pronunciado en otros ámbitos profesionales: la indiferencia de los profesionales. Para empezar, se parte aquí de un singular divorcio entre universidad y profesión periodística que se produce nada más abandonan los estudiantes las aulas (e incluso antes) y que hace que sean excepción los que vuelven a visitarlas o frecuentarlas. Aunque faltan datos comparativos, no sería difícil encontrar al periodismo entre las profesiones con menor nivel de formación permanente, con los índices más bajos de asistencia a cursos de reciclaje (si es que hay), de suscripción a revistas profesionales o de lectura y seguimiento de novedades bibliográficas o resultados de investigación sobre su actividad. La atención hacia las cuestiones normativas, quitando algunos profesionales particularmente implicados, es muy escasa; o se limita a repetir el estribillo de la importancia de las cuestiones éticas de la comunicación, pero sin dedicarle a eso tan esencial algo del esfuerzo o la atención oportunos. Estando más que nunca el debate sobre estas cuestiones en la calle, son paradójicamente en muchos casos los propios profesionales de la comunicación los que menos atención les dedican.
Es lógico que esta falta de interés acabe trasluciéndose en las propias aulas donde se forman los profesionales. Sobre el interés (quizás fuera mejor decir sobre los prejuicios) de los estudiantes de periodismo hacia las cuestiones normativas de la comunicación, son reveladores los datos de una encuesta realizada hace unos años en varias universidades españolas. A la pregunta sobre las cualidades para ser periodista, respondían, primero, “tener buenas relaciones con los políticos” y, segundo, “tener buena presencia”; apareciendo varios puestos más abajo y en último lugar, “ser objetivo e imparcial” (Humanes, 2005, 15). 3  Un buen indicio de la actitud predominante entre los estudiantes frente a las asignaturas normativas, uno de cuyos objetivos es transmitirles y hacerles reflexionar sobre… ¡las cualidades que menos valoran para su ejercicio profesional!
El resultado de todo ello es el escaso eco con que suelen recibirse las aportaciones de la investigación y la reflexión sobre la dimensión normativa de la comunicación social.4Una atención que casa mal con la importancia que los medios tienen en nuestra vida social, cultural y política. Sirva esto de preámbulo a la discusión de algunos puntos de una obra recientemente aparecida en nuestro país (Ruiz, 2008), que nos brinda así la oportunidad de conjurar el escaso eco que suele acompañar las publicaciones en este campo, por relevantes que sean. Su título, La agonía del cuarto poder, anticipa de modo paradójico su contenido: cuando la influencia y el protagonismo de los medios es mayor que nunca, lo que agoniza es el papel que les fue atribuido en el reparto de poderes de las sociedades democráticas. De ahí su subtítulo un tanto sombrío: Prensa contra democracia, según el cual los medios casi entrañarían hoy un riesgo para la correcta marcha de nuestras sociedades. Sobre la base de este planteamiento, la obra aborda tanto los fundamentos normativos históricos de ese papel, tal y como los formuló el liberalismo, como sus desviaciones actuales, planteando la necesidad de una nueva teoría “que determine cuál es el papel de la prensa hoy y qué garantías pueden establecerse para su cumplimiento” (2008, 16). 5

2. A vueltas con la tradición liberal
Cualquier revisión normativa de la comunicación social ha de partir de la doctrina liberal de la libertad de prensa. Esta conforma el entramado de los supuestos claves que acompañan la conceptualización del papel y la función de los medios en nuestra sociedad y a ella hay que acudir –como punto de partida y/o como supuesto a superar– cuando se trata de encontrar respuestas a la situación actual. De ahí que la obra dedique su mayor parte a hacer un repaso a esta fundamentación de la doctrina liberal de la prensa, repaso que el autor divide en los tres grandes ejes normativos de la moral, la política y el derecho. En ello sigue, como no puede ser de otro modo, la senda establecida por otras reconstrucciones de este período moderno, particularmente la ya paradigmática de Habermas (1994), debidamente complementada con otras aportaciones más recientes que complementan a aquella al insistir más en la influencia de los aspectos técnicos, como la de Briggs y Burke (2002), o en una perspectiva más sociológica y contemporánea, como la de Thompson (1998).
La doctrina liberal tiene su trasfondo histórico en la convergencia de varios elementos configuradores de la Modernidad. El primero, la imprenta, que permitió la producción en masa de libros, panfletos y periódicos, y con ello el acceso material generalizado a la cultura impresa. El segundo, la Reforma protestante, que consideraba esencial la lectura de la Biblia, así como poder interpretar libremente su significado. Se configuró así, no sin dolorosos avatares, una cultura que promovía la alfabetización, alentaba la lectura y la publicación de textos, y favorecía el pluralismo interno y el debate en las sociedades del Norte de Europa y de América. El paradigma liberal se construyó en gran medida a partir de la secularización histórica y la  traslación a la sociedad civil y la vida política de este aprendizaje histórico. De exportarlo a la sociedad civil y secularizarlo se ‘encargó’ la cultura de la conversación surgida en torno a los salones y los cafés del siglo XVIII, referente social paradigmático de la Ilustración. Cultura que dio forma a la idea de un público dialogante, capaz de debatir sobre gustos, puntos de vista y opiniones distintos sobre la base del respeto a unas reglas básicas de mesura, tolerancia y saber escuchar; donde el valor de la ocurrencia, la elegancia o el humor dejaban atrás la imposición del dogma y la verdad única.
La doctrina liberal se configuró definitivamente al pasar al campo político. El protagonismo principal lo adquirió entonces la prensa, que complementó la cultura del libro y articuló un nuevo debate público sobre la dirección política de la sociedad. Las claves políticas del paradigma liberal toman así forma: la prensa como ágora mediática —espacio de discusión y esclarecimiento colectivo—, contrapoder —vigilando y denunciando al poder—, y fuente de instrucción e implicación ciudadanas. Sin embargo, esta plasmación política del paradigma liberal vino muy pronto acompañada de los primeros testimonios de las discrepancias entre teoría  y práctica. Así el testimonio personal de Jefferson, blanco de un periodismo político ya poco riguroso. Y el precursor y lúcido análisis de Tocqueville, que también anunciaba los males de una prensa libre. Pero aunque ambos destacaron las paradojas del funcionamiento real de la prensa, también antepusieron el valor fundamental y las ventajas de la libertad de información para una democracia.
Restaría la genealogía jurídica: cómo la libertad de prensa se fue garantizando en el Estado de derecho a través del reconocimiento programático de ciertos derechos y la regulación de su protección y desarrollo. Esta genealogía jurídica es menos habitual en las reconstrucciones históricas del paradigma liberal, a no ser en las que se aborda precisamente desde una óptica jurídica. Pero al llamar la atención sobre este plano jurídico se anuncia una cuestión que el autor concretará después: la de “si la autorregulación deontológica como parte de la moral es la única legitimada para salvaguardar la libertad de información” (Ruiz, 2008, 176), o si, como se destaca en este capítulo, resulta imprescindible el derecho para hacerla realmente efectiva. Lo que aplicado a la situación actual significaría que, igual que en su día se plasmaron jurídicamente los rasgos clave del paradigma liberal, hoy habría que hacerlo también con aquellas medidas necesarias para enmendar una situación que cada vez se ajusta menos a lo esperado. Pero antes falta la última parte de la historia.

3. La paradoja liberal y cómo afrontarla
A la genealogía histórica de la concepción liberal le sigue la paradoja liberal: la constatación de que la actuación de los medios se haya muy alejada del ideal liberal, lo que alienta  la “inquietante convicción” de que se ha producido un significativo desplazamiento del papel de la prensa en el marco de la democracia liberal sin que tengamos del todo clara cómo abordar la nueva situación (Ruiz, 2008, 279).6 Y todo ello fruto de unas transformaciones de los medios y su actividad  que llevan más de un siglo destacando diferentes sociólogos, politólogos, comunicólogos, estudiosos de la opinión pública, etc., conformando una vasta literatura crítica que resulta muy difícil abordar conjuntamente.7
Seguramente el efecto distorsionador más amplio y también el más denunciado sea el provocado por la configuración empresarial de los medios, seguramente la mayor amenaza para los fundamentos morales de la libertad de información al anteponer el logro del beneficio a toda costa y ajustar los contenidos a sus intereses particulares.8 Ruiz identifica éste como el mayor reto de la situación actual, llegando a hablar de una nueva censura privada –quizás dejándose llevar en exceso por un uso metafórico del lenguaje–. A ésta se suman además otras distorsiones:
— La conversión de la opinión pública en mecanismo para imponer ciertas opiniones, en espiral de silencio, en mera suma de las preferencias individuales o en opinión publicada; fenómenos considerados, entre otros, por Lippmann, Noelle-Neumann o Sartori.
— La complejización del mundo social y las dificultades de los medios para dar cuenta de ello, algo que ya ocupó a Lippmann y Dewey a comienzos del siglo XX.
— Las desvirtuaciones de origen técnico –del telégrafo, la radio o la televisión– que habrían preocupado a autores como Mumford, Postman o, nuevamente, Sartori.
— Y las estructurales, derivadas del propio funcionamiento de los medios y la actividad de sus profesionales. Sociólogos como Bordieu o periodistas como Ramonet han denunciado el exceso de ruido informativo, la circulación circular de los contenidos, y un largo etcétera de prácticas o rutinas que sólo por existir dañan el contenido de los medios.
Y a todo esto se sumaría el silencio de los periodistas, que si bien muchas veces se origina en su propio contexto de víctimas de las contradicciones del sistema, la precariedad laboral o la impotencia, tampoco faltan ocasiones en que proviene de explotar su posición de privilegio o simplemente de una llamativa indiferencia hacia las consecuencias de un ejercicio incorrecto de su actividad.9
El resultado no es sólo que no se cumplan las expectativas del modelo sino que incluso él mismo pueda estar en riesgo. Una situación que se produce al combinar los privilegios heredados del modelo liberal –asociados a un funcionamiento o una concepción particulares del papel y la actividad de la prensa– y una actuación real muy distinta. El ideal de la razón ilustrada se ve sustituido por “una especie de razón mediática que es estridente, que peca de exceso en el gesto, que tiene prisa, mucha prisa, porque el tiempo es anuncio”; y el interés  público por “los intereses del público, que se confunden con los intereses de los medios en su lucha por congregar audiencia y venderla a los anunciantes o a los buscadores de influencia” (Ruiz, 2008, 343). Poco que ver con lo que en su día anunciaba el paradigma liberal.
En un contexto así se impone la necesidad de buscar un nuevo ajuste entre modelo y realidad. Una propuesta que debería: actualizar la separación de poderes informativos, que debiera orientarse hoy a poner coto al poder económico en el entorno mediático; garantizar la libertad interna de la prensa y actualizar el concepto de censura para poder afrontar el problema prioritario hoy de la censura privada; garantizar el pluralismo, sin dejarlo al albur del mercado;  y garantizar al ciudadano la información que le permita ejercer y actuar como tal (Ruiz, 2008, 413 y ss.). Y sumar a ello una mayor resistencia de cada periodista, mayor humildad y autocrítica, huyendo de una espectacularización que ha creado “verdaderas estrellas mediáticas en el seno de la profesión”.
He aquí una serie de grandes claves de reforma para ajustar el paradigma liberal a los retos de este siglo. La cuestión que se plantea entonces es sobre qué ámbito normativo debería recaer el protagonismo mayor. Ruiz considera que la importancia del derecho humano a la información en juego, su papel esencial en democracia y las muchas amenazas que pesan sobre su realización efectiva requieren algo más que buenas palabras. Así, la deontología y la autorregulación no serían suficientes para dar respuesta a la dimensión del reto. La voluntad de garantizar y hacer verdaderamente efectivo un derecho esencial para la vida de nuestras sociedades haría imprescindible apelar al papel regulador del derecho. 10 “La democracia dibuja un núcleo de derechos fundamentales para poder existir, y el derecho a la información se encuentra en ese núcleo. La democracia del siglo XXI debe actualizar esos derechos.” (Ruiz, 2008, 397). Sería necesario por tanto actualizar las normas del derecho para garantizar la libertad y el derecho a la información. En este sentido, incluso la propia ética reclamaría su desarrollo a través del derecho, al parecer única instancia capaz de darle verdadera efectividad:
“La ética reclama un esfuerzo para reconducir la situación y no encuentra otra solución ante la urgencia del problema que pedirle al derecho que reconduzca la licencia, que garantice la libertad de información” (Ruiz, 2008, 419)
Pero es en relación a este protagonismo del derecho que comienza nuestra particular discrepancia con el autor. Y precisamente la importancia de la cuestión en juego es la que hace importante el debate sobre este punto, lo que nos lleva a plantear algunas dudas al respecto.    

4. Protagonistas ante la tarea: ética, autorregulación y derecho 
Conviene comenzar reconociendo que todavía queda cierto margen para el desarrollo legal de la libertad de información en nuestro país y que obviamente cuanto antes se complete dicho margen mejor será para el bien y los derechos en juego en esta importante cuestión. Este desarrollo tiene que ver sobre todo con la (se supone que inminente) aprobación de la ley audiovisual. Además de acabar con la dispersión legislativa existente y establecer un cierto orden común en el sector, la ley, tal y como se deja ver en sus anteproyectos, lleva a cabo una importante actualización del derecho de la información en este ámbito, así como de la articulación a través suyo de otros importantes derechos como los de participación ciudadana, de los consumidores, los discapacitados o las minorías; a todo lo que la nueva ley dedica bastante atención. Pero seguramente la consecuencia más destacada será la definitiva puesta en marcha del consejo audiovisual nacional, cuya falta suponía un déficit grave en relación al resto de Europa y a los propios compromisos de nuestros gobernantes, déficit sobre el que la Unión ya nos había reconvenido en más de una ocasión. 11 La creación de este consejo, con capacidad sancionadora, seguramente permitirá dar mayor efectividad a las garantías de la libertad de información y la comunicación precisamente tratándose del medio de mayor influencia social. Contribuirá así a poner coto a algunos de los excesos y desmesuras de las televisiones –incluidas no pocas veces las públicas– con los que hemos convivido en las dos últimas décadas y que tanto daño han hecho a la cultura y la sociedad españolas, en especial a los más pequeños (Aznar, 2005b, 105 y ss.) Bienvenida por tanto una ley que por fin nos equipara a Europa y resuelve una carencia que ya era escandalosa.
Mucho más difícil es saber qué suerte correrá la otra prometida ley acerca del Estatuto del Periodista Profesional. La Propuesta de ley que en su día presentaron las organizaciones de periodistas contemplaba un importante desarrollo de las garantías de la libertad de información tanto en el interior de los medios –por ej., haciendo obligatorios los consejos de redacción— como en general, al incorporar un código ético y una comisión deontológica que debía velar por su cumplimiento y disponía de capacidad sancionadora incluso sobre los medios. 12 Pero el contenido de la Propuesta llevada al Congreso se desdibujó en su mismo punto de partida, comenzando por el cambio de posición de un sector de la profesión. La prioridad de la aprobación y aplicación de la mencionada ley audiovisual, las dificultades derivadas de la actual crisis económica y lo conflictivo de la propia Propuesta presentada en su día, con gran oposición dentro y sobre todo fuera de la profesión, hacen que el futuro de esta otra ley sea bastante incierto, dilatado en el tiempo y quede en cualquier caso bastante alejada de las expectativas iniciales, ciertamente muy ambiciosas. 13 
Bienvenidas sean estas contribuciones de las normas legales a la mejora de la libertad y el derecho a la información, máxime si van en la dirección de equipararnos al marco europeo en el que nos movemos. Sin embargo, que la ley y los tribunales constituyan en principio la garantía más efectiva de la libertad y el derecho de la información no significa que sean la única solución y que las otras alternativas no deban de jugar su propio papel; e incluso tampoco significa que no haya aspectos en los que el derecho no pueda alcanzar la efectividad deseada y pueda en cambio suponer algún riesgo. Veámoslo.
4.1. La distancia entre modelo y realidad
Lo primero que conviene tener presente es que la distancia entre el modelo legitimador y la realidad efectiva no es exclusiva de ahora. Es posible que en la actualidad la distancia sea especialmente amplia; o que algunos de los riesgos provocados por esa distancia –tanto en la política como en otros ámbitos de la vida social— sean mayores debido al papel central de los medios en nuestras sociedades. Pero hay que evitar presentar esta situación como única o exclusiva, de modo que nos induzca a buscar una solución particularmente efectiva y perentoria, y desestimar otras menos eficaces o más a largo plazo. Practicar una cierta pedagogía de la catástrofe (como, por ejemplo, reconocía hacer Sartori (1998) para denunciar los peligros actuales de la cultura televisiva) puede ser útil para provocar, hacer tomar conciencia de la situación o motivar a la gente a actuar; pero también puede llevarnos a equívocos a la hora de buscar o plantear soluciones. Con esta reflexión no quiero sumarme a los optimistas o los integrados; la situación merece ciertamente toda nuestra atención. Pero hay que prevenir que esto nos induzca a considerar, por ejemplo, que únicamente el derecho puede resolver el problema y que la ética sólo puede que limitarse a reclamar la intervención de las leyes.
De hecho, las distancias entre el modelo y la realidad han existido siempre. Quizás la tendencia a ver la situación del pasado a través de los autores y sus obras y la actualidad a través de hechos y acontecimientos introduzca de manera implícita un cierto sesgo hacia la presentación un tanto ideal del pasado y hacia la consideración más ‘realista’ del presente. Esta es una de las críticas más comunes que se le ha hecho a la paradigmática reconstrucción habermasiana: su tendencia a idealizar el pasado y, consiguientemente, a ver el presente en términos exclusivamente de decadencia. 14 Sin embargo, es común encontrar ya muy temprano, incluso en los textos de quienes defienden la libertad de imprenta o de prensa –casi siempre allí donde esa libertad ya ha sido conquistada–, las críticas a los perniciosos efectos de las publicaciones más alejadas del modelo ilustrado, que acompañaron desde siempre la producción bibliográfica o periodística más seria; o, más tarde, a los excesos de una prensa que hace un uso inapropiado de su libertad. De hecho, Ruiz refleja muy bien esto en su capítulo dedicado a la genealogía política, ya que en él lo que más espacio tienen son los lamentos y advertencias tanto de Jefferson como de Tocqueville ante los excesos y los males de un ejercicio impropio de la libertad de prensa en su tiempo, en cierta medida previos a la revolución comercial que a partir de 1830 y sobre todo de 1890 llevarían al modelo actual de medios.
Pero me permito recordar un ejemplo anterior muy representativo, como es el de Daniel Defoe. Representativo porque proviene de un reconocido escritor y periodista, defensor de la Modernidad y de la libertad de expresión –él mismo sufrió pena de cárcel por este motivo–; representativo por lo temprano que se produce, ya que es de 1704, apenas década y media después de la Gloriosa Revolución que dio fin a los gobiernos absolutos Inglaterra y justo diez años después de haberse derogado –o no renovado—, en 1694, la Ley de Autorizaciones, la ley de imprenta que establecía el control previo de las publicaciones y cuyo final habitualmente se considera la fecha de instauración de la libertad de prensa en Inglaterra. 15 Y, por último, representativo por sus argumentos, ya que Defoe inicia su breve ensayo sobre la regulación de la prensa (1704/1978) haciéndose eco de las quejas “de todo el mundo” acerca del libertinaje y los daños públicos causados ¡por la libertad de imprenta! –si bien reconoce que es más difícil afirmarlo que probarlo, y sobre todo que encontrar remedio para ello—. Y acaba el ensayo proponiendo como remedio la intervención del derecho, la aprobación de una ley que establezca determinadas prohibiciones, concretas y punibles, evitando en cambio el peligro mucho mayor de volver al régimen de control previo generalizado por parte de un organismo encargado de decidir qué se podía publicar o no, fuente de incertidumbre, arbitrariedades y corruptelas. De manera que tanto la constatación de las diferencias entre el modelo y la realidad, como incluso la propuesta de una intervención más concreta del derecho han acompañado a la libertad de prensa prácticamente desde que existe.
Visto en esta perspectiva, y sin minusvalorar la gravedad de la situación o de los riesgos actuales, quizás se vieran como más normales y comunes a lo largo de la historia tanto la denuncia de las discrepancias entre modelo y realidad como la búsqueda de respuesta a las mismas. Y así ver la situación actual no tanto como una excepción sino como algo común a esa misma historia. Rebajada así la perentoriedad de la situación presente, quizás también se atenúe la necesidad de encontrar en la eficacia del derecho la única respuesta posible a la situación. Lo que permite considerar otras alternativas.
4.2. El papel de la autorregulación
En relación al papel de la autorregulación como garantía de la ética de la información, Ruiz realiza un par de afirmaciones que conviene matizar. La primera es la de que a raíz de la aprobación de la Constitución, en España se habría hecho una apuesta por la autorregulación periodística (Ruiz, 2008, 17). Pero si esta afirmación tiene sentido histórico entonces creo que no es del todo exacta. En aquellos años más bien se apeló –o simplemente no se apeló sino que no se hizo nada en otro sentido— a la libertad sin más. Seguramente como efecto rebote frente a la censura moral y política franquista, se tendió a pensar que la mejor alternativa era la libertad más plena y hablar de cualquier otra alternativa, incluida la autorregulación, generaba de inmediato los recelos de unos y otros. Esta misma apuesta favoreció que con los años se impusiera la lógica empresarial del mercado sin que los periodistas estuvieran en condiciones de hacerle frente. Pero lo que no se hizo en su día fue una apuesta por la autorregulación. Basta considerar un dato comparativo: el primer código de ética periodística en España, el del Colegio de Periodistas de Cataluña, se aprobó en 1992, catorce años después de la Constitución. En cambio, la media de tiempo que tardaron los Países del Este en  revisar sus antiguos códigos de ética periodística o aprobar otros nuevos, tras la Caída del Muro, fue de unos cinco años. 16 Este retraso de década y media de los periodistas en contar incluso con un código de ética –el mecanismo de autorregulación más básico— obliga a matizar la afirmación de que esta apuesta autorreguladora se hiciera temprano. Yo diría que esta apuesta se ha hecho común entre las organizaciones profesionales más bien en los últimos diez o quince años, si bien es un tema en el que incluso hoy no se sienten muy implicados el común de los periodistas. No se trata en todo caso de una cuestión de fechas; lo importante es lo que se sigue de ellas: que esta apuesta más bien reciente por la autorregulación le ha restado fortaleza, difusión y conocimiento entre los propios periodistas, por no hablar ya del público. Y esto sí es un elemento fundamental a la hora de hacer balance de su eficacia actual.
También se afirma que los empresarios “prefieren la dulce autorregulación sin sanción” (Ruiz, 2008, 307). Como afirmación genérica seguramente es cierta, pero también conlleva algunos equívocos que conviene matizar. El primero es destacar que la apuesta por la autorregulación en nuestro país no sólo no es exclusiva sino que ni tan siquiera es propia de los empresarios. Es cierto que en cuanto se plantea algún debate sobre alguna cuestión de ética de la comunicación, los empresarios se llenan la boca en seguida a hablar de autorregulación; pero lo cierto es que estos mismos empresarios, ni individualmente –quitando algunas iniciativas aisladas— ni colectivamente, han hecho absolutamente nada por promover la autorregulación conjunta en España. 17 La posición del empresariado ha sido más bien defender la desregulación propia del mercado, que no debe confundirse con la autorregulación. La apuesta por la autorregulación es más bien distintiva de un sector representativo de la profesión periodística, como viene defendiendo en los últimos años la FAPE y antes el Colegio de Periodistas de Cataluña.
También cabe matizar la expresión de “dulce”. Es cierto que la queja más frecuente hacia la autorregulación es que su carencia de capacidad sancionadora fuerte le resta efectividad para lograr el ajuste de la comunicación al paradigma ético.18 En este punto la ventaja de la sanción legal es evidente. Pero esto tampoco significa que la autorregulación pueda considerarse dulce o carente de cualquier efectividad sancionadora. Para empezar, poner en marcha medidas de autorregulación (desde un defensor del público hasta un consejo de prensa) comporta costes económicos y dedicación; y tiene también sus efectos ‘ingratos’ para quienes infringen las reglas del buen periodismo. Cierto que prácticamente ninguno de los mecanismos de este tipo existentes en el mundo impone sanciones económicas, pero la sanción moral también es importante y no deja de suponer un factor que podría enmendar en algún sentido la conducta de los medios. Al fin y al cabo los medios dependen mucho de su credibilidad y la condena moral de un organismo independiente apoyado por el conjunto de la profesión y de los empresarios tendría sin duda algún impacto en la opinión pública, comenzando por los propios seguidores de ese medio o ese profesional (por ej., si se le obligara a hacer pública en sus páginas dicha condena moral).
A la vista de estas consideraciones sobre la autorregulación –que llevaría varias décadas sin resultados, que es una apuesta interesada de los empresarios y que carece de capacidad sancionadora efectiva–, podemos imaginar la conclusión final sobre su papel. El autor se pregunta si “garantizar la libertad interna de la prensa, la independencia del periodista, y limitar el poder de la empresa sobre el contenido del temario para que no pueda ejercer la censura privada. ¿Pueden hacer esto la deontología y los mecanismos de autorregulación que intentan hacerla efectiva?”. Y su respuesta es obviamente que no (Ruiz, 2008, 400 y ss.).  Sin embargo, a nuestro juicio la respuesta no es tan rotunda.
Para empezar, y a la vista de lo que acabamos de señalar, esta conclusión resulta prematura. Los mecanismos de autorregulación requieren tiempo: para generar acuerdos e impulsarlos, para crearlos y darlos a conocer, y para que tengan eco entre los propios profesionales, los medios y el público; suele haber además pruebas y errores que dejan algunas iniciativas en el camino. Hablamos por tanto de décadas. De modo que es pronto para sacar conclusiones. En este punto, la urgencia de la situación nos puede inducir a buscar respuestas más rápidas, más eficaces a corto plazo; incluso la misma ausencia de debate y eco social que debería acompañar este tipo de cuestiones e iniciativas, como denunciábamos al principio, contribuye a reclamar un mayor y más inmediato protagonismo del derecho.
La otra matización se refiere al alcance de la autorregulación. Y aquí es conveniente recalcar que su papel no es sustituir al derecho, al mínimo regulador del derecho, sino complementarlo. La eficacia sancionadora del derecho siempre queda para los casos más graves;19 mientras que la autorregulación se orientaría a complementar la labor del derecho, contribuyendo por su parte a hacer más efectivas la deontología y la ética de la comunicación.20  En este sentido no hay que cifrar sobre la autorregulación unas expectativas excesivas, porque esto mismo puede inducir después a considerar que no da la talla y a desincentivar su puesta en marcha.21 La lógica en este punto debe ser la de sumar aportaciones; y en este sentido la autorregulación hace la suya propia que, por pequeña que pueda parecer, se convierte en fundamental dada precisamente la importancia de lo que está en juego aquí.
4.3. Limitaciones y riesgos del derecho
Sin embargo, tampoco la apuesta por el derecho está libre de dificultades y aún de riesgos. Para empezar, el funcionamiento del derecho tiene una serie de condicionantes que limitan su eficacia a la hora de prevenir los hechos y sobre todo las consecuencias derivadas de actuaciones incorrectas de los medios de comunicación. En primer lugar, el derecho es lento; los procesos judiciales acumulan retrasos de varios años que en asuntos relacionados con la libertad de expresión y de información, al ser frecuente recurrir incluso al Tribunal Constitucional, pueden tardar más de una década en fallarse. Es cierto que esto no es achacable al derecho sino a la falta de recursos de la administración de justicia; pero lo cierto es que en la vida diaria la dilación de sus fallos condiciona su capacidad preventiva y más aún el resarcimiento del daño. Durante el tiempo que se dilata la justicia la persona no verá restituidos su honor, su imagen, etc. También el elevado coste de los procesos, acentuado por este mismo alargamiento, puede ser un elemento disuasorio al tener que enfrentarse a empresas mediáticas con gran disponibilidad de fondos y experiencia. En otros casos, la naturaleza de la falta, aunque pueda afectar mucho a la persona quizás no lo sea tanto desde el punto de vista jurídico, con lo que la incertidumbre de la posible resolución también disuade del recurso a los tribunales. Con esto no se quiere sugerir que el derecho no sea esencial para resolver excesos producidos en el uso de la libertad de información y poner coto a la actitud de algunos periodistas y medios. Pero su eficacia es probable que quede reducida a los casos más flagrantes o evidentes, siendo que en el mundo de la comunicación abundan las situaciones de descontento con el tratamiento recibido o dado por los medios. Lo cual hace ver la utilidad de contar con mecanismos de autorregulación que permitan resolver de modo más rápido, a menor coste y con una cierta reparación moral más inmediata el daño producido a los afectados, o que les den voz frente a las todopoderosas empresas de comunicación –algo que en muchos casos es suficiente y lo único que se pretende—, reservando la actuación del derecho para los casos más graves e importantes.
Pero hay razones más cruciales que limitan la eficacia del derecho en la evitación de los malos usos de la libertad de información. Una nueva limitación afecta a las situaciones que probablemente pueden tener más importancia desde el punto de vista de la salud democrática o la vida cultural de una sociedad. Se trata de aquellos casos en los que no se produce un daño a individuos o entidades concretas sino a colectivos, bienes o asuntos genéricos, de modo que nadie puede reclamar ante los tribunales. 22 Basta recordar, por ejemplo, asuntos conflictivos recientes –incluso cabría hablar en algunos casos de campañas– como la inmigración, la teoría de la conspiración del 11M o el rechazo a los productos catalanes. Salvo que las informaciones mediáticas afecten a personas o entidades concretos, tengan un perfil muy preciso o constituyan una incitación directa a la violencia, es difícil que el derecho pueda hacer algo en estos casos, tratándose en ocasiones de los que más daño pueden hacer a la vida política y la convivencia democrática de un país.
Y más difícil lo tiene aún el derecho cuando se trata de poner remedio a problemas derivados de situaciones que ni afectan a una única persona ni responden tampoco a una intencionalidad dolosa, sino que son efectos negativos que resultan de las desvirtuaciones técnicas o sistémicas de los medios, como sus rutinas o prácticas productivas. Algunos de estos problemas tienen efectos muy importantes desde el punto de vista social y cultural, pero no está nada claro que el derecho pueda resultar efectivo frente a ellos. Bastantes de los efectos perjudiciales a los que Ruiz dedica su atención en el capítulo sobre la paradoja liberal tienen este perfil (Ruiz, 2008, 279 y ss.). Es difícil articular medidas jurídicas frente a problemas como los efectos negativos de las rutinas productivas apuntados por Bourdieu, las desvirtuaciones técnicas destacadas ya en su día por Mumford o más recientemente por Sartori, o fenómenos complejos de la opinión pública como la espiral de silencio señalada por Noelle-Neumann.
Todo esto a mi juicio pone de relieve que el derecho no puede presentarse como la panacea que pueda resolver los problemas de la libertad de información y el funcionamiento de los medios en nuestras sociedades. Nadie puede negar el papel esencial que el derecho cumple como garantía jurídica mínima de los derechos y los bienes básicos de la vida y convivencia sociales; pero no cabe esperar que el derecho lo solucione todo. De modo que la ética de la comunicación tampoco debe limitarse a reclamar la intervención del derecho; más bien debe defender y promover su propio papel precisamente por las limitaciones del derecho.
Y también por los riesgos del derecho. Para ser exactos, no tanto los riesgos del derecho en sí cuanto de quienes lo promueven; ya que el derecho lo es a partir de una decisión política previa y es ésta la que puede dar ocasión a riesgos intervencionistas y tentaciones de un uso excesivo del poder. Así, Ruiz recalca que en el caso de España hemos pasado de la censura política a la económica y que es ésta la que debemos enfrentar ahora, lo que le lleva a reclamar una mayor voluntad política y un mayor protagonismo del derecho. Sin embargo, quizás haya que insistir en que la experiencia democrática española es muy reciente, los trasfondos sociológicos de mentalidades poco democráticas siguen estando ahí y siempre subsisten las tentaciones permanentes de cualquier poder –incluso en democracia– de excederse en su ejercicio y sus funciones. El derecho liberal se ha constituido históricamente como un derecho garantista frente a estos riesgos; pedirle que vaya más allá es siempre arriesgado y debe hacerse con mucha precaución.
Todo esto puede sonar exagerado pero aquí conviene volver a traer a colación la propia realidad. Yo escribo estas líneas desde una Comunidad, la Valenciana, en la que después de más de tres décadas de régimen democrático todavía tenemos una televisión pública donde la práctica de la censura y la manipulación es diaria.23 Estos mismos días además, marzo de 2010, hemos asistido con estupor a un episodio más de censura pura y dura, cuando el Presidente de la Diputación de Valencia, Alfonso Rus, del PP, ha obligado a retirar una exposición de fotografías de la Unión de Periodistas Valencianos de un museo público –para colmo del absurdo, ¡precisamente el Museo Valenciano de la Ilustración y la Modernidad!–  porque aparecían fotografías del Caso Gürtel. Todo lo cual refleja una mentalidad y un modo de actuar de una clase dirigente de un partido que, a la vista de estos hechos, si tuviera más oportunidades de intervenir no hay muchas dudas de en qué sentido lo haría. Si en la Comunidad Valenciana disponemos de información local no sujeta a censura es porque existen empresas periodísticas privadas, ni públicas ni fruto de concesiones públicas amañadas. 
Por si quedara alguna suspicacia política o ideológica, conviene recordar lo ocurrido en los años noventa con el gobierno del PSOE. Cuando comenzaban a aparecer los primeros casos de corrupción relacionados con el entorno del gobierno de Felipe González, se estaba discutiendo también el futuro Código Penal –conocido como “el de la democracia”, ya que era el primero que se aprobaba en el marco de la Constitución— y en alguno de sus anteproyectos se contempló añadir a los delitos de calumnia e injurias, relacionados con la libertad de expresión, el de difamación –que tan sólo había existido en España bajo la dictadura de Primo de Rivera–. No es difícil presumir que su introducción o la amenaza de su introducción respondía al interés de amedrentar a los medios a la hora de sacar informaciones conflictivas no probadas, entre ellas las de corrupción. Esto creo que refleja bien que la tentación de usar el poder –y las leyes– en beneficio del poderoso siempre existe. 24 
No quiero que todo esto se interprete bajo la intención de proyectar una sombra de sospecha permanente o generalizada sobre la clase política o sobre su actividad legisladora, que cuestionara además cualquier intervención o medida legal, máxime estando en un régimen democrático y existiendo unas garantías constitucionales claras. Pero también conviene tener presente que en este tipo de cuestiones la pretensión de ir más allá de un garantismo mínimo, incluso con el buen ánimo de promover bienes y valores como los asociados al derecho y la libertad de información, puede dar ocasión a un intervencionismo que con cualquier excusa o fundamento pueda volverse en contra de estos mismos bienes. Este es un riesgo del que no está a salvo nadie, incluso en aquellos países que primero alumbraron y articularon políticamente estas libertades. 25 
Si las ventajas no son tan claras como podrían parecer y existe además algún riesgo en juego, quizás no sea tanta como podría parecer la conveniencia de invocar al derecho. O sirva para salvaguardar un protagonismo específico para la ética, no reduciéndola al papel de reclamar la ayuda del derecho. Y en esto conviene insistir ahora.

5. Ciudadanía crítica  y democrática  
Incluso al margen de las limitaciones y los inconvenientes ya mencionados, hay un último aspecto que, de forma más genérica, también conviene dejar apuntado. Se trata de señalar que hay un cierto trasfondo último de contradicción –por bienintencionada que sea— en querer promover la libertad a través de la ley, más allá de las garantías y los desarrollos más básicos de estas libertades. La autonomía debe promoverse y ejercerse a través del propio desarrollo y ejercicio de la autonomía. Y esta es una tarea fundamentalmente de la ética. A mi juicio, la tarea de la ética no es reclamar que el derecho venga en su auxilio; sino justo lo contrario: conseguir que el derecho sea lo menos necesario posible, se trate tanto de las leyes como de los tribunales. Y aquí es donde creo que hay un déficit importante y una tarea urgente que llevar a cabo.
Creo que el gran reto pendiente no es tanto un aumento del protagonismo del derecho cuanto de la cultura democrática y cívica de nuestro país, todavía deficitaria. De hecho, hay un buen número de leyes que incluso nos sitúan a la cabeza en muchos ámbitos legislativos, pero que luego sencillamente no se llevan a la práctica. Basta citar el derecho de los consumidores –de los receptores, en este caso— o las leyes de creación de los canales autonómicos, que, como decía antes, conviven en más de un caso con situaciones de manipulación y censura informativa propia de otras épocas. Un ejemplo a recordar es el de la Ley Orgánica 2/1997, de Cláusula de Conciencia, casi única a nivel de derecho comparado, aprobada con acuerdo político mayoritario, que protege al periodista en su defensa de la ética periodística y que, pese a todo, tan sólo ha sido reclamada en nuestro país ¡en un solo caso! a lo largo de sus 13 años de vigencia (32 años si contamos desde la inclusión de esta figura en el artículo 20 de la Constitución). 26 Esto sugiere que el problema no es tanto de las leyes, cuanto del contexto social y cultural de su (no) aplicación; es decir de la cultura democrática y cívica en la que aquellas adquieren sentido y efectividad plenas, y en la que se hecha en falta una mayor autoexigencia profesional y un mayor compromiso ciudadano.
He mencionado el caso las episodios de manipulación, censura, programación zafia, persecución de los periodistas y corrupción económica que lleva protagonizando la Radio Televisión pública de la Comunidad Valenciana durante más de una década, agravados si cabe con los casos de corrupción más recientes. Pues bien cuando la oposición le reclama en sede parlamentaria al gobierno autonómico un cambio de actitud éste apela a unos resultados electorales y a unas encuestas de intención de voto que le han dado y le siguen dando la mayoría electoral absoluta. Y cuando algunos colectivos cívicos han llamado a la movilización ciudadana en defensa de una televisión pública que simplemente cumpla la ley que la rige, se han sumado cuatro gatos; ni tan siquiera los periodistas han acudido a reclamar la libertad que tanto costó ganar. Creo que esto revela que lejos de estar el problema en las leyes, está en la calle, en una ciudadanía que olvida la responsabilidad que tenemos todos y cada uno de nosotros con el sostenimiento de los valores y principios de un sistema y una cultura democrática. Una sociedad democrática madura debería de ser muy consciente de que su primera prioridad es la salvaguardia colectiva de las reglas del juego. Algo que Ruiz tiene de sobra presente cuando afirma que  “el ciudadano también es responsable de esta situación (…), ha de entender que la defensa de los derechos fundamentales debe hacerse cumpliendo deberes” (2008, 428). Una defensa que comienza por exigir firme y permanentemente a su clase dirigente y a las instituciones públicas un funcionamiento y una conducta acorde con los valores y exigencias del sistema democrático; empezando por el estricto cumplimiento o la puesta en práctica de las leyes existentes y los valores que las sustentan. Si esta exigencia ciudadana falla, si esta responsabilidad cívica colectiva falla ya pueden haber más y más leyes que seguirá produciéndose su incumplimiento allí donde interese. Si la frustración ante la situación nos hace reclamar más leyes, creo que sólo estaremos retroalimentando un proceder de escasa utilidad, por mucho que se trate de derecho.
Para fomentar esta cultura, esta actitud comprometida y exigente lo que se requiere es más bien educación y compromiso, cultura cívica. Una educación que, en el tema de la comunicación que nos ocupa, debería partir ante todo de la toma de conciencia de la importancia de estas cuestiones para la vida individual y colectiva de una sociedad: debería partir de enseñar cómo y cuánto costó gestar la tradición liberal de la libertad de expresión e información en la que nos movemos, cuál es su sentido y su alcance último y lo mucho que todos –empezando en primer lugar por los periodistas– debemos contribuir a su vigencia y fortaleza. Algo que Ruiz no sólo hace sino que también recalca en su obra: “Deberíamos comenzar por el sistema educativo, en todos sus niveles, que debería reflexionar sobre la importancia de fomentar esa exigencia, ese respeto democrático por la libertad de información” (2008, 417). Una cultura democrática no puede basarse sólo en leyes que si no van acompañadas de algo más se quedan en mera letra o poco más; requiere también, como bien señala Ruiz, adhesión interna y eso es ética: “El pluralismo necesita la adhesión interna y autónoma de los medios, de los periodistas y de los ciudadanos, y eso nos devuelve a la cultura democrática. A la escuela, a las instituciones y a los propios medios.” (2008, 428). De esta manera si antes se insistía en que la ética requería al derecho para hacerse más efectiva; ahora las cosas se dan la vuelta: es el derecho el que se queda en poco si falta la adhesión interna y pública que sólo da la ética. Ahora es el derecho el que reclama la asistencia de la ética para resultar plenamente efectivo. “Un ciudadano crítico siempre es contrapoder de la prensa. Es la máxima garantía de una opinión pública libre.” (Ruiz, 2008, 431). 
La primera exigencia para que se dé este compromiso es que la sociedad esté en forma, lo que requiere que el debate acerca de estas cuestiones esté siempre vivo y sea capaz de concitar el interés y la participación de cuando menos una parte de la sociedad. De lo contrario, una sociedad reblandecida y cívicamente irresponsable, capaz de aceptar cualquier cosa, puede llevar a que “el grito ¡Sapere aude!, lanzado desde Königsberg, ya no consiga entusiasmar más que algunos profesores y archiveros.” (Ruiz, 2008, 25). Si esto ocurre, la cultura liberal y con ella la democracia moderna a la que ha dado pie, estará nuevamente en peligro de enmagrecer.


Bibliografía
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Sartori, Giovanni (1998): Homo videns. La sociedad teledirigida. Madrid, Taurus.
Thompson, John B. (1998): Los media y la modernidad. Una teoría de los medios de comunicación. Barcelona, Paidós.


Notas
1. Este artículo se incluye dentro del I+D PRCEU-UCH 12/09, cuyo IP es el propio autor.
2. Iniciativas como esta Revista y su foro contribuyen a que esta situación cambie y se favorezca un debate realmente a nivel de las éticas aplicadas.
3. Se hizo en las universidades de Valencia, Carlos III y Ramón Llull. El título del especial de Le Monde diplomatique donde apareció era, cómo no, “Medios de comunicación en crisis”.
4. Con la excepción del derecho, en el que suele prestarse más atención a estas contribuciones, debido a su aplicabilidad a la hora de configurar o discutir nuevas leyes, sentencias, etc.; a que los jueces y otros profesionales del derecho sí suelen conocer o consultar las novedades bibliográficas de su especialidad, así como las revistas especializadas; y a que en el mundo académico del derecho sí es habitual la práctica de leer y citar no sólo los antecedentes judiciales o legales, sino también la literatura crítica de su campo. Todo lo cual da mayor eco a las obras e investigaciones que se publican. En todo caso, esta atención viene sobre todo del propio campo jurídico y no del de la comunicación al que se aplica.
5. Una teoría que el autor apellida de “política” y que quizás hubiera sido mejor denominarla “normativa”, de modo más genérico, algo que tiene que ver con lo que discutiremos más adelante.
Ruiz se siente particularmente identificado con este reto por haber experimentado las contradicciones del periodismo cuando lo ejercía, lo que le llevó en 1995 a buscar en la universidad un entorno más propicio para dar cuenta de la situación, concretamente a la Fac. de Comunicación Blanquerna de la U. Ramón Llull. Esta misma motivación le ha llevado a cruzar las habituales barreras entre disciplinas, uniendo a su formación y experiencia periodística el manejo de los clásicos modernos y de las obras contemporáneas de sociología y estudios de la comunicación.
6. Este es un planteamiento estándar que no por común deja de ser esencial. A las contribuciones ya citadas más arriba se puede sumar alguna aportación española en este mismo sentido, como la obra de referencia de Saavedra (1987).
Sobre este planteamiento de revisión y actualización histórica del paradigma liberal para ajustarlo a los retos de la actualidad vengo trabajando también estos años, algo que, si bien de forma breve por tratarse de un artículo, ya deje apuntado en Aznar, 2002. Espero poder concluir pronto una aportación más completa al respecto.
7. A diferencia de la historia del paradigma liberal, de la que existen versiones estandarizadas que nos dan una visión unitaria, la gran dificultad para una teoría normativa de los medios es organizar sistemáticamente el vasto entramado de estudios y teorías sobre los efectos distorsionadores producidos por los medios actuales, paso previo para plantear respuestas a los mismos. Es muy difícil un repaso sistemático de este tipo ya que llevamos más de un siglo de producción bibliográfica sobre los efectos de los medios –desde su influencia en la democracia hasta la incitación a la violencia o la anorexia entre adolescentes, pasando por sus efectos sobre la cultura  y el desarrollo social–, la mayoría de las veces además con resultados o conclusiones contradictorios; también sobre la causa principal de los mismos –si económica, empresarial, técnica, profesional, etc.–; y todo ello abordado desde disciplinas muy distintas –periodismo, política, estudios culturales, ética, etc.–. Quizás la presentación más completa y accesible sea la de McQuail (2000).
8. Vid. nuestro propio análisis del mismo y la bibliografía allí citada, Aznar, 2005a, 69-104.
9. Para una denuncia muy crítica de la actitud de los periodistas españoles, vid. Ortega y Humanes, 2001.
10. En esto coincide con Escobar Roca (2002), una de las más contribuciones más significativas en este campo de los últimos años, más lógica al proceder del propio ámbito académico del derecho.
11. Todos los países de Europa, salvo Luxemburgo por motivos obvios, cuentan con este organismo, lo cual ya de por sí desmiente a quienes denuncian su creación como intervencionista y contraria a las libertades, argumentos que también se dejan oír ocasionalmente entre las filas del PP, que ha mostrado en este asunto una política errática. Más bien su creación nos situará definitivamente en consonancia con el resto de Europa. Y con algunas autonomías españolas donde ya existe y ha llevado a cabo una notable labor en estos años, como en Cataluña, y también en Andalucía y Navarra. Uno de los primeros acuerdos a favor de su creación tuvo lugar en 1995, ¡hace década y media!, como resultado de la labor  de la Comisión Especial del Senado sobre los Contenidos Televisivos presidida por Victoria Camps.
12. Lo que habría contribuido a una de las principales reclamaciones que plantea Ruiz: “Una ética de la información debe considerar imprescindible que el derecho garantice esa libertad interna dentro de los medios para proteger la autonomía del periodista. (…) Que la defensa de la libertad interna de la prensa y la prohibición de la censura privada constituya una parte esencial de ese mínimo regulador del derecho” (2008, 408).
13. Zapatero se comprometió en su día a aprobar dicha ley en la anterior legislatura, pero su estudio se alargó posteriormente hasta agonizar en la Comisión del Congreso correspondiente. Sobre la Propuesta inicial, vid. Escobar Roca, 2002; Aznar, 2005b, 155y ss. Aunque difícilmente se retomará tal cual dada la oposición suscitada y el cambio de postura incluso de la propia FAPE, la organización más representativa de los periodistas, la Propuesta marca un punto de referencia de las aspiraciones normativas de la profesión periodística española.  
14. Este es el tono común de las críticas de signo más histórico recogidas en Calhoun (1992), especialmente las de Schudson, Zaret, Eley y Garnham. Vid. t. un resumen de este debate en Melton (2009, 15 y ss.)y sus propias aportaciones.
Este planteamiento de Habermas podría incluso –y esto es decir más de lo que suele escucharse— haber influido excesivamente en su obra posterior, al plantearla como una reconstrucción filosófica del modelo, en vez de cómo una indagación sobre los modos más concretos de hacer frente a los retos actuales de la esfera pública. O sobre sus propuestas, también excesivamente sesgadas a favor del derecho y en detrimento de la acción propia y autónoma de la sociedad civil, un tanto limitada a reclamar la intervención de aquél.
15. Sobre esta ley y los argumentos esgrimidos por Locke para su derogación en el debate parlamentario correspondiente, vid. Aznar, 1992.
16. Para la historia de los códigos éticos periodísticos v. Aznar, 2005a, 31 y ss. Los datos se desprenden del cuadro recogido en la p. 40.
17. Y cuando han suscrito algún acuerdo de este tipo, lo han hecho presionados por el Gobierno, con reticencias y sin un compromiso sincero de cumplimiento. El ejemplo más reciente, el Código de Autorregulación sobre contenidos televisivos e infancia suscrito en 2004 por las televisiones españolas y sistemáticamente incumplido por ellas mismas (Aznar, 2005b, 135 y ss.).
18. El principal motivo de oposición a las aspiraciones contenidas en la ya citada Propuesta de Ley de Estatuto del Periodista Profesional era precisamente que contemplaba crear un organismo con capacidad sancionadora fuerte, tanto hacia los profesionales –retirándoles su acreditación como periodistas—como hacia los medios –mediante multas económicas proporcionales a sus ingresos–.
19. Se me ocurre en este punto traer a colación, por ej., la retahíla de condenas judiciales, con importantes sanciones económicas, que en los últimos años acumula Jiménez Losantos y las que todavía están pendientes, lo cual es una buena prueba de que en los casos más graves el derecho sí actúa. Si bien este mismo ejemplo también podría servir para probar, como en seguida discutiremos, que ni tan siquiera la eficacia del derecho es plena aquí, dada la libertad con la que pese a todo este periodista y ahora también empresario de la comunicación sigue actuando.
20. Sobre la autorregulación en la comunicación, de modo más completo, vid. Aznar, 2005a, 9-30. Sobre el papel genérico de la autorregulación como complemento del derecho en diferentes ámbitos de actividad pueden verse Esteve Pardo (2002) y Darnaculleta (2005), ambos desde el propio entorno jurídico.
21. Un riesgo en el que el propio autor no deja de incurrir cuando afirma que el periodista “debe ser consciente de que la deontología no sólo es impotente para resolver los graves conflictos que aquejan a la libertad de información, sino que a veces se convierte en una trampa ideológica que beneficia a los empresarios” (Ruiz, 2008, 432). Es posible que insistir demasiado en que la ética de la comunicación pasa exclusivamente por la responsabilidad del periodista  puede contribuir a desviar la atención sobre problemas clave como las desvirtuaciones sistémicas o empresariales de los medios (Aznar, 2005a, 68). Pero hay que ser cuidadoso al afirmar esto, ya que su responsabilidad sigue siendo la principal: son sobre todo los periodistas quienes deben asumir como propia la defensa de la ética de la actividad que han elegido ejercer. Sin conciencia deontológica cabe hacer muy poco por la mejora ética de la comunicación: es ésta conciencia la que debe exigir también a otras instancias (empresas, clase política, anunciantes, etc.) respeto y cumplimiento éticos.
22. Estas limitaciones del derecho ya fueron planteadas en su día por Walter Lippmann, uno de los primeros autores en considerar estos problemas en el marco de la nueva sociedad mediática emergente y en un país que, como EEUU, fue el primero en generalizar la cultura del recurso a los tribunales en los casos de daños a los derechos y los bienes individuales. Lippmann planteaba estas limitaciones del derecho no en su clásico La opinión pública, que Ruiz conoce bien, sino en una obra breve anterior que casi le sirvió de prefacio, Libertad y prensa (Lippmann, 1920/2010). En ella insiste en la dificultad, por el coste o la incertidumbre, del recurso a los tribunales cuando se trata de daños a las personas causados por la prensa. Pero en plena efervescencia de lo que se conocería como Red Scare y otras campañas de propaganda recientes, Lippmann recalcaba la práctica inutilidad del derecho a la hora de evitar informaciones manipuladoras que afectaban a colectivos como inmigrantes, países extranjeros, etc. Como las campañas de la prensa de Hearst, primero contra los españoles y más tarde contra los japoneses, basadas en burdas manipulaciones e informaciones exageradas o falsas acerca de las costumbres o la conducta de estos países, que predisponían a la opinión pública incluso a intervenciones bélicas, como en el caso de Cuba. En ninguno de estos casos había afectados concretos que pudieran recurrir a los tribunales ni hubiera sido fácil probar su falta de veracidad dado el tono genérico de las afirmaciones.
23. La programación de RTVV es además de las más zafias y a la vez más bajas en audiencia de España, tiene un déficit estructural astronómico que no deja de crecer y en el que se han dado episodios todavía sin juzgar en los que ha habido un (presunto) desvío de fondos de varios millones de euros a tramas corruptas, incluso con un motivo como fue la visita del Papa a Valencia. En el colmo de la situación, recientemente su Vicepresidente, histórico miembro del PP local, ha tenido que dimitir acusado de acoso sexual por varias periodistas de la cadena pública. El circo de los horrores.

24. Precisamente como alternativa y respuesta a esta amenaza, el Colegio de Periodistas de Cataluña aprobó en 1992 el primer código de ética periodística de nuestro país. El mensaje de esta respuesta era que es mejor autorregularse que un exceso de regulación.
25. Considérese la política de censura informativa bajo la presidencia de Bush con la excusa de proteger la intimidad de los soldados fallecidos y no causar daño a sus familiares, o de garantizar la seguridad militar del país, y que Obama se ha apresurado a suspender.
26. Sobre esta ley y su sentido ético, v. Aznar, 2005a, 197 y ss.