La muerte como problema filosófico. Reseña de Bonete, Enrique (2020): El morir de los sabios. Una mirada ética sobre la muerte. Madrid: Tecnos.

ISBN: 978-84-3097-702-4

El libro que presentamos en esta reseña ha sido publicado en 2020 en la editorial Tecnos. Se trata de El morir de los sabios. Una mirada ética sobre la muerte, del profesor Enrique Bonete.

El contenido del libro está en consonancia con la trayectoria de investigación filosófica que su autor, catedrático de filosofía moral en la Universidad de Salamanca, ha desarrollado desde hace dos décadas.

La mirada ética sobre el proceso de morir y la muerte como acontecimiento final de la vida humana, así como la filosofía enfocada en la mortalidad humana son temas que ha tratado Bonete en distintos artículos y libros previos.

En este nuevo libro, hace un recorrido a través de la historia del pensamiento filosófico para descubrir lo que los “sabios” han dicho acerca de la muerte y el proceso de morir en cuanto problema que han tratado solamente desde la filosofía, así como realidad humana que les ha tocado vivir de cerca o en primera persona de forma inevitable a causa de una enfermedad terminal.

La filosofía enseña que el hecho de reparar sobre la muerte en primera persona a causa de una enfermedad terminal no hace sino acercarnos más a una realidad que ya estaba aconteciendo en nuestra vida pero que, al centrarnos demasiado en la vida misma, pensábamos que nada tenía que ver con ella.

Pero, por el contrario, la muerte está necesaria y directamente enlazada a la vida, algo que la filosofía, en distintos momentos y espacios, ha tratado de enfatizar con perseverancia.

El libro está dividido en 3 partes, a las que antecede una Introducción titulada “Ética de la muerte”. La triple clasificación responde a intereses temáticos. Las tres partes abarcan ocho autores cada una. La primera parte, “Ante la muerte: ¿Serenidad o temor?”, abarca el pensamiento de Epicuro (“muerte irreal”, p. 49), Cicerón (“muerte esperada”, p. 57), Descartes (“muerte corporal”, p. 67), Spinoza (“muerte serena”, p. 81), Scheler (“muerte reprimida”, p. 93), Heidegger (“muerte asumida”, p. 105), Wittgenstein (“muerte silenciada”, p. 117) y Trías (“muerte inquietante”, p. 129). La segunda parte, “Ante dejar de ser: ¿El yo propio o el yo amado?”, se ocupa de la filosofía de Agustín de Hipona (“muerte esperanzada”, p. 143), Unamuno (“muerte imaginada”, p. 153), Freud (“muerte ambigua”, p. 165), Sartre (“muerte absurda”, p. 177), Zubiri (“muerte solitaria”, p. 187), Marcel (“muerte traumática”, p. 195), Arendt (“muerte necesaria”, p. 205) y Marías (“muerte incierta”, p. 215). En la tercera y última parte, “Ante el suicidio: ¿A favor o en contra?”, se adentra en la obra de Séneca (“muerte liberadora”, p. 229), Tomás de Aquino (“muerte aceptada”), Montaigne (“muerte meditada”, p. 253), Hume (“muerte anticipada”, p. 265), Kant (“muerte dignificada”, p. 272), Schopenhauer (“muerte dormida”, p. 285), Nietzsche (“muerte libre”, p. 291) y Jaspers (“muerte opaca”, p. 304).

Bonete, por lo tanto, no fuerza las cosas al situarnos en el campo de la filosofía para tratar el tema de la muerte. No se está forzando a la propia filosofía a tratar el tema. Al ir a la filosofía para tratar el problema de la muerte nos encontramos con que hay una constelación de autores de la historia de la filosofía que -al menos ellos, en cuanto reconocidos filósofos- han considerado como tema filosófico importante e incluso principal a la muerte. Más aún, no solo han considerado que el discurso sobre la muerte tiene que adquirir una tecnificación para poder comprender con propiedad a la muerte, sino que, además de ser necesaria esta tecnificación del discurso sobre la muerte, la necesidad viene implicada por el propio hecho de morir y por la mortalidad como condición inevitable humana. El hecho mismo de morir como destino de la vida humana exige una respuesta, y esta respuesta tiene un carácter humano universal, y a esta respuesta la podemos llamar filosofía.

Entender así la filosofía -como una respuesta existencial ante la muerte- es cuestionable y se puede debatir, sin duda, pero el libro de Bonete deja constancia que no se trata de una línea nueva de pensamiento, sino que hay un largo listado de pensadores que así han comprendido a la filosofía. Por lo tanto, no han considerado que la filosofía “fuera” a la muerte para hablar sobre ella, sino que la muerte -la mortalidad como condición humana universal, siempre presente en esta vida en cuanto vida temporal- ha hecho nacer a la filosofía. El ser humano ya está en la muerte cuando habla de la muerte, y este hecho no es menor, ni secundario, ni artificial: en el mundo humano, no hay dioses inmortales que hablen sobre la muerte, sino que son los propios mortales los que reparan sobre su propio ser mortal.

Por lo tanto, al menos dentro de una línea de pensamiento filosófico que se puede registrar e historiar -como hace Bonete en su libro-, la muerte es verdaderamente un problema filosófico de primer orden. Ahora bien, es un problema filosófico de primer orden no porque la filosofía sea un discurso que se abalance sobre la muerte como algo distinto a ella misma, sino porque la filosofía misma es un tomar conciencia plena de la muerte. Porque no se trata, contemplándola desde este punto de vista, de que la filosofía funcione como cajón de sastre con respecto a la muerte; no es un tema sobre el que los investigadores sobre la muerte acuden a la filosofía para tratarlo allí y hacerlo pasar por tema filosófico o sencillamente ver lo que la filosofía ha dicho -desde un presunto punto de vista externo- sobre la muerte, sino que la filosofía misma se ha identificado su que hacer y albor con el problema de la muerte.

En consecuencia, así entendida, no es que la filosofía actúe como cajón de sastre para permitir que en ella se trate el problema de la muerte. No es que ella nos de las licencias y permisos necesarios para poder tratar el problema de la muerte como a nosotros nos venga mejor. Lo que sucede, cuando vamos a la historia de la filosofía, a las obras y autores concretos que Enrique Bonete estudia a lo largo del libro, es que la filosofía se ha entendido a sí misma de acuerdo con y en relación a su interés por la muerte. Pero no una muerte entendiéndola como las “experiencias cercanas a la muerte”, a las que se refiere Bonete ya en un artículo de 2002 sobre la “Ética de la muerte”. La filosofía ha puesto de manifiesto una realidad radical del ser humano, y la ha puesto de manifiesto con su propio lenguaje y vocabulario, sus formas de pensar y razonar, lo cual ha contribuido a que la cuestión se vuelva técnica, y que parezca un “tema filosófico”, es decir, como si fuera una cuestión separada de la realidad humana. No se trata tanto de la experiencia subjetiva de la inminencia de la muerte o estados llamados “cercanos a la muerte” en el que hay una confirmación clínica de la muerte y la persona “vuelve a la vida” habiendo estado clínicamente muerta (o así declarada). Durante ese momento en que ha estado “cerca de la muerte”, en el que incluso ha sido considerado como muerto, hay personas que tienen testimonios y relatos sobre lo que han experimentado durante ese tiempo. Pero lo que la filosofía señala acerca de la muerte -no actuando como una voz externa al propio problema de la muerte, sino identificándose a sí misma con la muerte- es más bien su intimidad con cualquier ser humano, su relación necesaria con el ser humano.

La cuestión es, por tanto, que el hecho de ir a la filosofía a tratar el tema de la muerte -como hace Bonete, yendo a la historia de la filosofía, para observar a los autores que han hablado sobre ella, una indagación a la que legítimamente se puede llamar El morir de los sabios-, a veces genera la ilusión de que la filosofía es el lugar remanente, el único lugar que queda -como cajón desastre- en el que tratar el tema de la muerte en profundidad, dado que parece que ninguna otra disciplina del conocimiento se preste a ello. Pero cuando hacemos esto, cuando incluso vamos con esta pretensión a la filosofía, empezamos a percibir que el tratamiento de la muerte es ya de suyo bastante filosófico, entendiendo filosofía como búsqueda de la verdad y “amor por la sabiduría”.

Además, parece que, a diferencia de la teología, en filosofía, de cierta libertad para tratar el problema de la muerte sin presupuestos, sin adjetivaciones, sin doctrinas de las que no podemos salirnos. Sin embargo, esto no es del todo cierto, en la medida en que precisamente los pensadores y filósofos que han tratado en filosofía de manera palmaria y directa con el problema de la muerte siempre han tenido relación directa o indirecta con la teología. Dos ejemplos claros son: el precedente -según Schopenhauer (pp. 285 y ss.)- de una filosofía existencial, Baltasar Gracián (jesuita) y sus observaciones sobre el tiempo y la muerte en El Criticón (personificados en la obra); y Soren Kierkegaard, al que directamente filósofos considerados y auto-considerados existencialistas lo llaman el padre del existencialismo. Las obras “existencialistas” de Kierkegaard están inspiradas por la teología, conforme a su formación en teología protestante, al mismo tiempo que vivió dentro de una familia que profesaba y practicaba la confesión protestante. No son obras directamente teológicas, pero sí indirectamente. Sin embargo, autores posteriores a Kierkegaard han querido dejar mucho más claro -cosa que no sucedía en su caso- que no tienen ninguna vinculación con la teología. En el caso de Kierkegaard y de ciertos círculos de filosofía todavía en su época, la relación entre teología y filosofía no era cuestionada, sino admitida -implícita o explícitamente- como válida. Sucede como en las obras de san Agustín (de las que habla Bonete en la segunda parte del libro, pp. 143 y ss.) que los expertos clasifican como “filosóficas”: en ellas hay claramente una inspiración teológica, pero por los temas y conclusiones de ellas se puede decir que no pertenecen propiamente a la teología.

Libros como el de Bonete nos ayudan a entender e incluso recuperar para la filosofía una línea de pensamiento en la que la necesidad de reflexionar sobre la muerte va de suyo con la propia vida. Y el descubrimiento de que va de suyo con la propia vida la necesidad de enfrentarse y hablar de la muerte, es un descubrimiento de pensadores dentro de la historia de la filosofía, pero este descubrimiento, aunque se debe al discurso de tales pensadores, no se refiere una cuestión técnica de la filosofía, ni a una cuestión secundaria, ni mucho menos a un problema que solo existe dentro de una teoría filosófica.

También los científicos de cualquier clase van a perecer en algún momento. La filosofía repara por tanto más sobre el hecho universal, objetivo e inevitable de la muerte en cuanto hecho que forma parte de una condición mortal previa a la muerte, de donde nace la propia muerte. Es decir, quita la venda que nos ha impedido observar que la muerte no es un hecho enemigo o distinto d ela vida, sino que ya está exigido por ella y que el hecho de alejarla o querer taparla no es más que un acto de incongruencia hacia la propia vida. La mortalidad es la condición humana por antonomasia, sin que ello sea fruto de la conclusión de una investigación o teoría filosófica. Esta es la cuestión de fondo, en consecuencia: la mortalidad humana no es el fruto en absoluto de un descubrimiento filosófico. No es el resultado de un razonamiento filosófico ni de la construcción o edificación de una teoría filosófica. De hecho, no se puede si quiera llamar “problema filosófico” si entendemos a la filosofía como una actividad independiente y distinta de la propia vida mortal.

Cuando la filosofía, por el contrario, se entiende a sí misma y a su propio discurso como un poner de manifiesto la condición mortal humana -sin añadir nada ni utilizar un vocabulario que en lugar de señalarla de forma desnuda le imponga conceptos y tecnicismos que contribuyen a su ocultación-, sí ha sido la que -como constata Bonete- ha puesto más énfasis -las razones de que ella sea la que pone este énfasis y nos otras disciplinas, también se pueden discutir, como hemos señalado- sobre esta realidad -no como realidad radicada, sino como realidad radical, en el sentido de Ortega- y por eso a veces se le ha asignado una función específica con respecto a la muerte así como una identidad propia en cuanto discurso sobre la muerte. En este sentido, es legítimo decir que la filosofía se ha ocupado más que ninguna otra disciplina sobre la muerte humana.

De hecho, como señala Bonete, hay una tradición de pensamiento filosófico español que inaugura Miguel de Unamuno (pp. 153 y ss.), precisamente considerado como el pensador español existencialista por excelencia y cuya vinculación con la obra de Kierkegaard queda demostrada y declarada por él mismo. De Unamuno es heredero en el pensamiento español filósofo Julián Marías (pp. 217 y ss.), cuya Antropología metafísica tiene muy presente la mortalidad humana.

Como Kierkegaard, Unamuno se aventura a realizar un análisis existencial de la propia existencia -sin redundancias-, y se atreve a hacer una filosofía en paralelo con el existencialismo alemán y francés e incluso anterior a estos. Una característica esencial que Sentimiento trágico de la vida comparte con Kierkegaard es la declaración explícita de que no hay contradicción en entrar en temas teológicos dentro del propio discurso “filosófico” sobre la muerte, precisamente porque lo que importa es la muerte y porque la filosofía existencialista -así llamada- brota del hecho mismo de la mortalidad humana, sobre el que también repara la teología. No hay prejuicios ni pre-concepciones que impidan que el discurso sobre la mortalidad humana tenga referencias a la teología. Esto es una característica que observamos en la obra de Kierkegaard y Unamuno, y que ambos comparten. A pesar de considerar que sus obras “existencialistas” son filosóficas, los límites en realidad de las temáticas y áreas de conocimiento son una artificialidad, impuesta por la historia de la filosofía y que no existe dentro de la germinación de su propio pensamiento. Se puede decir, por tanto, que sus obras existencialistas son obras de filosofía siempre y cuando se tenga en cuenta que en ambos se siente la necesidad de hablar de Dios y de referirse también a Jesucristo y a su muerte como un paradigma de muerte humana.

Entendemos así también que sea lógico que Bonete haya publicado libros como Filósofos ante Cristo (2015), dada su trayectoria en el estudio y la elaboración misma de una “filosofía de la muerte”, siempre con corchetes y con la precaución que debemos tener a la hora de hablar de una “filosofía” de la muerte, puesto que, como hemos visto, la filosofía no quiere ser algo adherido o añadido a la muerte. No quiere ser una etiqueta sobre la muerte, sino que su voluntad es poner de manifiesto a la muerte en cuanto condición humana universal y, por lo tanto, no quiere crear ni inventar ningún discurso, no quiere “hacer filosofía” como si ello consistiera en una actividad distinta y alejada de la realidad humana misma mortal. Es lógico, en consecuencia, que se pueda también hablar de la muerte en filosofía -para evitar decir “hacer una filosofía de la muerte”, por las razones expuestas- mirando a la muerte como la mira Cristo y viendo en Cristo una riqueza insondable para comprender la muerte. No hay por tanto en esta referencia e inmersión en la comprensión cristológica de la muerte ninguna contradicción, al menos en cierta línea de pensadores que han reflexionado sobre la mortalidad humana, desde Kierkegaard hasta el propio Bonete.

Por lo tanto, lejos de ser un “discurso” sobre la muerte, como una palabrería superpuesta a una realidad, la filosofía quiere entrar en el misterio de la muerte, en el modo específico de comprender la mortalidad como hecho mismo que le caracteriza desde siempre, desde su nacimiento mismo. Sein-zum-Tode, el célebre término de Heidegger, indica lo que Bonete llama “morir al despertar” (p. 101): el nacimiento es un nacer al morir, un nacer a la muerte, un haber estado siempre dentro de la muerte desde el nacimiento. “Ser-para-la-muerte” o “estar-a-la-muerte” -en función de la traducción escogida para Sein-zum-Tode-, no es una característica externa, impuesta por la filosofía, sobre nuestra existencia. Tampoco es un descubrimiento de la filosofía como si hubiera estado oculto siempre. En todo caso, la filosofía -y no cualquier filosofía-, más que ningún otro discurso ha señalado hacia esta realidad radical que en algunas sociedades humanas se evita completamente. Dentro de una sociedad que evita a la muerte, y que la considera como un hecho ajeno a la vida, es lógico que la muerte sea una sorpresa dentro de la vida, algo inesperado y distinto a la propia vida.

La edificación de una vida sin las miras puestas en la mortalidad es una vida sin fundamento en la verdad, sin haber dejado espacio a lo que realmente somos. Ocultar lo que somos no hace sino postergar lo inevitable, pero no lo elimina. Además, contribuye a vivir la vida de una manera inauténtica, para el propio Heidegger.

Con referencias o no a la teología, siendo críticos o no con la teología, lo cierto es que, como mínimo, hay filósofos como Sartre -más radicales incluso que Heidegger- que también nos permiten pensar sobre la mortalidad humana, dejando a un lado las caracterizaciones y etiquetados propios de la filosofía sartreana.

Cuando nos centramos en el hecho desnudo de la muerte, sin añadiduras, es entonces cuando podemos tomar conciencia verdaderamente de la condición mortal humana y la relevancia de esta conciencia para la propia vida.

En definitiva, historiando un número representativo de pensamientos filosóficos relativos a las 3 temáticas que trata en relación con la muerte, El morir de los sabios, como un ejemplar ejercicio de enseñanza filosófica, nos muestra el camino para que pensemos sobre la muerte sin limitaciones y con plena libertad, dentro y fuera de la propia filosofía.

Víctor Páramo Valero

Universitat de València

https://orcid.org/0000-0003-3682-0863