Reflexiones sobre las relaciones entre racionalidad, emotividad y ética

Domingo Fernández Agis

Universidad de La Laguna

dferagi@ull.edu.es

“Hay simples no-videntes y hay especialistas en no-ver”

Vytautas Karalius, Aforismos.

1. Introducción

Como ya he adelantado en el resumen inicial, en este breve ensayo pretendo hacer una aproximación a diversas cuestiones filosóficas relacionadas con el modo de vivir una situación vital marcada por una discapacidad y las diversas formas de actuar ante ella. Para adentrarme en tales cuestiones recurriré a la ayuda que pueden proporcionarnos dos textos literarios que, con toda justicia, merecen el calificativo de clásicos. Los autores de los mismos, Denis Diderot y Hervé Guibert, se adentraron en sus respectivas obras en esclarecedoras consideraciones sobre la ceguera. Las diferencias de época, parámetros culturales motrices y valores éticos de partida, hacen de las dos obras en las que me apoyaré para desarrollar ciertas reflexiones en este escrito dos excelentes instrumentos para el acercamiento especulativo a las dificultades que se plantean al pensar la limitación física o psíquica de un ser humano, así como a las formas de actuar ante ella.

Ésta es una cuestión esencial en la historia de la medicina y resulta esclarecedor constatar cómo también lo es en la historia de la filosofía. Así, desde Platón en adelante encontramos sugerentes referencias a la necesidad de actuar “ayudando a la naturaleza” (Dagognet, 1997, 21), para de ese modo compensar y, en su caso, llegar a superar las consecuencias de la enfermedad.

2. La interpretación de Hervé Guibert

La obra de Hervé Guibert titulada Des Aveugles, parte del intento de adentrarse en el mundo de los invidentes, dejando al margen los tópicos al uso y considerando todos los aspectos a tener en cuenta ante una limitación física como ésta, particularmente difícil de sobrellevar en una cultura como la que desempeña una función dominante en el momento actual, en la que el sentido de la vista ocupa una posición de incuestionable privilegio. En efecto, si siempre ha sido en cierta manera así, lo es ahora aún más, debido a la proliferación de recursos técnicos y en particular electrónicos, cuya utilización es en muchos casos prácticamente inviable si se carece del sentido de la vista, y cuyo uso cotidiano se ha convertido en problemáticamente eludible.

En un pasaje de su novela, dotado de particular elocuencia, recoge Guibert unas reflexiones a propósito de la apreciación del color, que resultan en buena medida esclarecedoras. Nos dice así que “el negro era para los ciegos un color tan desconocido como el blanco o el rosa. Ningún ojo veía negro, de la misma forma como ninguna oreja de sordo podía transmitir un silencio, sino una ausencia de silencio o de estridencia. Los ciegos no veían nada, simplemente. No vivían en las tinieblas, porque el nervio que habría podido proporcionarles conciencia de ello era amorfo” (Guibert, 1985, 33).

La referencia al carácter “amorfo” del nervio óptico, más allá de las objeciones que pueda suscitar su cuestionable pertinencia desde una perspectiva científica, apunta en una dirección iluminadora pues, en efecto, la percepción requiere de un aprendizaje, que acaba influyendo de manera decisiva sobre la operatividad concreta de las estructuras que la hacen posible. En consecuencia, la carencia o disfuncionalidad de algunas de esas estructuras, hace imposible el desarrollo y consolidación de las capacidades perceptivas potenciales de los sujetos. Según lo expresa Guibert, los invidentes a los que se refiere en su obra no veían ni siquiera de forma extremadamente débil o mortecina ese color, del que en principio se podría sospechar que podían tener una percepción interna, ni ningún otro color luminoso, pero eso no significa que viviesen en la oscuridad, tal como la conciben quienes detentan en plenitud la capacidad visual. De alguna manera, una peculiar luminosidad les alumbraba desde su interior. Si su vida estaba envuelta en la oscuridad, era porque ésta les rodeaba creando un entorno de opacidad que sólo los demás sentidos les ayudaban a disipar. Partiendo de ello, Hervé Guibert describe con una sensibilidad fuera de lo común la forma en que los invidentes aprenden desde su infancia a compensar con otros sentidos, en particular con el oído y el tacto, la ausencia de capacidad perceptiva visual (Guibert, 1985, 20-22). Aunque suela ser habitual que se hable de ello, no deja de resultar interesante esta referencia, ante todo por la singularidad del enfoque que le da el autor de esta novela.

He podido consultar sus archivos, conservados en el IMEC (Institut Mémoires de l’édition contemporaine). En ellos se encuentran los borradores y otros textos que fue elaborando como materiales de preparación para la escritura de su novela. En concreto en el dossier denominado “Les Aveugles“ (Guibert, 1985b) se guardan sus anotaciones a partir de su experiencia como “lecteur benevole” en el Institut National des Jeunes Aveugles. Esa experiencia fue crucial para comprender la forma en que se enfrentan las personas invidentes a las situaciones cotidianas y los sentimientos que tales experiencias van suscitando en ellos. Es curioso, a este respecto, que Guibert anote en los documentos preparatorios de su obra que desea realizar “un relato aterrador, puesto que ése es el género de lectura preferido por los ciegos” (Guibert, 1985b, 2). Para aquilatar esta sorprendente afirmación, se basa en su experiencia como lector de textos, con el objetivo de educar y entretener a los jóvenes invidentes que estaban internados en la mencionada institución.

Por otra parte, es muy llamativo el modo en que Guibert afrontó su labor como lector en dicha institución. A ese respecto, en sus notas afirma que ofreció al consejo de administración de la misma una lista ficticia de los libros que proponía como base de su actividad lectora. Ese listado no respondía a su intención real pero su contenido era comunmente aceptable. Actuó de esa forma porque lo que deseaba lograr era que se le concediera el visto bueno a su propuesta. En efecto, él quería que su propuesta resultase aceptada, aunque fuera su verdadera intención leer a las personas internadas en ese centro de acogida otras obras que consideraba, dado su perfil fuertemente emotivo y cuestionador de la moral establecida, como lecturas que no serían bien recibidas por los administradores de la institución, pese a que él estimaba que sí serían apreciadas por los beneficiarios de su voluntaria labor. No debe entenderse esto como signo marcante de una actitud irresponsable. Por el contrario, sí que lo es de su implicación personal en esa labor desinteresada. En tal sentido, Guibert anota asimismo en los documentos conservados en su archivo a los que me estoy refiriendo, que jamás faltaba ni llegaba tarde a su trabajo en el Instituto (Guibert, 1985b, 3). Como ya he indicado, si había escogido otras lecturas era porque pensaba que, en el plano emocional, éstas podrían ayudar a sus oyentes, aunque su contenido no se ajustase demasiado a las convenciones sociales.

Otras anotaciones interesantes son las que se refieren a las obras que leyó en privado, de cara a abordar la escritura de su novela. Uno de los pasajes más inquietantes de ésta es el que se refiere a una acción cruel de la protagonista, que más adelante describiré. En relación con dicha acción, es significativo que haga referencia en sus anotaciones a la obra de Nicolai Leskow, Le Voyageur enchanté (Leskow, 2011). En concreto, a una secuencia narrativa de la misma en la que se describe el extremadamente cruel maltrato infligido a un caballo, con el criminal objetivo de dejarlo ciego. De igual forma, merece ser destacada la incorporación a sus notas de trabajo de esta archicitada frase de la obra de Sakespeare, King Lear : “Es propio de la miseria de los tiempos que los ciegos sean conducidos por los locos”. Por lo demás, resulta especialmente significativa, en relación al objetivo perseguido por Guibert con la elaboración de esta obra, la anotación siguiente: “La única cosa que me gustaría que se evitara decir de esta historia es que el microcosmos es una imagen del macrocosmos, que la ceguera es un símbolo, que este mundo cerrado del Instituto no es sino una variante, una imagen del mundo aparentemente grande y abierto del exterior” (Guibert, 1985b, 36).

En efecto, él no quería que su obra fuese interpretada de ese modo. Deseaba escribir una novela que impactara con fuerza en la conciencia de quienes la leyesen, ante todo por las profundas verdades sobre los aspectos emocionales de la vida de las personas que sufren una limitación física importante que, a través de la ficción, él consideraba que podría revelar de la manera más elocuente.

3. Diderot o cómo afrontar la vida en la oscuridad en pleno “Siglo de las luces”1

En un elocuente pasaje de la obra de Denis Diderot, titulada Carta sobre los ciegos, se recoge la siguiente apreciación, tan sugestiva como intelectualmente estimulante: “Señora, abrid La Dióptrica de Descartes y veréis los fenómenos de la vista relacionados con los del tacto, y figuras de óptica llenas de figuras de hombres ocupados en ver con bastones. Descartes, y todos los que vinieron después, no han podido darnos ideas más claras sobre la visión” (Dide­rot, 2002, 13).

Diderot era consciente del reto científico y filosófico que supone lograr una explicación rigurosa de los procesos que hacen posible la visión. Sabía que no bastaba alcanzar una explicación de la mecánica de la percepción visual, pues la fundamentación y la interpretación de esos fenómenos no se agotan en el contenido de la explicación científica, aunque ésta sea acertada, cosa que en su época había muchos menos medios que hoy en día para asegurar.

La mirada, cuando se dirige al otro, tiene como finalidad primaria reconocerlo en tanto que sujeto independiente y permitir nuestro posicionamiento mental ante él. Por ello afirma Diderot que “sólo estudiamos los rostros para reconocer a las personas; y no retenemos el nuestro porque nunca correremos el peligro de tomarnos por otro, ni a otro por nosotros” (Diderot, 2002, 15).

Este curioso fenómeno caracterizado por el olvido, el descuido o la ignorancia del sujeto frente al propio rostro tiene, sin embargo, otros fundamentos y derivaciones que Diderot no tomó en consideración. Puede suceder, en contra de lo que él afirma, que nos tomemos por otro. Esto, que podía resultar relativamente poco probable en la época de Diderot, donde los espejos en los que la gente se miraba eran los que desde siglos atrás habían existido, puede suceder en la nuestra de manera mucho más fácil, pues nos miramos sobre todo en espejos tecnológicos.

La prosa de Diderot está dotada de unas admirables cualidades. Nos permite introducirnos en situaciones en las que el debate intelectual se entrevera con las situaciones vitales cotidianas. De esa forma, nos muestra cómo es posible hacer una filosofía desde la vida y para la vida. Así sucede, por ejemplo, cuando nos dice que ninguna experiencia le ha resultado más llamativa que el modo en que una persona invidente reacciona cuando quienes no padecen esa limitación se sorprenden de sus capacidades para afrontar las situaciones más comunes en la existencia humana. En ese sentido, relata que, ante una situación semejante, un invidente dijo a sus interlocutores: “¿por qué no os asombra también que hable?”

Diderot señala al respecto, que esa respuesta revela una profunda verdad. Dice que “es sin duda sorprendente la facilidad con la que aprendemos a hablar. Sólo conseguimos vincular una idea con cantidad de términos que no pueden ser representados por objetos sensibles y que, por así decirlo, no tienen ningún cuerpo, gracias a una serie de combinaciones finas y profundas de las analogías que observamos entre tales objetos no sensibles y las ideas que ellos despiertan” (Diderot, 2002, 17-18). Por ello concluye que hemos de “admitir, por consiguiente, que un ciego de nacimiento debe de aprender a hablar con más dificultad que los demás; como el número de objetos no sensibles es mucho mayor para él, tiene menos campo para comparar y combinar” (Diderot, 2002, 17-18).

En efecto, sin el apoyo que el sentido de la vista puede prestar desde la primera infancia, se requiere un esfuerzo mayor para el aprendizaje de la lengua, ya que es mucho más difícil utilizar la función denotativa de los términos para adquirir un vocabulario y posicionarse en el mundo. Puesto que estructurar su diccionario personal es, para un ser humano, situarse en el mundo. La posición materialista que caracteriza la actividad intelectual de este gran pensador, que también podemos calificar de deconstructiva en el sentido que Jacques Derrida da a este término, nos ofrece unos resultados dotados de una gran potencialidad teórica y práctica. Es elocuente, partiendo de tal presupuesto, que afirme que nunca ha puesto en duda “que el estado de los órganos y de los sentidos tiene mucha influencia sobre nuestra metafísica y nuestra moral, y que nuestras ideas más puramente intelectuales, si puedo expresarme así, están muy relacionadas con la conformación de nuestro cuerpo” (Diderot, 2002, 18-19). Partiendo de tales presupuestos, nos dice que preguntó al invidente acerca de cuestiones morales y por sus respuestas se dio cuenta “de que sentía una prodigiosa aversión hacia el robo”, exponiendo acto seguido que dicha aversión “nacía en él de dos causas: de la facilidad de que le roben sin que se dé cuenta y, tal vez más, de la que se tiene para verlo si él lo hace” (Diderot, 2002, 18-19).

El trasfondo materialista del pensamiento de Diderot se hace patente aquí, pero también la vocación pragmática de su filosofía, que busca siempre servir de base para un posicionamiento eficiente en el mundo y que, para lograrlo, llega a veces a aproximarse al cinismo. Pero no se trata de un cinismo que nace del desprecio a la vida y costumbres de los humanos, sino de un cinismo que proviene de un profundo conocimiento de ello y que busca la forma de sacar el máximo partido a la existencia, evitando en la mayor proporción posible los contratiempos que inevitablemente la acompañan.

La proyección moral de estos planteamientos queda patente en toda su radicalidad cuando Diderot afirma:

“¡Hasta tal punto dependen nuestras virtudes de nuestra manera de sentir y del grado en que nos afectan las cosas externas! Por eso no tengo la menor duda de que, sin el temor al castigo, a muchas personas les costaría menos matar a un hombre a una distancia en la que le vieran del tamaño de una golondrina que degollar un buey con sus propias manos” (Diderot, 2002, 19).

El gran filósofo ilustrado alude aquí a algo que en nuestra época se constata con dolorosa y palmaria frecuencia. En ese sentido, podríamos hacer referencia al uso de las tecnologías bélicas que hacen posible causar daños desmesurados sin que quien recurre a ellas perciba el sufrimiento que ha causado en un determinado grupo de seres humanos con el poderoso armamento que se ha empleado para atacar la posición que ocupaban. Pensemos, por ejemplo, en un misil que se lanza desde un caza bombardero a más de sesenta kilómetros de distancia con respecto a su objetivo. En efecto, salvo en casos extremadamente patológicos, es más difícil para un ser humano inmerso en una guerra hacer daño a otra persona mientras mira su rostro, que lanzar un ataque contra sus enemigos sin tener la posibilidad de percibir las expresiones de terror y dolor que de cerca podrían observarse en esos seres humanos, víctimas del referido ataque bélico. Sobre ello ha realizado Lévinas algunas reflexiones que tienen una fuerza expresiva extraordinaria, pues considera que detenerse a mirar el rostro de otra persona conlleva habitualmente adquirir sin advertirlo el compromiso de no hacerle daño (Lévinas, 2006, 293-4).

Por otra parte, cuando Diderot aborda la cuestión de los fundamentos sensoriales del desarrollo intelectual, hace una referencia curiosa a Descartes, aludiendo a su concepción de los autómatas. Nos dice que, “si alguna vez un filósofo ciego y sordo de nacimiento hiciera un hombre a imitación del de Descartes, os puedo asegurar, señora, que situaría el alma en la punta de los dedos; porque es ahí de donde le vienen sus principales sensaciones y todos sus conocimientos” (Diderot, 2002, 23). De alguna manera, estas consideraciones pueden interpretarse como una crítica al intelectualismo, en la medida en que éste quiera desligar la producción del conocimiento de las capacidades perceptivas.

Por lo demás, como es fácil apreciar, su posición guarda ciertas similitudes con las de otros pensadores ilustrados, en particular con la defendida por Condillac. Sin embargo, al analizar cómo las personas invidentes llegan a desarrollar mecanismos perceptivos de carácter compensatorio, Diderot apela al sentido del tacto como fundamental en el desarrollo intelectual, no sólo de quienes padecen las limitaciones que conlleva la ceguera.

Un paralelismo con gran valor expositivo y asimismo jugosamente clarificador es el que plantea en relación al lenguaje, refiriéndose en particular a cómo aquellas personas que tienen un léxico muy limitado sacan el máximo partido de los escasos recursos expresivos de que disponen. Con ello pueden encontrar salidas comunicativas acertadas, que podrán ser de gran utilidad a aquellos otros seres humanos que no padecen esas limitaciones lexicales. “He observado -nos dice Diderot- que la carencia de palabras produce el mismo efecto sobre los extranjeros que todavía no están familiarizados con la lengua y tienen que decir todo con muy pocos términos, lo que les fuerza a colocar algunos con gran acierto. Pero como, en general, toda lengua es pobre en palabras apropiadas incluso para los escritores de imaginación encendida, los ciegos están en el mismo caso que los extranjeros ingeniosos. Las situaciones que inventan, los matices delicados que perciben en los caracteres, la ingenuidad de las pinturas que tienen que hacer, les apartan en todo momento de las maneras de hablar ordinarias y les hacen adoptar giros admirables” (Diderot, 2002, 36).

En la novela de Hervé Guibert en cuyo comentario me adentraré ahora, podemos encontrar notables paralelismos con lo expuesto por Diderot, aun siendo una obra de carácter fuertemente literario y muy innovadora en el uso de los recursos estilísticos que con gran pasión creativa vuelca en ella su autor.

4. Confluencias

En la obra de Hervé Guibert, Josette, una de las protagonistas, aunque es invidente está obsesionada con el color. Tal vez por ello, y por chocante que parezca, desea adquirir como animales de compañía unos ratones que sean completamente blancos. Podríamos pensar que, además de su sensibilidad hacia el color, tal vez su íntimo deseo era poseer unos seres vivientes que dependieran de sus cuidados para subsistir. En todo caso, el vendedor al que se dirige para adquirirlos le dice que no existen ratones que sean totalmente blancos, pero ella insiste en que quiere que los suyos lo sean. De esta manera revela que, paradójicamente, su ceguera la inclina a buscar una pureza en el color que no existe en la vida real tal como ésta puede ser visualmente percibida y que, a pesar de lo que se le diga con el fin de hacerla dudar de sus presuposiciones, para ella la pureza del color es un signo clave de la pureza de las cosas (Guibert 1985, 13-14). Robert, su pareja, que también es invidente, muestra una gran atracción por la ropa, prestando igualmente mucha atención al color y a la forma de la misma, aunque no tenga ninguna relación la ropa que le atrae con el tipo de actividades que él puede realizar, dada su importante limitación física. Pese a ello, sí que la tiene con sus más íntimos deseos.

Así, cuando cobra una ayuda por su deficiencia física, adquiere de inmediato un traje de motorista, fabricado en cuero de color negro (Guibert 1985, 15). Para él es algo muy ilusionante poseer una prenda así, que le hará sentirse como alguien que puede pilotar una moto, aunque bien sabe que, debido a su limitación sensorial, no podría hacerlo en realidad. También considera esencial que tal prenda tenga el color que desea, pese a que él no pueda verlo. En diversos pasajes de la obra, Guibert hace referencia a la atención de los invidentes al color de la ropa que quieren llevar, en particular a la anhelada viveza de los colores de ésta, tal como ellos la imaginan (Guibert 1985, 26). Esto constituye una productiva proyección de la información que fue recogiendo en los borradores previos a la elaboración de esta novela, así como de sus anotaciones a propósito de dicha información (Guibert, 1985b, 8).

En relación con ello, merece destacarse que Robert, a pesar de su ceguera, albergó en su infancia el sueño de llegar a ser pintor. Un profundo deseo que dice mucho de su personalidad y en particular de su voluntad de superación, pero que acabó marginando en un rincón secreto de su vida mental ante la reacción adversa del que era entonces su profesor (Guibert 1985, 30). De esa forma manifiesta el autor de esta obra que los deseos humanos responden a lo que anhelamos ser y no tienen por qué estar en estricta armonía con las posibilidades y limitaciones de cada cual; es decir, con lo que en realidad hemos llegado a ser en un momento determinado de nuestra vida. Más bien suele suceder lo contrario y los deseos empiezan por intentar imponerse a la realidad, para acabar en muchas ocasiones alterándola de manera significativa.

Otra cuestión que debe ser destacada es la forma en que los invidentes se relacionan, tanto íntima cuanto socialmente, con su ceguera. Quienes la padecen, la asumen e intentan que la acepten los demás de la mejor forma posible. Así Josette, que perdió la vista a los tres años, miente sobre esa circunstancia, afirmando que ella es ciega de nacimiento (Guibert 1985, 16-17). A través de esa reiterada mentira, comprendemos que el deseo de ser aceptada en su entorno prevalece en ella sobre otras posibles consideraciones. Josette piensa que los demás invidentes la aceptarán mejor si les dice que nunca ha tenido la capacidad de ver. Así no podrán considerar que en algún momento formó parte del grupo de personas con capacidad visual normal que, para ellos, es en buena medida un colectivo con el que mantienen una insalvable rivalidad, por heterogénea que ésta sea en cada caso, y que les inspira un permanente recelo.

Guibert menciona la atención prestada a la educación en las prácticas de higiene, en la institución que describe en su novela. Considera que la higiene de los invidentes que recibían educación en ese internado era considerada por los familiares de los internos, al igual que por los benefactores que visitaban de cuando en cuando la institución, como un aspecto esencial y digno de ser admirado cuando los invidentes le otorgaban la atención requerida (Guibert 1985, 27). Esto es así, podríamos pensar, porque la atención a las prácticas de higiene es un factor importante para la integración social y constituye, al mismo tiempo, un signo efectivo del compromiso particular de los individuos en el logro de tal integración.

Una referencia que nos ofrece una elocuente ilustración de la forma en que las personas invidentes pueden relacionarse con productos culturales que son importantes para quienes no están sujetos a tales limitaciones, es la que se refiere al interés que manifiestan por las artes visuales. En base a su experiencia personal, Guibert la describe elocuentemente, al hablar del sorprendente gusto de los personajes principales de su novela por las películas de terror (Guibert 1985, 2). Otro tanto sucede con ciertos juegos, como el Mikado, con el que de antemano no parece posible que puedan disfrutar las personas invidentes, pues en ese juego es esencial la coordinación entre la vista y el movimiento manual, y que, sin embargo, como describe Guibert y sucede frecuentemente en la realidad, ponen en evidencia la capacidad de adaptación de los seres humanos y revelan las estrategias que son capaces de inventar para remontar las dificultades que conllevan las limitaciones físicas que tantas veces se padecen, o al menos hacer frente a las duras experiencias emocionales que vivir con esas limitaciones provoca (Guibert 1985, 41-42). También desde esta perspectiva, la obra de Hervé Guibert en cuyo comentario ahora me estoy deteniendo, resulta de un valor excepcional, a la hora de ayudarnos a comprender cómo se enfrentan, en muchos otros sentidos, los seres humanos a dichas limitaciones.

Guibert no escatima la atención a ningún aspecto, por desagradable que la descripción de éste pueda ser, relacionado con la forma en que las personas pueden reaccionar emocionalmente ante una limitación física como la ceguera. Así relata la sorprendente y cruel acción de Josette, que coge a su ratón favorito, que es en realidad de sexo masculino aunque ella cree que es de sexo femenino, y lo deja ciego porque, según dice, quiere que sea como ella. Así, tras clavarle una aguja en cada uno de los ojos, le dice al pobre animal que ahora será igual que ella y, en consecuencia, llevará a partir de entonces su mismo nombre (Guibert 1985, 52- 53). Ese gesto excepcionalmente cruel expresa, sin embargo, una necesidad subyacente de establecer lazos afectivos profundos con otros seres. En efecto, ese terrible gesto nos dice que ella cree que sólo puede amar a un ser que sienta próximo y semejante a sí misma, motivo por el cual realiza esa acción tan cruel y reprobable.

Por otra parte, hay que hacer alusión a la desconfianza que las personas que padecen una limitación física tan importante como es la ceguera, pueden sentir hacia quienes no tienen una limitación semejante. Guibert menciona en diversos pasajes de su novela los engaños de que son víctimas, aprovechándose de su limitación (Guibert 1985, 69). Tal vez por ello estas personas desconfían más de los otros seres humanos que no sufren la discapacidad que ellos padecen e intentan sobre todo establecer relaciones con personas invidentes. En cualquier caso, este aspecto de la historia narrada nos ayuda a pensar en las inseguridades que generan las limitaciones físicas en quienes las sufren. En ese sentido, nos permite reflexionar acerca de la importancia de una atención psicológica específica, que ayude a estas personas a afrontar de forma positiva los retos que conlleva su limitación y que contribuya a ayudarles a superar el muro que ésta pone frente a ellas en cada momento de sus vidas. Frente a tales dificultades, encontrar la forma de reafirmarse en su existir merece en este caso ser objeto de una profunda admiración. Desde tal perspectiva adquiere pleno sentido la alusión a ello que hace María Zambrano al hablar de “una presencia entera, pura, como la de un ciego” (Zambrano, 1994, 137).

5. Aspectos bioéticos básicos de la atención sanitaria a las personas con discapacidad

Al comenzar este apartado, habría que recordar que cada vez que se ha realizado un estudio, a partir de la recepción de los enfermos en un centro hospitalario y los dilemas éticos que el enfoque del tratamiento médico a aplicarles conlleva, los resultados han venido a apuntalar la hipótesis de la existencia de un gran número de problemas éticos relacionados con el enfoque adecuado de la atención sanitaria (Wulff, Pedersen, Rosenberg 2006, 225). En ese sentido, se ha afirmado con acierto que “los códigos o sistemas morales están formados por muchos factores y su validez moral depende de su grado de coherencia interna, es decir, de hasta qué punto los factores son mutuamente compatibles. Es necesario, por ejemplo, que nuestras actitudes morales reales sean compatibles con nuestras suposiciones metaéticas; por tanto, el especialista en ética médica ha de ocuparse tanto de la ética normativa como de la metaética” (Wulff, Pedersen, Rosenberg 2006, 230).

Ello implica una toma de posición en favor de la reflexión ética como presupuesto esencial de la acción en los diferentes ámbitos del cuidado sanitario. Esto es así porque no basta con el conocimiento y aplicación de un código deontológico para que la acción abordada resulte irreprochable desde un punto de vista moral. Las dificultades de la atención sanitaria durante la pandemia del COVID-19 han venido a reforzar la base de estas apreciaciones. Así pues, hoy sabemos más que nunca que “una serie aceptable de principios morales ha de tener en cuenta los hechos empíricos. Un código de ética médica, por ejemplo, ha de reflejar, entre otras cosas, la organización del servicio de salud y el grado de educación de la población, sin olvidar el estado del conocimiento médico y de la tecnología” (Wulff, Pedersen, Rosenberg 2006, 230). Sin embargo, ha de tenerse en cuenta que al hacer afirmaciones de este tipo no estamos renunciando a la posibilidad de enunciar principios morales de carácter universal. En ese sentido, un buen ejemplo nos lo ofrecen algunos pensadores, como aquellos cuyas ideas evocan los autores de la obra a la que ahora estoy haciendo referencia. Desde esa estimación, para ellos, “tanto Kant como Rawls pueden ser considerados partidarios de la deontología de regla porque creen que es posible formular principios morales generales” (Wulff, Pedersen, Rosenberg 2006, 237).

Sin embargo, la referencia a Jean Paul Sartre les sirve para ilustrar una posición muy diferente, pues desde la perspectiva que caracteriza el pensamiento de este autor, “la única ayuda que podemos ofrecer a alguien que debe tomar una decisión difícil es la de aclararle las circunstancias reales que constituyen las premisas de la elección. La persona misma ha de hacer la elección y soportar las consecuencias” (Wulff, Pedersen, Rosenberg 2006, 238). Sin duda, esto debería ser así si la situación del paciente lo permite, pero bien sabemos que no siempre suceden las cosas de esta manera.

Los autores que han colaborado en la redacción de la obra a la que estoy haciendo referencia en este apartado de mi trabajo, consideran que “un conjunto de creencias morales ha de ser congruente, que nuestras propias decisiones dependen de los principios morales que aceptamos y que esos principios reflejan nuestros supuestos metaéticos. Así pues, no es posible hacer una clara distinción entre la ética normativa y la metaética. Los especialistas en ética médica, a diferencia de los científicos del ámbito de la medicina, no esperan demostrar la verdad, sino que buscan lo que Norman Daniels ha llamado un amplio equilibrio reflexivo” (Wulff, Pedersen, Rosenberg 2006, 238-239). Para lograrlo han de ponerse en relación las reflexiones e intuiciones de carácter ético, los principios y normas deontológicas y las teorías filosóficas (Wulff, Pedersen, Rosenberg 2006, 238-239).

Por lo demás, he de mostrar mi acuerdo con la perspectiva en que confluyen esos planteamientos en la obra citada, ya que a través de ella se busca una relación congruente entre los aspectos personales e institucionales, en lo referido a la atención sanitaria, y se considera que los objetivos perseguidos a través de ella han de justificarse mediante “un diálogo racional” (Wulff, Pedersen, Rosenberg 2006, 240).

En cualquier caso, ante el dilema de elegir el mejor tratamiento para una determinada enfermedad, hay que tener en cuenta que la “evaluación de las probabilidades pertenece claramente al campo de las ciencias naturales, mientras que la evaluación de la utilidad implica un juicio de valor ético, cuando menos, en parte” (Wulff, Pedersen, Rosenberg 2006, 245).

En cierta manera, una aplicación coherente de los principios deontológicos básicos debe conducirnos a un cuestionamiento permanente de las actitudes paternalistas, en particular en el ámbito de la atención sanitaria. En efecto, por diversas razones, las diferentes formas de conducta paternalista suelen estar presentes en la atención a los pacientes con discapacidad. Partiendo de este presupuesto, es importante evocar la perspectiva kantiana, que se opone a los planteamientos utilitaristas y subraya siempre el valor de la autonomía individual. Sin embargo, a veces es necesario actuar en favor de los intereses de un paciente, sin que éste pueda ofrecer su opinión y consentimiento al respecto. Por ello la propuesta de los autores de la obra cuyo contenido estoy comentando es prestar la debida atención a la presencia de actitudes paternalistas por parte del personal sanitario y, ante todo, “distinguir entre tres tipos de paternalismo: paternalismo genuino, paternalismo solicitado y paternalismo no solicitado” (Wulff, Pedersen, Rosenberg 2006, 250).

Es bien cierto que hay circunstancias en las que las actitudes paternalistas resultan ineludibles. Las personas que tienen que afrontar el recrudecimiento de las dificultades vitales que conlleva la presencia de una discapacidad pueden ofrecernos, partiendo de su experiencia, una información extremadamente valiosa al respecto. En todo caso, no hay que olvidar que, tal como Michel Foucault ha sabido demostrar a través de sus investigaciones, a partir del siglo XVIII se inician una serie de transformaciones de la atención sanitaria que acabarán convirtiéndola en un asunto con importantes proyecciones económicas, sociales y políticas (Foucault, 1994, 13-14).

En líneas generales, el ejemplo más obvio es el que nos ofrece lo que puede denominarse paternalismo genuino, que puede ejemplificarse a través de la conducta protectora de los padres hacia sus hijos, durante la infancia de éstos. A ese respecto, no hay que olvidar que el personal sanitario ha de atender a veces a pacientes “que están inconscientes, a los que deliran debido a la fiebre elevada o a otros con problemas mentales importantes y, en todos los casos en que la autonomía esté disminuida de forma considerable, no cabe duda de que la conducta paternalista es necesaria” (Wulff, Pedersen, Rosenberg 2006, 250).

Es posible que la persona que se encuentra en una situación de absoluta dependencia, como consecuencia de su precario estado de salud, renuncie por completo a tomar decisiones y deje éstas en su plenitud en manos de los profesionales sanitarios que lo atienden. También es muy frecuente que ni siquiera pueda plantearse la disyuntiva de participar o no en las decisiones que le afectan. En estos casos se suele adoptar una actitud paternalista, que no es moralmente reprobable. En efecto, “es moralmente aceptable el paternalismo solicitado porque implica que la persona involucrada ha dado su consentimiento, ya sea en forma explícita o implícita” (Wulff, Pedersen, Rosenberg, 2006, 251).

Las actitudes paternalistas dejan a un lado la subjetividad del paciente, sin comprometer realmente las subjetividades del personal sanitario que lo tiene a su cargo, pues se considera que cualquier intervención programada desde esos presupuestos, la mayor parte de las veces de carácter implícito, es de sentido común y no necesita justificación bioética. Sin embargo, un análisis detenido de esas situaciones suele poner de relieve diversos aspectos éticamente cuestionables y que, comúnmente, son pasados por alto en muchas de las concreciones de la praxis atencional.

No obstante, teniendo en cuenta los aspectos más censurables de las actitudes paternalistas y las diversas justificaciones que se suelen dar a las mismas, en esta obra se señala que “el único tipo de paternalismo que crea importantes problemas éticos es el paternalismo no solicitado. Desde el punto de vista kantiano, siempre resulta moralmente inadecuado descuidar la autonomía de un paciente; sin embargo, no es permisible atajar esta discusión con una afirmación de este tipo, que no compromete nada” (Wulff, Pedersen, Rosenberg, 2006, 251). En efecto, una mera declaración de intenciones es insuficiente. En la atención sanitaria se requieren compromisos determinantes, que conduzcan a acciones bien fundamentadas moralmente y eficientes en sus resultados. Esto es válido en todos los casos, aunque posee unas connotaciones singulares cuando se trata de la atención sanitaria a personas que están afectadas por una discapacidad.

6. Conclusiones

Para exponer las conclusiones de este trabajo, recurriré a una aproximación a la neurociencia de la mano de Lisa Feldman. Quiero plantear así estas líneas conclusivas porque considero que la toma en consideración de sus planteamientos puede ser muy relevante, desde la perspectiva de los objetivos perseguidos en esta aproximación ética a la experiencia y tratamiento de la discapacidad, pues esta investigadora ha prestado una particular atención a los aspectos emocionales del comportamiento que tanta relevancia tienen siempre y en especial en estos casos. Así, al explicar su peculiar enfoque de la investigación, afirma esta neurocientífica que, en los inicios de sus investigaciones, se sintió muy sorprendida al comprender que “un suceso mental como el miedo no está generado por un solo conjunto de neuronas, y combinaciones de neuronas diferentes pueden dar lugar a casos de miedo” (Feldman, 2018, 39).

Esta referencia que acabo de hacer está dotada de unas implicaciones y un trasfondo filosóficos en los que no se suele reparar. En efecto, el positivismo y el pragmatismo han servido de orientación a este tipo de investigaciones, conduciendo muchas veces a conclusiones de una morbosa parcialidad. Por ejemplo, se ha buscado sin cesar la región del cerebro en la que ubicar las emociones. Sin embargo, Feldman considera que ese enfoque es erróneo ya que ha quedado demostrado que “ninguna región cerebral contenía la huella dactilar de una emoción dada. Tampoco se encuentran esas huellas dactilares si consideramos múltiples regiones conectadas al mismo tiempo (una red cerebral), ni si estimulamos eléctricamente neuronas individuales” (Feldman, 2018, 43). En base a ello y tras cotejar empíricamente diferentes hipótesis, Feldman, y otros muchos investigadores, han llegado a concluir que “las emociones surgen de la activación de neuronas, pero no hay neuronas dedicadas exclusivamente a las emociones” (Feldman, 2018, 43).

Por otra parte, desde la línea interpretativa que ha ido forjando, considera que el enfoque más habitual del estudio de las emociones ha tomado como presupuesto estimar que algunas de ellas son de naturaleza innata y compartidas por todos los humanos. Frente a esta común apreciación, “según la teoría de la emoción construida, las emociones no son innatas, y si son universales es a causa de unos conceptos compartidos. Lo que es universal es la capacidad de formar conceptos que den significado a nuestras sensaciones físicas” (Feldman, 2018, 62-3).

Por consiguiente, la extensión social de una emoción sería consecuencia de factores experienciales y culturales, en lugar de apoyarse solamente en soportes biológicos de carácter innato. Sin duda éstos existen, pero no determinan el contenido de las emociones que los sujetos experimentan en sus vidas. En ese sentido, Feldman concluye que “ninguna innovación científica revelará milagrosamente una huella dactilar biológica de ninguna emoción. La razón es que nuestras emociones no son algo intrínseco que espera ser revelado. Las emociones están construidas. Por nosotros. No reconocemos emociones ni identificamos emociones, sino que construimos nuestras experiencias emocionales y las percepciones ajenas en el acto, según se necesite, mediante una compleja interacción de sistemas” (Feldman, 2018, 65).

Por otra parte, suele considerarse que los procesos perceptivos son fruto de determinados automatismos. En efecto, es cierto que en base a la experiencia se construyen en el cerebro humano estructuras neuronales que automatizan hasta cierto punto la recepción y el uso de la información. Sin embargo, aunque “a la gente le gusta decir que hay que ver para creer, (...) el realismo afectivo demuestra que hay que creer para ver. El mundo suele mantenerse al margen de nuestras predicciones” (Feldman, 2018, 107).

En base a este presupuesto, Lisa Feldman concluye elocuentemente que “sentimos lo que el cerebro cree” (Feldman, 2018, 108). Este enfoque pone de relieve el peso de las emociones y las creencias en los procesos cognitivos. En definitiva, a su juicio, “el cerebro humano está estructurado anatómicamente para que ninguna decisión o acción pueda estar libre de interocepción y de afecto, sea cual sea la ficción que nos contemos sobre lo racionales que somos” (Feldman, 2018, 113). Por tanto, para bien o para mal, las emociones contaminan todos los procesos cerebrales.

Además de ello, no podemos olvidar que los aspectos conceptuales desempeñan un cometido esencial en los procesos perceptivos. Al respecto, Feldman ofrece el ejemplo de la imposibilidad de reconocer rostros que se da en los bebés poco después de nacer. Normalmente ellos pueden ver, pero resulta paradójico constatar que “son ciegos experiencialmente”. No obstante, dejan de serlo cuando construyen la estructura perceptivo-conceptual correspondiente, “a partir de las regularidades perceptuales” (Feldman, 2018, 135). Así pues, tales estructuras mentales orientan de forma decisiva los procesos perceptivos.

Tan grande es su peso en la conducta que, como considera Feldman, “las emociones no son reacciones al mundo; son nuestras construcciones del mundo” (Feldman, 2018, 141). En el estudio de lo que conlleva una limitación física importante, como es el caso de la ceguera al que aquí he apelado para construir la línea expositiva básica de este trabajo, la atención a los aspectos emocionales a los que se enfrentan las personas que padecen tal limitación, así como quienes pueden ayudarles a llevar una vida digna, tiene una importancia crucial. Por ello he considerado ineludible concluir estas consideraciones haciendo alusión a los mismos y a la importancia que la reflexión filosófica tiene para llegar a comprenderlos. Abundando en ello, quiero poner una vez más de relieve la importancia de aproximarnos a la estrategia de reflexión y a la eficiente aplicación de los principios que Michel Foucault consideró como esenciales:

“1. Rechazo a aceptar como evidente lo que se nos propone; 2. Necesidad de analizar y saber, puesto que nada de lo que tenemos que hacer puede ser hecho sin reflexión, sin conocimiento, sin curiosidad; 3. Principio de innovación: buscar en nuestra reflexión lo que nunca ha sido pensado o imaginado. Por tanto: rechazo, curiosidad, innovación” (Foucault, 1980, 2).

Bibliografía

Dagognet, F. (1997), Georges Canguilhem. Philosophie de la vie. Essonne, Institut Synthélabo

Diderot, D. (2002), Carta sobre los ciegos. Valencia, Pre-Textos

Feldman, L. (2018), La vida secreta del cerebro. Cómo se construyen las emociones. Barcelona, Paidós

Foucault, M. (1994), “La politique de la santé au XVIIIe siècle”, en Foucault, M., Dits et écrits, vol. III, Paris, Gallimard

Foucault, M. (1980), “Power, Moral, Values, and the Intellectual”. Entrevista realizada por Michel D. Bess. San Francisco, 3 de noviembre 1980. Caen, Archivo Michel Foucault, D 385, IMEC

Guibert, H. (1985), Des Aveugles. Paris, Gallimard

Guibert, H. (1985b), GBT 1/7. Dossier relativo a la elaboración de la obra, Des Aveugles. Caen, Archivo Hervé Guibert, IMEC

Leskow, N. (2011), Le Voyageur enchanté. Paris, Éditions Payot

Lévinas, Emmanuel. Totalité et infini. Paris, Livre de Poche: 2006.

Wulff, H.., Pedersen, S. y Rosenberg, R. (2006), Introducción a la filosofía de la medicina. Madrid, Triacastela

Zambrano, M. (1994), “El poeta y la muerte. Emilio Prados”, en Zambrano, M., España, sueño y verdad. Madrid, Siruela

Notas al final

1. Diderot fue encarcelado por haber escrito la obra Carta a los ciegos para uso de los videntes, a pesar de haberla publicado de forma anónima.