Identidad e invisibilidad en el análisis de la violencia contra las mujeres con discapacidad*

Identity and Invisibility
in the Analysis of Violence
against Women with Disabilities

María del Pilar Gomiz Pascual

UNED

pgomiz@poli.uned.es

* Este artículo es un resultado del proyecto de investigación «Capacitismo» (FFI2017-88787-R), financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación del Gobierno de España.

Resumen: En el siguiente artículo se intenta visibilizar las situaciones de violencia a la que en muchas ocasiones están sometidas las mujeres con discapacidad, por el hecho de ser mujer y tener una discapacidad. Una violencia que va más allá del ámbito privado donde solemos enmarcar lo que habitualmente denominamos violencia de género, y que en ocasiones es difícil de identificar, dado que está normalizada no sólo por la sociedad, sino también por el entorno de la mujer e, incluso en ocasiones, por ella misma. Para lograr nuestro objetivo, analizamos las escasas cifras existentes que muestran la virulencia de esta violencia, y atendemos a los factores y las consecuencias principales que conforman dichas situaciones en la trayectoria vital de estas mujeres, partiendo de la premisa del desconocimiento que existe de su realidad y sus necesidades, como factor sostenedor de la discriminación de la que son objeto.

Palabras clave: mujeres con discapacidad, violencia, discriminación interseccional, invisibilidad

1. Introducción

En el año 2012 fueron asesinadas 38 mujeres por “violencia de género” según datos oficiales del Ministerio de Igualdad. Si atendemos a otras fuentes que contemplan la “violencia contra las mujeres” en una definición más amplia —sin necesidad de que exista o haya existido una relación sentimental entre el agresor y la víctima— la cifra se eleva a 75.1 En 2019 y según las mismas fuentes, las mujeres asesinadas fueron 55 (105 si ampliamos la definición), lo que supuso la cifra más alta de las últimas dos décadas. En lo que va de este año, 2021, son más de 30 las mujeres asesinadas, 55 si el cómputo se realiza con una definición más amplia. Sin embargo, si queremos saber cuántas de ellas tenían una discapacidad con el fin de poder evaluar si tener o no discapacidad es una variable de riesgo a la hora de ser víctima de violencia y hasta qué punto lo es, no encontraríamos datos en ninguna de las estadísticas oficiales porque las mujeres con discapacidad suelen ser invisibles hasta para estas estadísticas.

Si en lugar de fijarnos en los asesinatos, que son sin duda la expresión más cruel, atendemos a las otras formas de violencia (las que le preceden), los datos tampoco resultan muy esclarecedores, al menos, si profundizamos en los mismos. Pese a ello, la evidencia de los estudios existentes (véase por ejemplo, Arnau 2005; Caballero y Valés 2012; CERMI 2010, 2012, 2016; Gomiz 2017a; Iglesias 2004), muestran que tener una discapacidad es un factor de riesgo que incrementa las posibilidades de las mujeres de ser víctima de violencia, no tanto por la afección de la propia discapacidad (es importante atender al hecho de que la discapacidad no ha de estudiarse como un todo, sino que hay tanto tipos de discapacidad como personas con discapacidad), sino por las connotaciones que ser mujer y tener una discapacidad tienen en la sociedad, en parte por el desconocimiento, los estigmas y los prejuicios, que rodean a este grupo social desde niñas. Un grupo social que requiere especial atención, tal y como se estableció en la Convención de los Derechos de las Personas con Discapacidad de 2006.2

En este artículo atendemos a las características que suelen asociarse a la identidad de las mujeres con discapacidad y que, independientemente de la realidad de las propias mujeres, contribuye a que tanto ellas como sus necesidades sean invisibles a la sociedad, resultando un grupo social que queda en muchas ocasiones desatendido pese a que en España hay más de 3,5 millones de personas con discapacidad y de ellas, más del 60% tienen rostro de mujer (EDAD 2008).

2. Definición de violencia contra las mujeres

Según la Declaración sobre la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres de la ONU del año 1994, la violencia contra las mujeres se define como

“todo acto de violencia basado en la pertenencia al sexo femenino que tenga o pueda tener como resultado un daño físico, sexual o psicológico para la mujer, así como las amenazas de tales actos, la coacción o la provocación arbitraria de la libertad, tanto si se producen en la vida pública como en la privada” (ONU 1994).

Si focalizamos en lo concreto, son varias las clasificaciones que encontramos sobre los tipos de violencia contra las mujeres que existen. En nuestro trabajo, atendemos a la realizada por Victoria Ferrer, quien define hasta 8 tipos de violencia en este sentido (Ferrer 2007):

Las mujeres con discapacidad pueden ser objeto de cualquiera de estas formas de violencia, siendo además habitual en ellas —igual que sucede con otras mujeres— que la manifestación de la violencia nos permita hablar de violencia activa y violencia pasiva (véase por ejemplo Iglesias 2004). Es decir, aquella que está conformada por aquellas acciones ejercidas por una persona hacia otra (abuso físico, emocional, sexual y económico), frente a la constituida por aquellos actos que, por negación u omisión generan en la víctima un daño físico o psicológico (abandono físico o emocional).

En el año 2004, se publica la ley orgánica 1/2004 de 28 de diciembre de medidas de protección integral contra la violencia de género, que en el artículo 1.1 define la violencia de género como aquella que:

“como manifestación de la discriminación, la situación de desigualdad y las relaciones de poder de los hombres sobre las mujeres, se ejerce sobre éstas por parte de quienes sean o hayan sido sus cónyuges, o de quienes estén o hayan estado ligados a ellas por relaciones similares de afectividad, aun sin convivencia (…) y comprende todo acto de violencia física y psicológica, incluidas las agresiones a la libertad sexual, las amenazas, las coacciones o la privación arbitraria de libertad” (BOE, 2004).

Sin duda esta ley supuso un avance espectacular en cuanto a materia de violencia contra las mujeres, pero la acotación que supone el propio término al hablar “de género”, ha sido más que debatida puesto que ignora algunos tipos de violencia a los que se enfrentan las mujeres por el hecho de serlo. Es por ello, que consideramos que resulta necesario contemplar una definición más amplia, especialmente en el caso de las mujeres con discapacidad, donde la violencia se da en un ámbito más amplio que el de la relación de pareja. De hecho, hay comunidades que amplían la definición en sus documentos de trabajo, aunque esta no queda reflejada en las estadísticas, lo que contribuye a sustentar la invisibilidad hacia este grupo social (Gomiz 2017a).

3. Discriminación interseccional, mayor exposición a la violencia y posición social en el caso de las mujeres con discapacidad

Si observamos los datos existentes, pese a que sabemos que las cifras suponen una infrarrepresentación de la realidad existente, se observa que las mujeres con discapacidad suelen tener una mayor exposición a situaciones de violencia en el sentido más amplio de la definición, por el hecho de ser objeto de una discriminación interseccional (Knudsen 2006; Ritzer 1993) que define en muchas ocasiones, su posición social. En ellas se observa que, tener una discapacidad y ser además mujeres, las posiciona en medio de un sistema patriarcal y un sistema opresor generador de desigualdades, que configura un espacio que viene determinado por múltiples formas de subordinación dentro de la sociedad (McCall 2007), de forma que las situaciones generadas las relegan a espacios “más o menos alejados del grupo social mayoritario” (Estivill 2003, 14). De esta manera, estas mujeres ven impedida su inclusión real y efectiva en los distintos ámbitos sociales, esto es, del “mercado y/o la utilidad social aportada por cada persona, como mecanismo de intercambio y de vinculación a la contribución colectiva de crear valor; la redistribución, que básicamente llevan a cabo los poderes y administraciones públicas; y finalmente, las relaciones de reciprocidad que se despliegan en el marco de la familia y las relaciones sociales” (Subirats 2004, 16).

Son múltiples las situaciones que corroboran esto. Así, por ejemplo, se observa que, hasta los 44 años el porcentaje de hombres con certificado de discapacidad es algo mayor que el de mujeres con discapacidad. Sin embargo, a partir de los 45 años se incrementa el número de mujeres que tienen este certificado superando al de los varones, y el porcentaje crece según aumenta la edad (EDAD 2008). Las razones para esto no son únicamente consecuencia de tener una discapacidad, sino del momento vital en el que se solicita la misma y que muchas veces viene determinado por cuestiones ajenas al bienestar de la mujer (Gomiz 2017a).

En cuanto al empleo, según el INE se observa que de las personas con algún tipo de discapacidad reconocida que mantuvieron alguna relación con la Seguridad Social durante el año 2019 (últimos datos disponibles), el 60% eran hombres y un 40% mujeres (INE 2021). Solo el 25% de las mujeres con discapacidad tienen un empleo, frente al 60% de las mujeres sin discapacidad que trabajan (INE 2020). Además, sus empleos suelen tener un estatus inferior y una remuneración más baja. Diferencias que también se dan con respecto a los hombres con discapacidad (Informe Olivenza 2019).

Datos que revelan una situación de inferioridad social, pese a que muchas de estas estadísticas no reflejan con fidelidad la situación de las mujeres con discapacidad en general, dado que por cuestiones metodológicas entienden por “persona con discapacidad” a las personas residentes en los hogares y que tienen una discapacidad certificada. Sin embargo, la realidad muestra que el número de mujeres institucionalizadas (y que por tanto no son tenidas en cuenta en dichas estadísticas) es más alto que el de los hombres (CERMI 2016)3; y además, obtienen el certificado de discapacidad mucho más tarde que ellos (de ahí se explica una parte del incremento del número de mujeres con discapacidad con respecto a los hombres a partir de los 45 años) (Gomiz 2017b).

En lo que se refiere al nivel de estudios, en el año 2002 en el grupo de edad de personas con discapacidad entre los 10 y los 64 años, el 24,3% no tenía estudios y el 10,8% eran analfabetos, de los cuales más de la mitad lo eran por problemas físicos o psíquicos. El 37% no tenía estudios primarios, el 22,4% estudios secundarios y el 5,2% estudios universitarios o enseñanzas profesionales superiores (INE, 2002). Respecto a la manera en la que influía la variable género en los niveles de educación de las personas con discapacidad, no había datos desagregados, un ejemplo más de la falta de transversalidad que tanto contribuye a la invisibilidad que defendemos en este trabajo. Para hacernos una idea, sin embargo, de la situación de las mujeres con discapacidad, según el PNUD, la tasa mundial de alfabetización para las mujeres con discapacidad era de tan solo el 1% (PNUD 1998). Veinte años más tarde, y según el Informe Olivenza (2019), un 2,8% de las mujeres con discapacidad son analfabetas en España, frente al 0,5% de la población general; con estudios primarios hay un 18,7% y con superiores, un 20,5% (13 puntos de diferencia con respecto a la población en general). Si bien las cifras han crecido de forma muy significativa con respecto a los últimos años, siguen mostrando un panorama de diferencia especialmente significativo y de graves consecuencias.

En definitiva, el cúmulo de estas situaciones generadoras de vulnerabilidad fomenta una mayor exposición a la violencia, que se materializa también en las escasas estadísticas existentes. Según un informe elaborado por el Parlamento Europeo sobre la situación de mujeres pertenecientes a grupos minoritarios en la Unión Europea realizado en el año 2004 —no hay estudios más recientes— casi un 80% de las mujeres con algún tipo de discapacidad fue víctima de violencia, presentando un riesgo cuatro veces mayor que el resto de las mujeres de sufrir violencia sexual (Parlamento Europeo 2004).

El causante de la violencia en el caso de mujeres sin discapacidad es, la mayoría de las veces, su pareja o expareja sentimental, mientras que cuando se trata de mujeres con discapacidad, el causante suele ser o un miembro de su familia o —dado el alto número de mujeres que vive en instituciones— una persona de su entorno, bien sean cuidadores, personal sanitario o de servicio que trabaje en dicha institución (CERMI 2016).

El informe del Parlamento Europeo citado anteriormente también muestra que en muchas ocasiones la violencia no sólo es una realidad frecuente en el caso de las mujeres con discapacidad, sino que es frecuente que sea también la causa misma de la discapacidad.

Si analizamos las limitaciones que encuentran estas mujeres para ejercer sus propias libertades, se observa que las mujeres con discapacidad tienen limitado el derecho a disfrutar libremente de su sexualidad. La falta de información en general y la falta de formación específica del personal sanitario dificulta que estas mujeres tengan un acceso efectivo a sus derechos sexuales y reproductivos y que reciban información sobre los mismos, y en caso de recibirla, suele limitarse a la toma de decisiones que la disuadan de ejercer la maternidad.

Algo parecido encontramos al evaluar su acceso a la toma de decisiones y a la representación política. Si en general y pese a estar en el siglo XXI, ambas siguen resultando de difícil acceso para las mujeres en general, la dificultad se incrementa cuando hablamos de mujeres con discapacidad. Esto contribuye en mayor grado a invisibilizarlas socialmente. En parte por ello, es habitual que suelan aparecer en los medios de comunicación social únicamente, asumiendo un rol de víctimas. Sin duda, ejemplos claros de violencia simbólica e institucional, ya definida en este artículo.

Si atendemos a la última Macroencuesta de Violencia contra la Mujer, publicada por el Ministerio de Igualdad en 2020, estas son las cifras más significativas que observamos:

En definitiva, la Macroencuesta señala que la prevalencia de la violencia en la pareja a lo largo de la vida entre las mujeres con discapacidad acreditada es mayor que entre las mujeres sin discapacidad acreditada en todos los casos. Así, el 20,7% de las mujeres con discapacidad acreditada ha sufrido violencia física o sexual de alguna pareja frente al 13,8% de las mujeres sin discapacidad acreditada. El 40,4% de las mujeres con discapacidad acreditada ha sufrido algún tipo de violencia en la pareja frente al 31,9% de las mujeres sin discapacidad acreditada.

Además, corrobora lo que ya señalamos antes con respecto a la figura del agresor: las agresiones por parte de familiares hombres fuera de la pareja el caso de las mujeres con discapacidad es mucho más amplio que en el caso de las mujeres sin discapacidad.

En definitiva, del conjunto de datos expuestos se infiere que estamos ante un grupo social que ve limitados sus derechos y oportunidades y que se encuentra con serias dificultades para lograr su plena inclusión en la sociedad, sus posibilidades de acceso en igualdad de condiciones y su plena participación en la economía y en la sociedad del conocimiento, y además, confrontan con la violencia en mayor medida que otras mujeres, en un círculo en el que es difícil de determinar qué es causa y qué consecuencia. Una amalgama de situaciones, que condiciona sus opciones para romper con la violencia.

4. Romper la violencia cuando son escasas las opciones

Romper con situaciones de violencia es complicado para cualquier mujer, entrando en juego diferentes factores en la toma de decisión. De ellos, hay uno fundamental que es sin duda condicionante en la toma de decisiones: la falta de recursos económicos y de opciones o alternativas de habitabilidad, en especial, cuando tienen hijos menores.

En el caso de las mujeres con discapacidad no es diferente. Sin embargo, la limitación en muchas ocasiones de acceder a trabajos dignos, a la formación o, en definitiva, las escasas posibilidades para ser independientes económicamente complican sus opciones para escapar de la situación de violencia. Además, se da una situación relacionada con la autoestima que se repite en muchos casos, consecuencia de la negación de la identidad como mujeres que, en ocasiones, suele ir asociada a los discursos que reciben desde niñas por el entorno y la sociedad. Como veremos más adelante, es habitual que desde pequeñas las niñas con discapacidad reciban mensajes en los que se las niega su identidad como mujeres: “no vas a ser madre”, “no vas a tener pareja”. Incluso ven obstaculizado su derecho a disfrutar de la sexualidad, siendo habitual que se las infantilice y se las niegue las opciones a mantener relaciones amorosas. Muchas han de escuchar discursos en los que se las dice “que van a estar solas”, “que no van a tener pareja” o incluso “que nadie las va a querer por tener una discapacidad” (Gomiz 2016). De esta forma, cuando tras vencer estas barreras, y romper con los estereotipos que las rodean tienen una relación, romper con ella se torna una decisión complicada, pues esa relación, aunque conlleve maltrato psicológico —del que muchas veces no son conscientes dada la normalización de estas situaciones— o incluso maltrato físico, las sitúa en una posición de estatus y normalidad con respecto al de otras mujeres, en aras de esa identidad que les ha sido robada durante su infancia y/o juventud (Gomiz 2017a).

5. Identidad, discapacidad y mujeres

Como decimos, es habitual que las mujeres con discapacidad vean negada su identidad como mujeres por el hecho de tener una discapacidad. La conformación de la identidad en el caso de las personas con discapacidad, en general, viene marcada por la propia concepción que tiene la discapacidad en la sociedad. Para explicar esta idea, seguiremos los trabajos de Miguel Ángel Ferreira y contemplaremos la discapacidad como fenómeno social, desde tres ámbitos interconectados: el de las prácticas cotidianas, el de la identidad social y el de la estratificación social (Ferreira 2008a,141). De esta forma, se entiende la discapacidad como “una realidad social que ‘viven’ personas humanas, sujetos-agentes instalados en la lógica convencional de un entorno cuyos habitantes privilegiados no tienen discapacidad” (Ferreira 2008a 153), que en definitiva, implica una realidad, la que conforma la discapacidad como hecho social donde las personas implicadas, los protagonistas, es decir, las personas con discapacidad, quedan relegados a un segundo plano sin voz ni capacidad de acción o decisión (Ferreira 2008b).

La discapacidad implica o mejor, condiciona, una peor situación de la persona en la estructura social, pero también condiciona la construcción de la propia identidad del individuo que la tiene (Díaz 2009 94). De esta forma convergen la perspectiva estructural y simbólica en el análisis del fenómeno social que es la discapacidad, lo que se explica a través del concepto de habitus de Bourdieu que Ferreira aplica al análisis entre discapacidad y sociedad en sus trabajos y que permite observar como:

tanto por los condicionantes prácticos (obstáculos materiales) como por los referentes representacionales (depreciación simbólica), el habitus de las personas con discapacidad se configura, operativa y simbólicamente, como el de un colectivo segregado del conjunto de la comunidad, homogeneizado por su insuficiencia, su incapacidad y su valía reducida respecto de las suficiencias, capacidades y valías de la generalidad de la población no discapacitada (Ferreira 2008a 156).

De esta forma, la identidad colectiva en el caso de la discapacidad, a diferencia de lo que sucede con otros grupos, no se construye de manera autónoma. La persona con discapacidad no construye su diferencia, sino que otro define dicha diferencia y la persona con discapacidad se la encuentra. Además, la definición de la diferencia no surge porque se detecte una homogeneidad inclusiva que apoye la identidad del grupo “diferente”, sino porque lo que define dicha identidad es la ausencia de rasgos identitarios con respecto al otro, siendo por tanto heterónoma y en negativo, “una identidad excluyente y marginalizadora. Identidad de la insuficiencia, la carencia y la falta de autonomía” (Ferreira 2008a 157).

A partir de la conformación de esta identidad, las personas con discapacidad son objeto de innumerables estigmas y estereotipos que las acompañan a lo largo de su vida, a través de una imagen impuesta por la propia sociedad mediante la imposición de identidades en negativo, oponiendo dicha identidad —la de “anormalidad”— a otra identidad creada, la de “normalidad”. Tener una discapacidad es tener una carencia y, por tanto, lleva asociada la connotación de “dependencia” (Gomiz 2016).

Una vez más, en lugar de atender a la dependencia como la consecuencia de la falta de medidas que rompan con las barreras sociales que implica tener una discapacidad, el concepto supone una minusvaloración paternalista que se asocia con la persona Extebarría (2008, 35), en una nueva dicotomía en la que la “dependencia” (asociada a la discapacidad) se enfrenta a la “independencia” (que acompaña a la no discapacidad). La opción pasa por atender a una acepción intermedia, y considerar la «interdependencia». Para Díaz (2010, 122) “un individuo no es totalmente independiente ni totalmente dependiente, sino que los ciudadanos, en tanto que seres humanos dentro de una sociedad, viven en relaciones de interdependencia”. Abogar por la interdependencia, implica “equilibrar las aportaciones de las personas con discapacidad a la sociedad y viceversa y (…) reducir las desigualdades estructurales existentes con respecto al colectivo de personas con discapacidad” (Díaz 2010, 122).

El concepto de la interdependencia resulta fundamental en el análisis de la situación de las mujeres con discapacidad. Como hemos visto, los distintos factores que condicionan sus desarrollos vitales, suelen derivar en situaciones en las que las mujeres con discapacidad tienen una mayor dependencia en cualquiera de sus formas: económica, emocional y/o por la necesidad de los cuidados requeridos por las características propias que acompañan a la discapacidad. Todo ello complica romper con la situación de violencia en caso de producirse.

Por otro lado, también es habitual que la relación que existe con la persona que causa el maltrato haga que quien ejerce la violencia sienta que tiene un mayor poder que legitima sus actos, al tiempo que la mujer maltratada aguanta durante más tiempo estas situaciones, debido justamente a su necesidad y a la propia idea de dependencia que tiene asumida, en parte por el entorno que la rodea.

Aplicar el concepto de interdependencia al día a día de las mujeres cambiaría estas situaciones, pues lejos de lo que pueda parecer, al dotar de recursos y autonomía a la mujer, esta puede desarrollar una vida propia sin necesidad de depender del maltratador. En contra de lo que se asume, la vulnerabilidad que se asocia a las mujeres con discapacidad no suele ser una característica intrínseca de ellas, sino que, en muchas ocasiones es consecuencia de los factores discriminatorios que las rodean y, de hecho, son muchos los casos en los que mujeres, con apoyo, pueden salir adelante y hacer una vida independiente que les permite romper con la situación de violencia. La falta de adaptación de los recursos, los problemas con los que se encuentran para denunciar y el propio estigma que las acompaña (a modo de ejemplo, creencias falsas basadas en estigmas del tipo “¿quién va a maltratar a una mujer con discapacidad, si son seres angelicales?” o “¿para qué dedicar recursos a estas mujeres si no suelen tener pareja?”) suelen, sin embargo, complicar sus opciones.

6. Autopercepción negativa e imagen irreal

Si como hemos visto, la desigualdad genera diferencias estructurales que definen su posición social, la autopercepción que tienen de ellas mismas, también se conforma por causas extrínsecas que condiciona su forma de relacionarse. Las mujeres con discapacidad, por lo general, tienen un peor concepto de sí mismas y un fuerte sentimiento de inferioridad (Hanna y Rogovsky 2008). Dicho sentimiento es en parte fruto, como avanzábamos antes, de la negación constante de su condición de mujer desde pequeña, pero también por los referentes estéticos de belleza perfecta que existen en la sociedad actual y cuyos cánones diferencian lo “socialmente aceptable” de aquello que no lo es. Una construcción irreal pero impuesta y muy peligrosa para combatir situaciones de violencia contra las mujeres en general. Si a ella sumamos esa baja autoestima producida por la reiteración desde pequeña de episodios en los que no se las valora como mujeres, sino que se incide en la discapacidad y en la sensación de inferioridad, minusvalorando sus aptitudes y posibilidades, obtenemos una combinación de consecuencias complejas que muchas veces, desarrollan tolerancia hacia los episodios de violencia a los que se enfrentan.

Un ejemplo que visibiliza claramente cómo la conformación de la identidad y el mantenimiento de los roles de género tradicionalmente asignados a las mujeres, fruto de la sociedad heteropatriarcal en la que todavía nos encontramos, daña la imagen de las mujeres con discapacidad y, por ende, su posición social, lo encontramos al analizar las agresiones producidas dentro de la familia. Es recurrente que, en estos casos, especialmente cuando la discapacidad es sobrevenida, la violencia provenga de los hijos (Gomiz 2017a) y que, además, la madre niegue esta violencia y además se sienta responsable de la misma. Las razones con las que suelen justificarse residen en que, al no poder cumplir con los roles tradicionalmente asignados al papel de “la madre” en la sociedad patriarcal, ella es la que está fallando. Aquí se observan diferencias muy grandes según sea la madre o el padre, quien tiene una discapacidad. A la madre, generalmente, se la reprocha y recrimina por no cumplir con lo que se espera que “ha de ser una madre”, en cuanto a tareas domésticas y cuidado de terceros; siendo habituales insultos del tipo: “ya no eres una mujer”, o “no te comportas como una madre”, donde se asume que el cuidado va unido a la maternidad o al hecho de ser mujer. Es decir, los roles de género fruto del patriarcado, mantienen un peso enorme a la hora de establecerse las relaciones entre padres e hijos, y generan que las demandas hacia las mujeres madres con discapacidad —en este caso por parte de los hijos o hijas— sean distintas que las que se hacen a los padres con discapacidad (Gomiz 2016).

6. Normalización de la violencia

Pero no solo es difícil reconocerse como víctima cuando el agresor es un hijo. En general, asumir ser objeto de violencia, no es algo sencillo ni para las mujeres en general, ni para las mujeres con discapacidad, con independencia de quien sea el agresor. Muchas mujeres, si bien son capaces de identificar en abstracto situaciones de violencia, no son capaces de interpretarlas como tal cuando son ellas quienes las experimentan. El estigma negativo que conlleva asociado la palabra víctima es uno de los motivos con más peso por los que las mujeres evitan definirse como tal y por el que incluso, se niegan a sí mismas el hecho de serlo.

Se produce, además, una normalización de la violencia contra las mujeres en la sociedad en general, fruto del sistema patriarcal en el que todavía nos movemos que hace que muchos episodios de violencia no sean identificados como tales. En el caso de mujeres con determinados tipos de discapacidad, pueden darse situaciones en las que ellas no se reconocen como víctimas porque no son conscientes realmente que lo son, en parte por la afectación de la propia discapacidad, que hace que les resulte complicado por sí mismas comprenderlo. Una vez más, la falta de una formación en determinados aspectos, como la sexualidad, o el hecho de que no exista información o recursos adaptados a sus necesidades (lenguaje asequible, la figura del facilitador, etcétera) se lo impide. También son muchas las mujeres con discapacidad que no son conscientes de que las situaciones que viven no son la norma, pues están aisladas del mundo y no pueden discriminar qué es y qué no es violencia. Hablamos, por ejemplo, de mujeres sordas o mujeres con discapacidad intelectual o psicosocial, que suelen estar más aisladas o encontrar barreras severas que les impiden acceder a la información. Una vez más, las barreras que impone y mantiene la sociedad, condiciona las opciones de las mujeres con discapacidad, ignorando las graves consecuencias que suponen en las trayectorias vitales de estas y la falta de recursos facilita que se justifiquen los comportamientos del maltratador y se crea que lo que se vive, es lo “normal” contribuyendo, además a mantener esa baja autoestima que tanto la daña y merma sus opciones.

7. Conclusiones

A lo largo de este trabajo, hemos observado que la violencia a la que pueden tener que enfrentarse las mujeres con discapacidad es exactamente igual a la que puede sufrir cualquier mujer porque las mujeres con discapacidad son ante todo mujeres. Sin embargo, sí hay diferencias —y muy importantes— en cuanto a la prevalencia de la violencia, los efectos, los escenarios donde se produce, y sus consecuencias. Dichas diferencias reposan muchas veces en las propias condiciones de partida con las que se enfrentan las mujeres con discapacidad que, en la mayoría de los casos, cuentan con peores recursos y menos posibilidades de acceso a los estudios o a un trabajo. Además, suelen vivir más aisladas socialmente y tener menos acceso a la información en general, lo que finalmente minimiza sus posibilidades para romper con las situaciones de violencia.

Si analizamos la tipología de la violencia, se observa que la pauta es similar a la que se ve en las mujeres sin discapacidad: los episodios de violencia psicológica son más habituales, y la violencia física pasa a ser el último estadio, y suele surgir después de muchos años padeciendo otras formas de violencia, menos visibles. Sin embargo, sí se detecta un porcentaje mucho más alto de mujeres con discapacidad que han sufrido algún tipo de agresión sexual (intento de agresión, tocamientos o violaciones consumadas). Esto se corresponde con algunos de los informes oficiales que existen al respecto (según el ya citado Informe elaborado por el Parlamento Europeo sobre la Situación de mujeres pertenecientes a grupos minoritarios en la Unión Europea realizado en el año 2004, casi un 80 por ciento de las mujeres con algún tipo de discapacidad era víctima de violencia, presentando un riesgo cuatro veces mayor que el resto de las mujeres de sufrir violencia sexual). En definitiva, se detecta que hay mucha violencia sexual contra las mujeres con discapacidad, siendo la discapacidad intelectual, la enfermedad mental y la sordera, aquellos tipos de discapacidades donde encontramos mayor prevalencia de este tipo de violencia (Gomiz, 2017b).

En cuanto a los agresores, si ampliamos las opciones más allá de la pareja o expareja, nos encontramos que, en el caso de las mujeres con discapacidad, la violencia se produce en el ámbito más próximo: bien sea el seno familiar, o en las instituciones donde residen las mujeres.

La normalización de la violencia es otro de los hándicaps que existen para combatirla. La minusvaloración hacia las mujeres por el hecho de tener una discapacidad con la que afrontan sus trayectorias vitales suele hacer que se crean que tener pareja implica adquirir un estatus que les ha sido negado desde niñas, y que, además, se sientan incluso responsables de la violencia que reciben, por el hecho de tener una discapacidad.

Trabajar para lograr la interdependencia de las personas, y conseguir una inclusión real para las mujeres con discapacidad, que las permita acceder a todos los ámbitos de la sociedad en igualdad de condiciones, son algunas de las estrategias necesarias para combatir una invisibilidad cuyo único reflejo es una imagen distorsionada de vulnerabilidad y dependencia ajena a la realidad de las propias mujeres, que se convierte sin embargo en un aliado para mantener situaciones de violencia y mermar la autoestima y, con ellas, sus opciones. La implicación de la sociedad en general para promover el cambio, desde la inclusión, el respeto y el análisis de las capacidades de las mujeres, así como el fomento del conocimiento de sus necesidades, son la vía para dotar de voz a las mujeres con discapacidad y romper con las situaciones de discriminación y violencia que en muchas ocasiones las acompañan.

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Notas

1 Véase, por ejemplo, las estadísticas disponibles en páginas web de organizaciones como http://www.redfeminista.org/ o www.feminicidio.net

2 Tal es así, que son varios los artículos donde se atiende de forma específica a la situación de las mujeres y niñas con discapacidad. Una recopilación de ellos puede encontrarse en https://www.capacitismo.org/violencia-contra-ninas-y-mujeres, la página creada a tenor del proyecto de investigación del que surge este artículo.

3 Son varios los motivos para ellos. Entre ellos está que los cuidados siguen teniendo rostro de mujer, es decir, que es habitual que sean las mujeres quienes atiendan a familiares que requieren de ayuda, pero que ellas no reciban dicha ayuda en caso de necesitarla, sino que se busquen recursos alternativos que resuelvan dicha situación.