La valoración de la capacidad del paciente: ni depende del riesgo, ni es un mero resultado

José Luis Fernández Hernández

Universidad Complutense de Madrid

joself01@ucm.es

Pablo Herranz Hernández

Universidad Autónoma de Madrid
pablo.herranz@uam.es

Laura Segovia Torres

IES Carpe Diem de Fuenlabrada

laura.storres@gmail.com

Resumen: Tras hacer un repaso del concepto de capacidad y su valoración, se analiza el principio de que la capacidad de los pacientes para tomar decisiones médicas depende del riesgo. Aun teniendo cierta aceptación en la literatura bioética, son muchas las críticas que suscita ya que puede ser la puerta de entrada a actitudes paternalistas. Por otro lado, se subraya la idea de la valoración de la capacidad como un espacio de colaboración en el que se otorgan ayudas al paciente para que pueda decidir sobre su vida. No parece éticamente aceptable plantear la evaluación como un simple dictamen. La evaluación de la capacidad puede ser a veces imposible o intranscendente. En definitiva, la evaluación de la capacidad es un procedimiento que, bien utilizado, puede permitir que el paciente pueda hacerse cargo de su vida. Mal utilizado, puede ser la puerta de entrada a actuaciones paternalistas injustificadas.

Palabras clave: bioética; competencia mental; consentimiento informado; ética médica; paternalismo

Es conocido el derecho básico de cada paciente de tomar decisiones autónomas con respecto a su atención médica (Ley 41/2002 de Autonomía del Paciente, LAP) y que el consentimiento informado se basa parcialmente en la capacidad de los pacientes para utilizar la información recibida y hacer con ella una elección significativa. Se entiende que la determinación de la capacidad es un elemento clave para cumplir con los requisitos de respeto a los principios de autonomía y beneficencia. En palabras de Navío y Ventura (2014, p.4) la evaluación de la capacidad “es fundamental para lograr un equilibrio adecuado entre el respeto de la autonomía de los pacientes que son capaces de tomar decisiones informadas, y la protección de las personas con deterioro en la capacidad para evitar consecuencias negativas de una mala decisión”. Se trata, por un lado, de no saltarse la autonomía del paciente en salvaguarda de su bienestar y, por otro lado, de prevenirse ante un injustificable respeto a su autonomía que lo ponga en riesgo (Villagrán et al., 2014).

La necesidad de determinar la capacidad no tendría sentido en una relación clínica paternalista como la imperante hasta hace relativamente pocos años. Quizá a ello obedece el que la atribución de esta potestad a los médicos no haya hecho aparición en el derecho objetivo sanitario hasta la llegada de la LAP, y que sí ostentan, curiosamente, los notarios en el Código Civil desde el siglo XIX1 (Simón-Lorda, 2008). Efectivamente, según la LAP, cuando, a criterio del médico responsable2 de su asistencia, el paciente no sea capaz de tomar decisiones, se otorgará el consentimiento por representación. Por tanto, es el médico responsable quien ha de valorar la capacidad del paciente. Además, la ley es parca en la delimitación de la capacidad y se limita a enunciar que un paciente es capaz para dar el consentimiento informado cuando tiene entendimiento y voluntad suficientes, pero no establece criterio objetivo alguno, ni forma práctica de medición para llevarlo a cabo (Simón-Lorda, 2008).

1. Competencia y capacidad

Estos dos términos suelen generar confusión por el propio significado del concepto y por la influencia del inglés y sus entradas “competency” y “capacity”. Una de las dificultades estriba en que estos vocablos del inglés se corresponden peor en significado con aquellos cuya voz en castellano tiene características gráficas y fonéticas más similares, convirtiéndose prácticamente en “falsos amigos” cruzados.

“Competency” sería un término jurídico, que haría alusión al reconocimiento legal de las aptitudes psicológicas para tomar determinadas decisiones. Sería equivalente a la capacidad de derecho o legal de nuestro sistema jurídico. Sin embargo, “capacity” sería más bien una expresión psicológica y clínica (no legal) referida a las aptitudes mentales necesarias para tomar determinada decisión, siendo evaluada por médicos, psiquiatras, psicólogos y notarios, equiparable a la “capacidad de hecho” o “natural” (Simón-Lorda, 2008). Esta se traduce a veces al lenguaje español como “competencia” y no como “capacidad”, que sería lo más correcto en opinión de algunos autores (Navío y Ventura, 2014). Este artículo se ocupa de la aptitud psicológica y por ello se utiliza exclusivamente el término “capacidad”. En las escasas ocasiones en que se alude al reconocimiento legal de la misma, el término se acompaña del adjetivo “jurídica” para su desambiguación.

Según señala Boyle (2019), se considera que existen tres bases potenciales para evaluar la capacidad: el enfoque de ‘estado’, donde la capacidad se determina por si alguien tiene o no una discapacidad mental, el enfoque de ‘resultado’, donde la capacidad se determina por la prudencia (o no) de la decisión tomada y el enfoque de ‘función’ (o “proceso”), donde se evalúa cómo se produce la toma de decisiones por la persona. La distinción no es ociosa ya que, si la forma en que la persona llega a la decisión es determinante, una persona puede ser capaz, aunque padezca algún tipo de discapacidad mental o a pesar de tomar una decisión que se considere insensata o imprudente. Este último es el adoptado en la mayoría de las jurisdicciones, incluida la española.

2. ¿Qué se entiende por capacidad de decisión?

La literatura (Appelbaum y Grisso, 1988; Marson et al., 1995; Roth et al., 1977) configura la capacidad en torno a cuatro componentes o criterios (comprensión, apreciación, razonamiento y expresión de una elección). En la actualidad, se los reconoce normalmente como dimensiones diferentes de un constructo general, la capacidad, y los cuatro deben estar presente para que se considere que una persona está en condiciones de tomar decisiones médicas. Por tanto, una persona es capaz si entiende el tratamiento y sus riesgos y beneficios, aprecia las consecuencias personales de su elección, toma una decisión racional de tratamiento y expresa adecuadamente esa opción. (Appelbaum y Grisso, 1998; Roth et al., 1977).

La comprensión precisa de cierta capacidad para recibir y retener información médica relevante, comprender el lenguaje, conceptos sofisticados relacionados con la enfermedad y las opciones de tratamiento, y recordar información para su aplicación en futuras decisiones médicas (Peterson, 2019)

Una característica definitoria de la apreciación es la capacidad de reconocer que la información médica se relaciona con la propia condición y tratamiento (Owen et al., 2009). Un paciente puede ser capaz de entender la información médica pero no ser capaz de referenciarla sobre sí mismo. Por ello, la comprensión no implica apreciación y ha de demostrarse de forma independiente (Peterson, 2019).

El componente de razonamiento se refiere a la presencia de un proceso de argumentación, por ejemplo, la capacidad de participar en un razonamiento consecuente y comparativo y de manipular la información racionalmente (Palmer y Harmer, 2016). Ya se indicó que, en un enfoque funcional (Boyle, 2019), la capacidad se determina por el proceso de toma de decisiones, no por el contenido de la decisión de un paciente. El paciente es capaz si puede explicar su decisión de una manera que sea consistente con sus propios objetivos y planes de vida, aunque esa contravenga el consejo médico.

El cuarto componente, la expresión, se refiere a la capacidad de comunicar una decisión. La expresión es la capacidad de indicar, verbalmente o de otra manera, una decisión médica. En principio, puede parecer un componente poco importante. Sin embargo, requiere al menos tener presentes dos precauciones. En primer lugar, un paciente con todos los componentes cognitivos de la capacidad intactos podría ser considerado incapaz porque no puede comunicarse verbalmente (Peterson, 2019). La segunda, plantea la situación inversa a la anterior. El paciente puede carecer de alguno de los otros componentes de la capacidad, pero ser capaz de expresar convincentemente una opinión (Abu Snineh et al., 2017).

Una de las críticas que se hacen a este modelo reside en su enfoque cognitivo, ya que deja escapar otros elementos de la enfermedad mental que socavan la autonomía decisional, como el impacto de estas enfermedades en las creencias y emociones (Charland, 1998; Mackenzie y Rogers, 2013). Algunos autores (Tan et al., 2006; Charland, 2001; Charland, 2006) señalan la necesidad de explorar los valores, puesto que comprometen la capacidad de toma de decisiones, pero no son convenientemente recogidos por los test de capacidad. Ello ha generado cierto debate3 (Tan et al., 2006; Craigie, 2011; Foster, 2013; Grisso y Appelbaum, 2006).

3. Dificultades en la determinación de la capacidad

El consentimiento informado tiene su sostén principal en la posibilidad de determinar la capacidad del paciente. Sin embargo, la determinación de la capacidad de decisión plantea todo tipo de dificultades (Epstein, 2008; Bruno et al., 2013, Zürcher et al., 2019), especialmente en psiquiatría (Pouncey y Merz, 2019, p.274). El problema central es que se traza una línea entre aquellos que tienen capacidad para tomar decisiones de los que no la tienen, aunque la realidad de la capacidad psicológica para ejercer la elección no es binaria (Donnelly, 2006), fluctúa a lo largo de la vida (Jackson, 2018) y se desconocen sus procesos (Hubbeling, 2014). Además, la evaluación de la capacidad tampoco debe obviar la autonomía funcional, la posibilidad de ejecutar lo decidido (Seoane, 2010).

Las dificultades en la determinación de la capacidad también pueden venir del lado de quienes son llamados a realizarla. Cabe plantearse la idoneidad del médico, de cualquier médico, para valorar la capacidad del paciente. El hecho de que no se exija una formación en evaluación de la capacidad (o una titulación en psicología, neuropsicología o la especialidad de psiquiatría), sugiere que dicha atribución obedece más bien a criterios pragmáticos o consuetudinarios4. En este sentido, es relevante el estudio de Er y Sehiralti (2014) con pacientes psiquiátricos hospitalizados, en el que los autores quisieron comparar los resultados de las evaluaciones de la capacidad llevadas a cabo por médicos, enfermeras, familiares, así como los ofrecidos por el instrumento MacCAT. No solo encontraron que las evaluaciones realizadas presentaban un nivel de acuerdo deficiente o moderado, sino que, además, fueron las evaluaciones de las enfermeras psiquiátricas las que obtuvieron mayor grado de acuerdo con los resultados del MacCAT.

Adicionalmente, los profesionales no utilizan estándares uniformes para evaluar la capacidad de toma de decisiones (Volicer y Ganzini, 2003) y la presencia de elementos intersubjetivos abre un espacio para que los deseos que no se comparten o no se entienden no sean considerados autónomos (White, 2017). En la práctica, se sopesan varias dimensiones relevantes al mismo tiempo: las consecuencias dañinas, su importancia en cuanto a los propios valores relevantes de la persona, la vulneración de la autonomía y su capacidad de decisión (den Hartogh, 2016).

4. Alcance de la valoración de la capacidad

Una crítica fundamental a la valoración de la capacidad radica en que las intervenciones paternalistas no se justifican simplemente porque se descubra que un paciente no es capaz o que un deseo no es auténtico. El paternalismo requiere el apoyo de argumentos morales independientes (Ahlin, 2018). Martens (2015) considera que la capacidad de toma de decisiones5 es un concepto estéril para justificar el paternalismo ya que requiere un salto de la evaluación de la forma a una conclusión del contenido. La forma no es contenido y cualquier posible relación entre estos dos aspectos de los valores necesita argumentos adicionales.

Los argumentos tradicionales en favor de intervenciones involuntarias, como pueden ser la falta de conciencia de enfermedad o capacidad y la eficacia del internamiento involuntario, están poco fundamentados (Høyer, 2000). Según el autor, la falta de conciencia de enfermedad se acepta acríticamente como una característica del trastorno mental grave, sin plantearse hasta qué punto está realmente afectada o en qué medida se relaciona con la capacidad. Los intentos por medir la conciencia de enfermedad no han pasado de tautologías del tipo: los que están de acuerdo con el psiquiatra tienen conciencia de enfermedad, los que no están de acuerdo no. En cuanto a la efectividad del internamiento, la considera más que discutible. Los estudios son complejos y, a menudo, tienen errores metodológicos. Es difícil elegir criterios de valoración adecuados y la enorme cantidad de factores que influyen en el curso de los trastornos mentales impide determinar cómo influye realmente la coerción. No está acreditado el deterioro de los pacientes no ingresados y, aunque lo estuviese, tampoco sería en sí mismo un motivo para ello. Y, por supuesto, es cuestionable que sea el psiquiatra el encargado de considerar los beneficios frente al daño potencial del tratamiento coercitivo.

Se ha argumentado que debe permitirse siempre a los pacientes tomar sus propias decisiones, y que cualquier uso de la coerción es poco ético por principio, independientemente de las circunstancias. La coerción puede ser considerada intrínsicamente errónea (Anderson, 2017). Algunos autores otorgan tal importancia al respeto a la autonomía que consideran que los pacientes han de tomar sus propias decisiones, aunque otros estén claramente en una mejor posición para velar por su bienestar (Varelius, 2006). Según Bach y Kerzner (2014, p.58) la pregunta no es si una persona tiene capacidad mental para ejercer su capacidad jurídica, sino qué tipos de apoyos se requieren para que la persona ejerza su capacidad jurídica. Fernández et al. (2020) consideran que declarar a una persona incapaz no ha de implicar automáticamente la retirada de su poder de decisión sobre su propia vida, sino que ha de servir como una señal de alerta ante la posibilidad de que, para determinadas decisiones, podría no ser el decisor óptimo ya que un paciente incapaz puede ser el mejor decisor posible. Hubbeling (2014) propone que, en el contexto de las urgencias, se trate a las personas en riesgo inmediato de muerte o discapacidad grave independientemente de su consentimiento. Ello supondría el abandono del respeto a las decisiones tomadas adecuadamente desde un enfoque de proceso o función, en que se evalúa el proceso de toma de decisiones independientemente del desenlace a que conduzca.

5. La incapacidad mental no depende de las consecuencias

Aceptando que la evaluación de la capacidad tenga un papel que jugar, cabe preguntarse cuáles son las guías de acción que rigen la valoración de la capacidad. En este sentido, se consideran una serie de principios. Ventura et al. (2014) señalan los de presunción de capacidad, maximización de la capacidad, libertad de tomar decisiones insensatas, relación (pero no identificación) de la capacidad con el deterioro mental o con el déficit funcional, la dependencia de las consecuencias y posibilidad de cambio de la capacidad, tanto material como temporal. Los autores añaden dos principios más, aunque no son evaluativos sino referidos a la actuación una vez determinada la incapacidad (lo que conecta directamente con la crítica expresada en el apartado inmediatamente precedente); la búsqueda del mayor interés del paciente y la elección de la alternativa menos restrictiva.

El principio de que la (in)capacidad mental depende de las consecuencias es el que se cuestiona en este artículo. Con más motivo, al observar que una reciente publicación científica sobre valoración de la capacidad (Palacios et al., 2020) continúa abrazándolo sin reservas, hasta el punto de afirmar que “para que el paciente pueda decidir, su grado de capacidad debe ser acorde con la complejidad y los riesgos del procedimiento propuesto” (p.260).

Este principio, presente en la literatura bioética española (Simón-Lorda, 2008; Ventura et al., 2014), recoge la idea original de Roth et al (1977), quienes afirman que la capacidad se relaciona directamente con el tipo concreto de decisión que hay que tomar, y que posteriormente dará lugar al concepto de escala móvil de capacidad de Drane (1985) que hace depender la capacidad de la complejidad de las decisiones a tomar. El punto de corte que establezca si el paciente es o no capaz ha de depender de cuál sea la decisión a que se enfrente. No existe un punto de corte fijo, sino que dependerá del nivel de dificultad de la decisión. Así, en decisiones de baja dificultad, la mayoría de las personas serían consideradas capaces, mientras que en las de alta complejidad muchas serían incapaces.

Sin embargo, la idea no está exenta de polémica. Algunos autores se han alzado en contra de esta visión (Wicclair, 1991; DeMarco, 2002; Hermann et al., 2016; Karlawish, 2013). El reproche que se le hace es que la posición paternalista no desaparece (DeMarco, 2002).

Wicclair (1991) cuestiona la afirmación de que un estándar relacionado con el riesgo logre un compromiso óptimo entre la autonomía del paciente y la preocupación por el bienestar del paciente. En efecto, allí donde el riesgo es alto, tal estándar amenaza con unos requisitos inalcanzables; y donde es bajo, no ofrece un mínimo establecido, lo que resulta en estándares demasiado bajos. Por ello, el autor concluye que el nivel de capacidad exigido para la toma de decisiones no debe variar según el riesgo percibido. Karlawish (2013) habla de la tiranía de la medición. Si la capacidad es un juego de números, entonces quien controla los números controla la capacidad y, a su vez, la autonomía.

Hermann et al. (2016) entienden que, en realidad, se trata de un juicio moral y no de una evaluación de la capacidad como habilidad inherente. Imponer mayores exigencias si hay consecuencias graves no es compatible con el concepto de capacidad de decisión como habilidad inherente, porque no estaría definida por un factor externo. Según los autores, la ponderación de los principios morales que dan peso a la protección del paciente juega un papel central en la definición de los valores límite que finalmente determinan lo que se considera capacidad de decisión. En definitiva, la capacidad para consentir puede ser vista como un medio para allanar el camino al paternalismo. No sería un requisito previo independiente de la intervención paternalista, sino un término construido a partir de las consideraciones éticas que la justifican.

Téngase en cuenta que el mayor riesgo que puede entrañar una intervención, el fallecimiento, es un concepto fácilmente comprensible por la mayoría de personas. De hecho, los niños parecen tener una asimilación bastante sofisticada de la muerte a los 6 años (Menéndez et al., 2020). En cuanto a la toma de decisiones de salud que les afectan, en general, los niños de 14 años no difieren de los adultos y los niños de tan solo 9 años parecen capaces de participar de manera significativa (Weithorn y Campbell, 1982).

Por ello, intentar justificar la elevación de los estándares de capacidad en virtud del riesgo parece, en línea con lo señalado por Hermann et al. (2016), una forma de introducir unos valores que van más allá de la estricta evaluación de la capacidad. Por tanto, no parece razonable establecer dependencias entre la capacidad del paciente con el riesgo que entraña la decisión que haya de tomar. En la evaluación de la capacidad, el evaluador debe limitarse a determinar si el paciente es consciente de los riesgos y si es capaz de integrarlos en su toma de decisión. No cabe aumentar el nivel de capacidad exigido en virtud del riesgo ya que sería una forma de vulnerar la autonomía del paciente. Si el paciente entiende y tiene en cuenta esos riesgos, independientemente de que sean elevados, y si el resto de habilidades funciona con normalidad, el paciente ha de ser considerado capaz.

6. No es un mero resultado: valorización de la capacidad

Otro de los principios de la evaluación de la capacidad enunciados por Ventura et al. (2014) es el de maximizar la capacidad de toma de decisiones, esto es, hacer todo lo posible para que las personas puedan tomar sus propias decisiones, antes de decidir la falta de capacidad. Y, efectivamente, cabe considerarlo como el eje sobre el que ha de vertebrarse la valoración de la capacidad. El proceso de valoración no ha de destinarse únicamente a dictaminar si el paciente es o no capaz para la toma de decisiones médicas. Muy al contrario, la misión del proceso ha de estar enfocada principalmente a administrar al paciente las herramientas necesarias que le permitan alcanzar un nivel suficiente en los cuatro elementos que componen teóricamente la capacidad (comprensión, apreciación, razonamiento y expresión de una opinión).

No obstante, esta noción de la evaluación de la capacidad no parece haber arraigado suficientemente. Sigue presentándose como un proceso consistente en categorizar al paciente como capaz o incapaz, lo que casa mal con el principio ético de respeto a la autonomía y con el mandato legal de participación del paciente en la toma de decisiones a lo largo del proceso sanitario (art. 9.7 LAP). Para que la valoración de la capacidad encuentre acomodo ético y jurídico, es preciso sustituir el esquema categorizador, destinado a etiquetar al paciente para determinar qué se le deja hacer, por una concepción potenciadora y adquisitiva, orientada a solventar las dificultades de comprensión, apreciación, razonamiento o expresión encontradas y conseguir, de esta forma, que el paciente pueda hacer su propia elección.

Palacios et al. (2020) introducen el intento de mejora de la capacidad del paciente como un paso más en la secuencia que establecen para valorar la capacidad. Sin embargo, no lo integran como el elemento axial sobre el que ha de girar todo el procedimiento. De hecho, los autores parecen referirse únicamente a aquellas situaciones en que los pacientes presentan una pérdida transitoria de la capacidad “generalmente por problemas agudos”, lo que deja fuera una parte considerable de pacientes que tienen dificultades para otorgar un consentimiento informado y que podrían conseguirlo con apoyo suficiente.

En efecto, factores como la edad, la gravedad de la enfermedad, el deterioro cognitivo, especialmente en pacientes de edad avanzada o con trastornos mentales, pueden afectar la capacidad de decisión de un paciente. La ansiedad del paciente, por su estado de salud o por el miedo a un nuevo procedimiento, puede afectar su capacidad de comprensión. Pero esto también puede deberse a técnicas inadecuadas de comunicación, a la falta de tiempo por parte de los profesionales, negación del problema, la falta de comprensión lectora, etc. (Kadam, 2017).

Obviamente, esta forma potenciadora o adquisitiva de entender la valoración conlleva el empleo de las ayudas necesarias. No es algo nuevo. El mismo artículo 9.7. LAP establece que a la persona con discapacidad6, “… se le ofrecerán las medidas de apoyo pertinentes, incluida la información en formatos adecuados, siguiendo las reglas marcadas por el principio del diseño para todos de manera que resulten accesibles y comprensibles a las personas con discapacidad, para favorecer que pueda prestar por sí su consentimiento.”

Ello conlleva que una guía de valoración de la capacidad tenga que abordar los procedimientos eficaces para la mejora de las habilidades integrantes de la capacidad. Dunn y Jeste (2001) presentan una variedad de intervenciones efectivas para incrementar la comprensión del consentimiento informado, que van desde la retroalimentación corregida o la multiplicación de los ensayos de aprendizaje a la confección y empleo de formularios de consentimiento más organizados o simplificados. Entre las personas con enfermedades psiquiátricas o deterioro cognitivo, se pueden remediar deficiencias en la comprensión por medio de ciertas intervenciones educativas. Kadam (2017) menciona también el empleo de presentaciones audiovisuales o de conversaciones más prolongadas. Obviamente, cada situación asistencial requerirá el empleo de las herramientas apropiadas al caso y sería aconsejable que el personal encargado de la evaluación las conociese.

Desde esta perspectiva, el proceso conlleva una secuencia de acciones algo diferentes. Jones et al. (2005) proponen comenzar con la búsqueda de un trastorno u otra alteración psiquiátrica que pueda afectar significativamente a la capacidad del paciente y determinar si es susceptible de tratamiento. A partir de ahí, se desarrollaría un plan de mejora de la capacidad del paciente para que pueda participar en el proceso de consentimiento informado. Lo que se trata es de evitar es utilizar la evaluación únicamente para declarar incapaz a un paciente.

En definitiva, para que el principio de maximización de la capacidad del paciente y, por ende, del respeto a su autonomía, no se quede en un formulismo estético sin compromiso ético, la valoración de la capacidad no puede tener como finalidad la simple obtención del resultado de unas pruebas evaluativas. Es necesaria la creación de un espacio de colaboración en el que se otorguen al paciente el máximo de ayudas para que pueda decidir sobre su vida. Muchas de las dificultades iniciales pueden ser superadas de esta forma (Morán-Sánchez et al., 2016). Una valoración éticamente aceptable no es aquella que se limita a estimar un valor, es aquella que incrementa el valor, que lo valoriza.

7. Imposibilidad o irrelevancia del juicio

Por último, y a pesar del esfuerzo que supone la valoración de la capacidad, hay situaciones en que no es posible conocer si el paciente alcanza o ha alcanzado el nivel de capacidad imprescindible para la toma de decisiones médicas. Esto es algo que ha de reconocerse abiertamente para poder determinar el curso de acción más prudente. De la misma forma, tampoco ha de obviarse la posibilidad de que la evaluación de la capacidad pueda ser irrelevante en determinadas ocasiones en las que la decisión óptima depende de otros valores (Giordano, 2019; Miller, 2020).

8. Conclusión

La valoración de la capacidad del paciente ni depende del riesgo, ni es un mero resultado. Se trata de un procedimiento que, bien utilizado, puede permitir al paciente hacerse cargo de su vida. Mal utilizado, puede ser la puerta de entrada a actuaciones paternalistas injustificadas.

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Notas

1. El art. 685 del Código Civil, con una redacción proveniente del año 1889, deja la evaluación de la capacidad testamentaria en manos de los notarios. Esta situación, que pudo tener sentido en el siglo XIX, no se comprende en las actuales circunstancias, dada la especialización psicológica y neuropsicológica que requiere la tarea.

2. La LAP considera médico responsable al “profesional que tiene a su cargo coordinar la información y la asistencia sanitaria del paciente o del usuario, con el carácter de interlocutor principal del mismo en todo lo referente a su atención e información durante el proceso asistencial, sin perjuicio de las obligaciones de otros profesionales que participan en las actuaciones asistenciales”.

3. Tan et al. (2006) señalan que los pacientes con anorexia nerviosa presentan una serie de valores patológicos que influyen en su pensamiento sobre el tratamiento y, sin embargo, no son recogidos en la escala de apreciación. Grisso y Appelbaum (2006) cuestionan esa idea ya que consideran que la noción de apreciación se basa sustancialmente en una evaluación de las creencias de la persona sobre su enfermedad y sobre la probabilidad de beneficio del tratamiento propuesto, creencias que, generalmente, forman parte de su sistema de valores. De acuerdo con Peterson (2019), la evaluación de los valores del paciente se incluye a menudo bajo la evaluación del razonamiento; para que un paciente razone adecuadamente, debe explicar por qué la decisión es mejor para ella y es generalmente en esas explicaciones donde se hace referencia a los propios valores.

4. Y recuerda, en cierta medida, a lo reseñado en la nota i respecto de la valoración de la capacidad testamentaria por parte de un notario.

5. Para Martens (2015), la capacidad de toma de decisiones es un concepto cargado de valores, aunque es neutral en términos de contenido de valor (no prescribe ningún valor determinado).

6. Este mandato no tiene más tacha que la de limitarlo a la persona con discapacidad; las medidas de apoyo han de ofrecerse a cualquier paciente que presente dificultades. Por ello, las categorías previas pueden ser innecesarias, sino dañinas, en el proceso de valoración. No obstante, en un marco de presunción de capacidad, sirven para alertar de que determinados pacientes podrían requerir mayores medidas de apoyo para hacerse cargo de su decisión.