Reseña de: Ferguson, Niall (2021): Desastre. Historia y política de las catástrofes. Barcelona: editorial Debate.

ISBN: 978-84-18056-73-4

“Parece ser que jamás en toda nuestra vida ha existido un momento de mayor incertidumbre sobre el futuro y mayor ignorancia con respecto del pasado que el actual” (p. 17). Esta es la primera frase que encontramos en el texto introductorio de la última obra publicada del prestigioso historiador y economista Niall Ferguson. Sin embargo, no es la pandemia que, por desgracia, aún nos asedia -aunque se le dedique un comentario de 2 capítulos- el tema principal de esta obra, ni es este un libro oportunista como lo son, lamentablemente, la inmensa mayoría de los que se han publicado a raíz de los estragos causados por el terrible coronavirus.

Si esta obra no es una historia de esta pandemia -que tampoco podría escribirse por no haber terminado aún-, ¿se trata de una historia global de las pandemias? Tampoco. Ferguson tiene un objetivo mucho más ambicioso al querer llevar a cabo una historia general del desastre, y no solo de las pandemias. Por ello, se incluyen todo tipo de catástrofes, ya sean estas geológicas, geopolíticas, biológicas o tecnológicas; un catálogo a nuestra disposición de terremotos, erupciones volcánicas, hambrunas, guerras o accidentes nucleares, entre muchas otras.

Sin agotar todas las posibles catástrofes, la visión que pone ante nuestros ojos Ferguson es la de una especie de lucha de los individuos y las sociedades con la muerte y la desolación contada a lo largo de más de seiscientas páginas. De hecho, para este célebre autor, los desastres son capaces de dividirnos a todos nosotros en tres grupos: “los muertos prematuros, los afortunados supervivientes y quienes quedan con secuelas o traumatizados de forma permanente” (p. 444). ¿Qué lecciones, entonces, se podrían extraer de tan dramático resultado? ¿Resulta posible con estos mimbres componer una teoría general de las catástrofes?

Ferguson no se arruga ante este difícil envite, y no solo sale airoso de él, sino que consigue confeccionar con suma habilidad una plausible teoría general del desastre que vamos a tratar de resumir en solo cinco apartados o epígrafes fundamentales, de diferente importancia cada uno, pero todos ellos imprescindibles para que el lector, sea amante o no de la Historia, pueda hacerse una clara idea de la amplitud y complejidad del tema analizado. A causa de la limitada extensión de cualquier reseña, vamos a extraer, por tanto, solamente las cinco enseñanzas o lecciones de su admirable trabajo que consideramos esenciales.

En primer lugar, podemos afirmar, sin miedo a equivocarnos, que predecir un desastre, en la mayoría de los casos, resulta, dicho llanamente, imposible. Un desastre, por ello, es un elemento intrínsicamente impredecible al existir casi con exclusividad dentro del ámbito de la pura incertidumbre, por lo que la mayor parte de los intentos de predecirlos fracasan. No obstante, en el caso concreto del coronavirus, como demuestra Ferguson, era fácil imaginar que podría ocurrir una pandemia como esta porque, en el siglo XXI, no dejan de poder estar a punto de ocurrir en cualquier momento. Las razones principales de una conclusión tan descorazonadora serían, por un lado, el no haber podido hallar aún vacunas eficaces para algunas enfermedades, y por otro, la reaparición de enfermedades infecciosas a las que se creía haber puesto fin, como la difteria o el cólera. Además de esto, el aumento de los vuelos internacionales supone un incremento del riesgo de contagio igual, o mayor incluso, que cualquier avance que pueda llevar a cabo al mismo tiempo la ciencia, mientras que el cambio climático está posibilitando la ampliación a otros lugares de algunas enfermedades, como la malaria y otras infecciones diarreicas, circunscritas antes a las regiones tropicales.

En segundo lugar, no se pueden procesar las innumerables maneras en las que se puede manifestar un desastre utilizando un enfoque tradicional de disminución del riesgo. De la amenaza terrorista, se ha pasado a un terrible virus y a una incipiente crisis económica de consecuencias inimaginables. Ferguson critica que, de todos los posibles desastres que acechan a la humanidad, en los últimos años una única amenaza -el cambio climático- haya acaparado casi totalmente nuestra atención. La recomendación que va a realizar este ilustre autor se concreta en “admitir que las amenazas a las que vamos a tener que hacer frente son múltiples y asumir la incertidumbre extrema que supone su posible incidencia, [ya que esto es lo que] podría capacitarnos para desarrollar una respuesta más ágil y flexible ante la catástrofe” (p. 33).

La rapidez y el acierto en la respuesta ante los desafíos que plantea un desastre, de modo directo, se puede relacionar con la dificultad en separar las catástrofes naturales de las catástrofes provocadas por el hombre, pues el incremento en el número de muertes resulta ser producto, en gran parte de los casos, de la acción humana. Sin duda, esta regla de Ferguson serviría para explicar por qué el mismo coronavirus ha producido tasas de mortalidad tan diferentes a nivel mundial.

En tercer lugar, no todos los desastres tienen consecuencias mundiales. En muchos casos la expansión dependerá del grado de interconexión de la sociedad humana; cuanto mayor sea ese grado, mayor será la posibilidad de contagio, sea este biológico o social. La historia de las enfermedades, por esta razón, resulta ser una muy duradera interacción entre patógenos en fase de evolución, vectores -que pueden ser insectos, principalmente, pero también otros animales- y redes sociales humanas. Todo ello supone que, probablemente, la característica más relevante de una catástrofe sea si existe contagio o no existe. Dicho de otro modo: si existe o no, en palabras del propio Ferguson, “una forma de propagar la sacudida inicial a través de las redes biológicas de la vida o las redes sociales de la humanidad” (p. 128).

En cuarto lugar, en la mayoría de los supuestos, el desastre revela algún importante fallo que no suele producirse en la parte superior de la cadena de mando, sino en una parte algo inferior de la jerarquía, aunque la incapacidad o incompetencia en el liderazgo puede empeorar la catastrófica situación. Si analizásemos qué ocurrió con la COVID-19, podríamos comprobar, tal como demuestra el capítulo noveno del libro, que su impacto desveló un grave fallo en la burocracia de la sanidad pública de Estados Unidos y de otros tantos países europeos: a pesar de que existían planes de contingencia contra pandemias en la mayor parte de ellos, estos, simplemente, no funcionaron. ¿Cuál fue la razón de ese fracaso? ¿Qué factores provocaron que los planes de contingencia no funcionasen? ¿Es posible identificar a los responsables concretos?

Con la intención de responder a estas preguntas, vale la pena repasar algunos de los errores más graves que, en opinión de Ferguson, políticos electos y funcionarios públicos de estos países occidentales cometieron. Antes de enumerar estos errores, hay que aclarar que este libro se publicó durante la primera ola de este virus, ya que, a nuestro juicio, algunos de esos errores se repararon más adelante. Los errores más graves, al menos en pérdida de vidas, pueden resumirse en los siguientes: de un lado, la falta de rapidez, tanto en la capacidad de hacer pruebas a la población como en la posibilidad de rastrear los contactos; de otro, no hacer cumplir las cuarentenas y no proteger a las personas más expuestas o vulnerables, como los sanitarios o los ancianos (en especial a los que vivían en residencias). En relación con esto, hay una pregunta inquietante sobre el futuro que se hace Ferguson: si ocurriese más adelante otra clase diferente de amenaza, ¿la reacción sería la misma, con semejante lentitud e ineficacia y similares errores? La respuesta que da el propio autor a su pregunta resulta más inquietante todavía: “Si los problemas que la pandemia ha puesto de manifiesto no son exclusivos de la burocracia del sistema sanitario, sino que están extendidos por toda la administración del Estado en general, es muy probable que sí volvamos a verlos” (p. 34).

En quinto, y último, lugar, el contagio de los cuerpos transmitido por los patógenos interactúa, frecuentemente, de forma disruptiva con el contagio de las mentes. Esto puede implicar, en no pocos casos, la destrucción material y moral de los enfermados, y en esos momentos de estrés social, a lo largo de toda la Historia, se puede observar una tendencia común a que impulsos religiosos, o pseudorreligiosos, se interpongan a la explicación meramente racional.

Como conclusión, podemos señalar que los desastres, a juicio de Ferguson, separan lo frágil de lo resiliente y de lo antifrágil -aquel concepto que fue acuñado por Nassim Taleb para describir aquello que sale reforzado en situaciones de estrés-. En ese sentido, hay organizaciones (sociedades, ciudades, empresas, estados, imperios, etc.) que, bajo la fuerza del impacto, se desploman. Otras sobreviven, aunque debilitadas. Pero una tercera categoría, verdaderamente nietzscheana, emerge con más fuerza. Debemos esperar aún para saber cómo estaremos cuando terminemos de sufrir los efectos de esta pandemia, pero ese ya será tema de otros libros futuros.

David Carrión Morillo

Universidad Europea de Madrid

http://orcid.org/0000-0002-5298-4529