¿Fosilizan los actos morales? Una contribución a la hipótesis de Darwin sobre el origen de la conciencia moral

Javier Romero Muñoz

Universidad de Salamanca

jromero@usal.es

José María Bermúdez de Castro

Centro Nacional de Investigación sobre
la Evolución Humana (CENIEH)

josemaria.bermudezdecastro@cenieh.es

Eudald Carbonell

Institut Català de Paleoecologia Humana i Evolució Social (IPHES)

ecarbonell@iphes.cat

Carmen Velayos Castelo

Universidad de Salamanca

cvelayos@usal.es

1. Introducción

Hablar de la relación entre naturaleza biológica y moralidad no es sencillo. Según señalan varios autores (Cela Conde, 1985; Dryzek y Schlosberg, 1995; Arnhart, 1995; Thompson, 1999; Velázquez, 2003), si atendemos a las primeras aproximaciones de estas metodologías naturalistas de análisis, encontramos varias críticas y objeciones que perduran hasta nuestros días. La primera objeción sugiere que el naturalismo evolutivo supuestamente ignora la separación que existe entre el “es” y el “debe”, en el intento de deducir valores y normas a partir de hechos biológicos (Hume, 1978, 469). La segunda objeción señala que la filosofía evolutiva identifica la moral únicamente con el altruismo, sin prestar atención a otras dimensiones de la moralidad como son la justicia, la libertad, o el daño, entre otras (en la línea más fuerte del deontologismo). La tercera objeción, promovida fundamentalmente tras los escritos de Richard Dawkins (1976) y los de Daniel Dennett (2003, 2018), afirma que la ética evolutiva promueve únicamente un determinismo biológico incompatible con la libre voluntad del ser humano como condición sine qua non para la moral y el derecho. Finalmente, desde un sector del aprendizaje social e histórico se critica cualquier posible influencia biológica en la moral y en la política, una línea que se mantiene desde los primeros prejuicios de Georg W. F. Hegel a la prehistoria y al conocimiento de las partes “no progresivas” del ser humano (Hegel, 2001, 133 y ss.).

Pero más allá de estas objeciones y críticas, que pueden datarse temporalmente entre finales del siglo XIX y mediados del siglo XX, es a partir del desarrollo de ámbitos como los de la genética, paleoantropología, neurología y psicología evolutiva, cuando la originalidad del planteamiento de Darwin adquiere una nueva perspectiva. En efecto, la incorporación de la teoría de la evolución por selección natural a las ciencias sociales, morales y políticas recorre un tiempo histórico que puede datarse desde la obra de Charles Darwin The Descent of Man and Selection in Relation to Sex de 1871 hasta los primeros ensayos de Edward O. Wilson a mediados del siglo XX sobre sociobiología y psicología evolutiva (Wilson, 1975)1.

La idea principal que recorre esta línea naturalista de pensamiento radica en abordar la cuestión sobre el origen de la moralidad “desde el punto de vista exclusivo de la historia natural” (Darwin, 2006, 122), para poder responder a la siguiente pregunta: ¿cómo hemos llegado a ser morales y a tener conciencia moral? Insistimos en la explicación del “origen” porque, parece obvio que, como destaca Uchii (2003, 114), es la habilidad simpatética (sympathetic ability) la que convierte en obligatoria la aparición de normas u obligaciones, pero no su contenido. De esta manera, la habilidad simpatética universal en el ser humano es solo una fase de la adquisición de la conciencia moral, o de un “sentido moral”. A diferencia de diversos filósofos de la época, como David Hume o Adam Smith, la simpatía no es solo una habilidad psicológica que reproduce estados de placer y dolor previos (lo cual no aparece en Darwin), sino un producto de la evolución. Darwin reprocha a los filósofos que olviden la dimensión biológica de la misma (Ibíd, 114).

Esta dimensión biológico-evolutiva explica que no haya una rígida frontera ontológica entre Homo sapiens y otros homínidos. El siguiente trabajo de investigación recorre numerosos ejemplos ofrecidos por la paleoantropología a la hora de entender los diferentes y posibles actos morales que se han dado a lo largo de miles e incluso millones de años. Esta primera recopilación general tiene como finalidad reforzar la hipótesis sobre el posible origen de la conciencia moral, postulada biológicamente por Charles Darwin; y hacerlo a través de los actuales hallazgos paleoantropológicos y de la explicación etológica de la herencia evolutiva de otros animales no humanos. De esta manera, la coevolución gene-cultural puede quizá llegar a explicar satisfactoriamente el origen de la conciencia moral hace alrededor de unos 2 millones de años y sin la necesidad de recurrir a postulados metafísicos y/o religiosos.

2. ¿Fosilizan los actos morales?

Esta pregunta resulta paradójica, puesto que ni tenemos constancia de actos morales en documentación (pre)histórica, ni menos aún evidencias en el registro fósil de sentimientos básicos que conducen a la moralidad como el amor, la empatía o la compasión. Aun así, los fósiles siguen teniendo relevancia a la hora de conocer el comportamiento de nuestros ancestros. Nos hablan sobre ellos y sobre su peculiar vida, sobre su hábitat y sobre sus relaciones, es decir, nos cuentan la historia de individuos concretos de hace miles e incluso millones de años.

El estudio de los fósiles de los homininos mediante diferentes líneas de trabajo como la paleogenética, paleoproteómica, paleopatología, etc., englobadas todas ellas en la investigación paleobiológica de nuestros ancestros, permiten acceder a una abundante información sobre nuestro pasado evolutivo. Desde nuestra divergencia con la genealogía de los chimpancés, ocurrida durante el Plioceno hace aproximadamente 7 millones de años (e.g., Langergraber et al., 2012), el registro fósil de los homininos de la genealogía humana es abundante en especies de los géneros Orrorin, Sahelanthropus, Ardipithecus, Australopithecus, Kenyantropus, Paranthropus y Homo (Bermúdez de Castro, 2002; Carbonell, 2005; Cela Conde y Ayala, 2006). Durante el Pleistoceno (hace entre 2,6 millones de años y unos 12.000 años) las especies del género Homo desarrollaron la cultura, entendida como todas aquellas manifestaciones de la creatividad de las especies/poblaciones/individuos que nos han precedido y que resulta un componente esencial y definitorio de nuestro nicho ecológico. A este componente hay que sumar todas las adaptaciones biológicas que se han producido desde nuestra divergencia con la genealogía de los chimpancés, como la postura erguida y la locomoción bípeda, la formación en las manos de la pinza de precisión entre los dedos índice y pulgar, el incremento del tamaño y complejidad del neocórtex, la modificación de los elementos anatómicos que permiten la fonación, así como la audición y comprensión del lenguaje, etc.

Es en la aparición de estas adquisiciones biológico-culturales donde el comportamiento social de las especies del género Homo cambia tomando un rumbo nuevo respecto a simios antropoideos. Y si bien encontramos, por ejemplo, herramientas características del género Homo como son las lascas o los bifaces (Olduvayense o industria de modo 1 y Achelense o industria del modo 2) que nos informan sobre un peculiar comportamiento tecnológico, lo específicamente humano del comportamiento moral puede también datarse en ese rango de tiempo histórico. La pregunta entonces es: ¿podemos encontrar posibles indicios de comportamiento moral compasivo y altruista en humanos dentro de ese rango de tiempo marcado por el Pleistoceno?

Las posibles respuestas que podemos deducir de distintos registros fósiles indican que aquellos primeros humanos tenían ya posiblemente la intención de cuidar a otros compañeros de su grupo (Sáez, 2019, 43 y ss.). Es cierto que en los chimpancés y en los bonobos podemos encontrar un tipo de “cuidado instantáneo” como indican varios primatólogos resaltando sentimientos afines a los humanos como son la empatía o la compasión (Goodall y Bekoff, 2002; de Waal, 2011, 2014; Chapouthier, 2011), pero la forma sostenida de “cuidado” en el tiempo, ligado a un patrón singular de comportamiento que incluso ha conducido a una institucionalización y profesionalización de los cuidados hoy (servicios sanitarios, hospitales, enfermería, medicina, servicios sociales de dependencia, etc.), hace pensar que este singular comportamiento corresponde más a los humanos (haciéndose más complejo en Homo sapiens). De esta manera, hallamos en el registro fósil distintos posibles indicios de comportamiento compasivo y altruista entre diferentes especies del género Homo que nos indican cómo pudo ir surgiendo gene-culturalmente la conciencia moral en un periodo evolutivo de alrededor de 2 millones de años. En orden cronológico, y entre una multitud, encontramos los siguientes ejemplos:

a) Homo georgicus (1,7-1,8 millones de años)

En el yacimiento de Dmanisi, República de Georgia, se han encontrado los restos fósiles de cinco individuos muy bien conservados. Algunos autores han atribuido estos homininos a la especie Homo georgicus (Gabunia et al., 2002), cuya datación se estima en 1,8 millones de años (de Lumley et al., 2002). Uno de los individuos está formado por el cráneo D 3444 y la mandíbula asociada D 3900 cuya característica más llamativa es la de haber perdido en vida todos los dientes, excepto uno de los caninos. El proceso alveolar aparece totalmente reabsorbido por la falta de estimulación de las piezas dentales y la masticación. Este individuo vivió durante muchos meses sin dientes y su dentición dejó de ser operativa por desgaste de las coronas dentales varios años antes de su muerte. Sorprende que un individuo, cuyo cerebro era aproximadamente la mitad del nuestro, sobreviviera durante tanto tiempo en las condiciones extremas a las que se veían sometidos los homininos del Pleistoceno. David Lordkipanidze y otros paleoantropólogos (2005, 2013), piensan que este cráneo representa la evidencia más antigua de solidaridad dentro de un grupo de homininos. La supervivencia de este “anciano” pudo deberse al cuidado que le prodigaron los miembros de su grupo durante años, procesando los alimentos que consumía.

b) Homo ergaster (1,6 millones de años)

El conocido como “niño de Turkana” corresponde a un esqueleto casi completo de un joven hominino que falleció cuando tenía unos ocho años de edad cerca del actual Lago de Turkana, en Kenia (Brown et al., 1985). En el esqueleto que se conserva en el Museo Nacional de Nairobi, en Kenia (KNM-WT 15000), se puede apreciar que este individuo tuvo bastantes problemas en una vértebra lumbar durante bastantes meses antes de su muerte, quizá debido a una hernia producida en algún accidente. Las últimas investigaciones señalan que padeció fuertes dolores de espalda junto con ciática impidiéndole la realización de actividades diarias como la caza, la carrera o el recorrido de largas distancias. Es muy posible que este hominino requiriera la atención y el cuidado de su grupo (Schiess y Haeusler, 2013). A su vez, este individuo sufrió una fuerte infección en un molar, que pudo ser la causa de la muerte mediante una septicemia generalizada.

c) Homo ergaster (1,6 millones de años).

De la misma época que el niño de Turkana se conoce el caso de un individuo adulto de la misma especie con una dolencia muy particular. Se trata del fósil de un individuo adulto, que el Museo Nacional de Nairobi catalogó como KNM-ER 1080. Este fósil se encontró en el yacimiento de Koobi Fora, Kenia (Gregory Dolan, 2010). En este caso todos los indicios hallados en los fósiles sugieren envenenamiento por exceso de vitamina A (hipervitaminosis A). Al ser una vitamina liposoluble, la toxicidad de la vitamina A para un cuerpo normal de un adulto de nuestra especie viene dada por consumos mayores de 15.000 μg. Esta toxicidad debió de desarrollarse en este individuo a lo largo de semanas, e incluso de meses (Walker y Shipman, 1996, 128 y ss.). A su vez, este adulto pudo sufrir pérdida del cabello, agrietamiento de la piel y desprendimiento del periostio, esto es, el tejido que envuelve los huesos. En este caso las hemorragias internas y los fuertes dolores fueron constantes y, según se manifiesta en el sangrado osificado de los fósiles, este hecho se prolongó durante bastante tiempo. Además, debido a esta enfermedad el hominino sufriría episodios fuertes de dolor abdominal, náuseas, dolor de cabeza, mareos, visión borrosa, apatía o pérdida de coordinación muscular conduciendo a periodos de inmovilidad permanente y a la necesidad de cuidados del grupo observando aquí que “sus huesos son un testimonio conmovedor de los inicios de la sociabilidad, de los fuertes lazos entre individuos”, que de alguna manera “llegaron a superar la unión y la amistad que vemos entre los babuinos o chimpancés y otros primates no humanos” (Walker y Shipman, 1996, 136).

d) Pre-Neandertales (430.000 años)

Otro ejemplo más cercano en el tiempo corresponde a uno de los 29 individuos identificados en el yacimiento de la Sima de los Huesos, en la Cueva Mayor de la sierra de Atapuerca, Burgos (Bermúdez de Castro et al., 2020). El individuo inmaduro al que corresponde el cráneo número 14 pudo tener un cierre prematuro congénito de la sutura craneal lambdoidea. Este cierre, que sucede poco después del nacimiento (craneosinostosis) conduce a una deformación del cráneo y produce no solo la asimetría del cráneo, sino retrasos en el desarrollo, discapacidad cognitiva y otros problemas físicos, como la ceguera e incluso la muerte (Gracia et al., 2009, 2010). Este hominino tenía una capacidad craneal de 1.200 cm3 (centímetros cúbicos), un promedio inferior a un humano moderno de alrededor de 1.330 cm3 y pudo morir quizá antes de cumplir los diez años, considerando que estas poblaciones del Pleistoceno Medio el desarrollo se producía con mayor celeridad que en la actualidad. Las zonas cerebrales afectadas sugieren disfunción en el control del movimiento, el sueño, el hambre y la sed, que son funciones necesarias para la supervivencia. También podemos añadir una presión intracraneal elevada, una consecuencia habitual de este tipo de patologías, según atestigua la presencia de gránulos irregulares en la región interna afectada del endocráneo. Todos estos datos sugieren que el individuo al que perteneció este cráneo (que fue bautizado como «Benjamina» por sus descubridores, asumiendo que el cráneo pudo pertenecer a un individuo femenino) no habría podido sobrevivir hasta el momento de su muerte sin el cuidado del grupo al que perteneció.

e) Pre-Neandertales (430.000 años)

El famoso cráneo popularmente conocido como “Miguelón”, en honor al ciclista Miguel Induráin, fue encontrado también en la Sima de los Huesos de Atapuerca, Burgos (Arsuaga et al., 1993). El cráneo 5, que lleva la sigla AT-700, está excepcionalmente conservado debido a las condiciones del yacimiento donde fue hallado. Según los análisis paleoantropológicos perteneció a un individuo que murió alrededor de los 35 años. En este caso los dientes se encuentran muy desgatados y se observan alrededor de 13 marcas de traumatismos diferentes repartidos alrededor de la cabeza (Gracia-Téllez et al., 2013). Uno de ellos posiblemente proviene de una agresión con una piedra que le golpeó el lado izquierdo de la cara, rompiéndole un diente y aplastando el maxilar derivando todo ello en una grave infección en los alveolos dentarios que se extendió hasta cerca de la región orbital del lado izquierdo. Este acontecimiento ocasionó la muerte de este hominino por una septicemia generalizada a los pocos días o semanas de este suceso, sugiriendo al respecto que en el transcurso desde el fatal golpe hasta la muerte sufrió una gran agonía que le impidió realizar actividades diarias en condiciones normales e incluso comer y beber. Aunque no hay constancia de ello, pudo ser ayudado y cuidado por su grupo.

f) Pre-Neandertales (430.000 años)

También de la Sima de los Huesos procede una de las pelvis más completas del registro fósil, que se conoce con el apodo de «Elvis». Por determinados aspectos óseos, esta pelvis corresponde a un individuo masculino de avanzada edad (quizá algo más de entre 40 y 50 años) considerando el desarrollo más rápido de estas poblaciones y su longevidad (Bonmatí et al., 2010). El estudio de la pelvis sugiere que este hominino padecía graves lesiones de espalda debido a numerosas patologías y enfermedades que le harían caminar encorvado y le impedirían un movimiento normal para ejercer actividades como, por ejemplo, cazar. Puesto que apenas podía desplazarse, este «anciano» del Pleistoceno Medio posiblemente fue ayudado y cuidado por su grupo para sobrevivir.

g) Homo sapiens/Homo erectus (200-250.000 años)

Un caso parecido al de Bejamina de la Sima de los Huesos se encontró en zona de El Hamra, al norte del Salé en Marruecos (Jaeger, 1975; Cela Conde y Ayala, 315-316). Este cráneo (Salé 1), que se ha datado entre 200 y 250.000 años y cuya atribución taxonómica es discutida, también padeció craneosinostosis por fusión muy temprana de las suturas craneales, que sugiere síntomas similares a los de Benjamina. Pero a diferencia de ella, el individuo de Salé vivió bastantes años antes de fallecer. Muy posiblemente, su supervivencia requirió cuidados y atenciones intensas por parte del grupo al que perteneció.

h) Homo neanderthalensis (200.000 años)

Un individuo de la especie Homo neanderthalensis, cuyos restos se han hallado en un yacimiento cercano a la localidad de Monieux, en Bau de l´Aubesier, Francia, padeció el mismo problema que ya hemos visto antes al hablar del cráneo de Homo georgicus. En este caso, el individuo de Monieux vivió hace unos 200.000 años. Este humano también perdió todos los dientes meses antes de fallecer, como indica la reabsorción del proceso alveolar (Lebel y Trinkaus, 2002). La observación de este cráneo (Aubesier 11) indica que el individuo al que perteneció perdió la capacidad de masticar cualquier alimento y en particular los de mayor consistencia. Quizá en este caso -como sucedió hace 1,7 millones de años en el yacimiento de Dmanisi- el individuo de Bau de l´Aubesier también recibió cuidados de los miembros de su grupo que le preparaban la comida para que pudiera tragarla sin necesidad de usar una dentición de la que careció durante la última parte de su vida.

i) Homo neanderthalensis (45.000-70.000 años)

En la cueva de Shanidar, una zona ubicada en la región de Kurdistán al norte de Irak, se encontró otro fósil (Shanidar 1) que sugiere otro ejemplo de cuidado dentro del grupo (Trinkaus y Zimmerman, 1982; Kent, 2017). El hominino en concreto, apodado “Nandy”, fue un individuo masculino que vivió entre 35 y 50 años. Un golpe en la cabeza durante su juventud le dejó probablemente ciego del ojo izquierdo, tal como muestra la profundidad del golpe. Además, los huesos del brazo y de la pierna del lado derecho muestran una gran debilidad, posiblemente porque ese mismo golpe dañó parte del cerebro (lado derecho), o bien por una malformación congénita. Además, este hominino tenía exóstosis en los conductos auditivos externos de ambos oídos. Se ha propuesto que este individuo pudo padecer sordera, aunque no está muy claro (Trinkaus y Villote, 2017). Este problema, unido a la ceguera, a los problemas de debilidad en el brazo y en la pierna suponen una restricción considerable del movimiento para aquel humano de hace entre 45.000 y 70.000 años. Este caso indica que el individuo fue socorrido tras el accidente y fue cuidado por su grupo durante muchos años de las secuelas que le quedaron y de las que fue adquiriendo durante su larga vida.

j) Homo neanderthalensis (45.000-57.000 años)

Otro ejemplo de la especie Homo neanderthalensis, y que de alguna manera recuerda al caso del individuo Aubesier 11 y el de Homo georgicus de Dmanisi, se encontró en La Chapelle-aux-Saints de Francia (Rendu et al., 2014; Tilley, 2015, 219 y ss). En este caso, el hominino 1 de La Chapelle-aux-Saints pudo alcanzar los 40 años, aunque padeció de una fuerte periodontitis crónica que le dejó con muy pocos dientes. Esta patología afecta a las encías y al hueso alveolar y su avance suele ser lento y doloroso a lo largo de años. La severa reabsorción de los alveolos dentarios indica que posiblemente, como en los casos anteriores, pudo ser alimentado durante años por el grupo al que pertenecía. Además, este individuo sufrió artritis degenerativa en varias vértebras cervicales y dorsales, así como en las articulaciones del hombro, condicionando la flexibilidad y la fuerza. Su cadera estaba dañada afectando a la movilidad, al equilibrio y a su vida en general. Este hecho, unido a la periodontitis crónica, sugiere que este individuo de una población neandertal fue posiblemente cuidado por su grupo debido a la alta fiebre y al dolor que tenía a la hora de realizar acciones tan vitales como hidratarse y comer.

Estos diez ejemplos que nos ofrece el registro fósil del género Homo son una muestra del posible cuidado (atención concreta, racional y emocional) que recibían los individuos por parte de miembros de su grupo. Estos casos sugieren la existencia de altruismo, compasión y consideración hacia el otro en nuestros ancestros, es decir, la posibilidad de una conciencia moral. Debemos considerar que la difícil existencia de estos homininos en un medio hostil obligaba a una defensa continua de los grupos, tanto de los extremos climáticos, como de los predadores y del posible acoso de otros grupos. A pesar de ello, parecían dedicar el tiempo que fuera necesario a cuidar de sus enfermos y ancianos. Aunque el registro fósil indica una esperanza de vida muy baja en las poblaciones del Pleistoceno, algunos individuos alcanzaban edades avanzadas. Es posible que la longevidad en aquellos tiempos no superara los cincuenta años, siguiendo el modelo de todas las especies de mamíferos en los que no existe vida postmenopaúsica. Pero llegar a esa edad suponía padecer fuertes dolores debidos el desgaste degenerativo que experimentaban las articulaciones sometidas a un fuerte estrés físico. Cabe especular que en los humanos más recientes (e.g., Homo neanderthalensis, Homo sapiens arcaicos) pudo ya existir una clase especial de individuos similar a lo que hoy en día denominamos “tercera edad”, en la que los hombres y mujeres disminuyen o cesan en su aportación al trabajo del grupo. Ya en el Neolítico (desde hace unos 9.000 años antes del presente) los cuidados intensivos debieron existir con mucha probabilidad. Se aplicaban a individuos con parálisis o discapacidades intelectuales severas (igual o superior al 33%) o discapacidades físicas o sensoriales iguales o superiores al 65% (Oxenham et al., 2009).

De esta manera, prácticamente desde los inicios del género Homo existen evidencias que permiten postular la hipótesis del cuidado de los individuos infantiles y de los de mayor edad por parte de otros miembros del grupo. Frans De Waal (1991) ha observado durante años la conducta de chimpancés y bonobos. Estos primates tienen empatía, siguen de manera rigurosa las reglas sociales del grupo y tienen un sentido muy claro de la equidad en el reparto de los recursos. Las hembras suelen intermediar cuando se produce una pelea entre dos machos, que no admiten la reconciliación. Es más, se ha podido observar a hembras desarmando a un macho para evitar el daño que podía provocar en otro macho. También se ha constatado que los chimpancés adultos reaccionan con indignación cuando ven que otro espécimen hace daño a una cría. ¿Estamos ante una evidencia de conducta moral? No existe acuerdo sobre esta cuestión entre los expertos, pero podríamos estar ante una conducta adaptativa no en favor del individuo, sino de todo el grupo (De Waal, 1991), así como del germen de una moral o proto-moral que hemos desarrollado en la genealogía humana durante varios millones de años.

En los casos de especímenes del género Homo que hemos descrito en párrafos anteriores, el cuidado de los enfermos y desvalidos supondría realizar una función que no aportaría ninguna mejora adaptativa. Más bien al contrario, la carga que conllevaba el cuidado de los enfermos podía lastrar su movilidad y, con ello, las ventajas que podían tener frente a grupos rivales. Esta rivalidad se ha mantenido desde siempre, tanto en la genealogía de los chimpancés como en la nuestra. El caso de canibalismo más antiguo documentado hasta el momento fue realizado por la especie Homo antecessor (Bermúdez de Castro et al., 1997; Carbonell y Tristán, 2017, 221 y ss.), descubierta en el yacimiento de la cueva de la Gran Dolina en la sierra de Atapuerca. Los fósiles de esta especie presentan evidencias muy claras de canibalismo (Fernández-Jalvo et al., 1999). Las razones de esta conducta, que implica violencia intergrupal, no pueden achacarse ni a la falta de recursos ni a ningún tipo de ritual. Todas las evidencias arqueológicas y paleontológicas de este yacimiento descartan esos dos motivos. Simplemente, los grupos rivalizaban por los recursos y peleaban por ellos. Puesto que los fallecidos eran una fuente más de energía, no se desperdiciaba ningún alimento en una suerte de canibalismo territorial. En la especie Homo antecessor, datada de hace unos 850.000 años, la conducta moral que en la actualidad supone el respeto a los muertos no existía. Estamos ante el contraste que supone el cuidado de los enfermos y desvalidos dentro del grupo, frente a la absoluta falta de empatía hacia los grupos rivales. Dos conductas morales totalmente contrapuestas siguen hoy en día vigentes en gran parte de los miembros de nuestra especie.

Ante el comportamiento que implica cuidar de los tuyos, la pregunta es: ¿por qué actuaron nuestros ancestros de esta manera?, ¿por qué en vez de excluir e incluso de rechazar a humanos discapacitados los protegieron, ayudaron y cuidaron en las duras condiciones ambientales del Pleistoceno?

Parece claro que la simpatía evolucionó y es causa o requisito de estas conductas en diversos grupos del género Homo. Pero como causa, la simpatía no explica el cuándo, el cómo ni el porqué de tales conductas, es decir, no es aún criterio o motivo, necesarios en un segundo nivel de la conciencia moral. Aquí es donde aparece el sentido moral, concepto que Darwin acuñaba junto a la Escuela Escocesa de autores como David Hume, Adam Smith o Francis Hutcheson, con el que posiblemente más coincidía. Pero el sentido moral no aparece por arte de magia, como veremos. Se debe a la evolución de los cuerpos, especialmente a la complejidad del cerebro. Y, pese a esto, para hablar de un sentido moral tenemos que eliminar una necesidad absoluta. Darwin habla de instintos sociales (ver más abajo), pero estos actos implican convertir lo necesario en contingente. Por eso hablamos de conciencia moral. Ni siquiera la selección del grupo parece suficiente para explicar dichas conductas.

3. La hipótesis gene-cultural sobre el origen de la conciencia moral

Etimológicamente “conciencia” proviene del latín “conscientia”, que descansa sobre la raíz “scire” (saber). El verbo “scire” en origen significa discernir o ser capaz de separar una cosa de otra sirviéndose del entendimiento, implicando al mismo tiempo la idea de “ser consciente” y “ser responsable”, es decir, conocer aquello que se trata y obrar en conciencia. Al vincularse con la raíz indoeuropea “skei” (cortar, rajar), que da lugar a su vez al verbo latino “scindere” (hender, rasgar, rajar), la “conciencia moral” puede entenderse como la capacidad propia de un individuo de analizar los propios actos, de rasgar una acción y enjuiciarla como correcta o incorrecta en un sentido prescriptivo. Esta conciencia moral, que presupone la consciencia psicológica de volver sobre los propios actos o adelantarse a ellos, ha sido tratada en la historia humana desde diferentes perspectivas.

Así, por ejemplo, los griegos y los romanos hablaron de “genios” o “furias” que atormentaban sin cesar a la persona, mientras que la tradición judeocristiana habló del “ojo de Dios” en el intento de armonizar la naturaleza imperfecta y corrompida del ser humano con la voluntad divina. Por otra parte, estoicos y epicúreos hablaron tempranamente de un autoexamen sobre los propios actos, así como en la Modernidad Thomas Hobbes y otros contractualistas modernos defendieron que la conciencia moral nace de un estado de prudencia egoísta a la hora de explicar el origen del contrato social (Midgley, 1995). Desde otro punto de vista, Sigmund Freud habló desde la idea psicoanalítica de la represión y del tabú como mecanismos del totemismo a la hora de explicar el origen de la moral humana (Freud, 2005, 168 y ss.).

De alguna manera, la mayoría de estas primeras aproximaciones emitieron juicios prematuros sobre el posible origen de la conciencia moral, bien para adaptarse a la dogmática de una religión determinada o a la ideología de un pensamiento filosófico y/o psicológico acrítico. Al fin y al cabo, ni la creencia religiosa en un Dios creador es universal (y más aún tras el proceso de secularización y de pluralismo religioso), ni el egoísmo (a lo Hobbes) da cuenta de todas las acciones morales, ni muchos menos postulados como “furias”, “genios” o animismos psicoanalíticos informan adecuadamente sobre el posible origen de la conciencia moral (Darwin, 2006, 155). Así, una postura naturalista en la línea abierta por Charles Darwin y asumida desde una perspectiva débil -o moderada- a lo Ronald Giere (2006) o Jürgen Habermas (1976, 2011, 32 y ss.; Romero y Mejía Fernández, 2019), supone entender que la naturaleza biológica es anterior a la cultura y que, según tenemos constancia por etólogos y diferentes primatólogos, la cultura no es únicamente de propiedad humana (e.g., Hobaiter et al., 2014).

Esta perspectiva naturalista abrió una nueva línea de explicación sobre el posible origen de la conciencia moral “desde el punto de vista exclusivo de la historia natural” (Darwin, 2006, 122). Y es que desde las conclusiones expresadas en On the Origin of Species de 1859, donde al argumento de la descendencia común y al argumento de la evolución por selección natural (Darwin, 1859) se le unió la genética mendeliana (Mendel, 1866) según los resultados de la “síntesis evolutiva” (Dobzhansky, 1937; Mayr, 1942; Simpson, 1944), encontramos una teoría bifactorial donde la mutación, esto es, el proceso aleatorio como fuente última de las variaciones hereditarias así como la selección natural, es decir, el proceso direccional que produce organismos complejos y adaptados al medio, es una teoría competente a la hora de relacionar también la ética, la biología y la evolución cultural (Dobzhansky, 1956, 1973; Habermas, 1976, 1983; Gintins, 2011). Presidido por la idea de “gradualidad” y “continuidad” que acompaña a su teoría de la evolución, Darwin entiende que las distintas transformaciones gene-culturales de los instintos psíquicos que comparte el ser humano con las demás especies y su posterior incorporación a la herencia mediante el mecanismo de la selección natural, permite también incorporar a los análisis sobre la moral este tipo similar de evolución gradual que conduce en homininos al sujeto moral. Tal y como Darwin indica en The Descent of Man:

…el hombre y los animales superiores, en especial los primates, tienen algunos pocos instintos comunes al uno y a los otros. Todos poseen los mismos sentidos, las mismas intuiciones, y sufren las mismas sensaciones; sienten idénticas pasiones, afecciones y emociones, aunque sean tan complejas como la celotipia, la sospecha, la emulación, la gratitud y la magnanimidad; […] son vengativos y temen el ridículo; gustan del juego y la broma, y sienten admiración y curiosidad; al propio tiempo manifiestan poseer las mismas facultades de imitación, atención, deliberación, elección, memoria, imaginación, asociación de ideas y razón, aunque en distintos grados (Darwin, 2006, 102).

Para Darwin el sentimiento de simpatía en humanos, al igual que para sus contemporáneos de la escuela escocesa del moral sense, puede considerarse como la “fuente de los sentimientos morales y el fundamento universal y común que convierte al ser humano en un sujeto moral” (Velázquez, 2003, 87). Como señala Camilo José Cela Conde (1985, 15 y ss.), la noción de simpatía en Darwin se caracteriza por ser universal en humanos tal como se puede observar en los diversos códigos éticos existentes repartidos alrededor del mundo, así como en la posibilidad de proporcionar una vía de unión entre el sustrato genético y la normatividad moral. Esto quiere decir que, sin postular un naturalismo fuerte –o radical como en Quine (1990, 19 y ss.)- con las consecuencias ontológicas y epistemológicas que ello conlleva, esta idea defiende una conciliación menos drástica entre la esfera biológica que nos impulsa a actuar moralmente y la esfera que nos permite discernir las acciones morales de las que no lo son.

Con respecto a la esfera biológica que nos impulsa a actuar moralmente, las adaptaciones biológicas adquiridas durante los últimos 6 millones años y, en particular, las que han sucedido desde el inicio del Pleistoceno, parecen tener la clave (Bermúdez de Castro, 2002; Carbonell, 2005). En efecto, las adquisiciones físicas y fisiológicas durante ese periodo de tiempo, ha permitido a lo homininos del Plioceno en primer lugar y a las especies del género Homo más tarde, desarrollar (a) la postura erguida, (b) la bipedestación con adaptación tanto a la carrera explosiva como a la resistencia a las largas caminatas (al tiempo que se perdían las capacidades para trepar), (c) la destreza de la mano con la adquisición de la pinza de precisión (que permite la fabricación de herramientas) o (d) la reducción de la mandíbula y los caninos, entre otros. Además, se produjo algo tan importante como es el aumento de la capacidad craneal y el desarrollo del neocórtex cerebral. Y no solo ha sido importante el incremento de tamaño de la corteza, sino también la ralentización en la complejidad del cerebro.

En referencia al primer proceso, un estudio comparativo de chimpancés y humanos muestra que, durante el periodo de gestación, los cerebros evolucionan de modo diferente (Sakai et al., 2012). En efecto, la tasa estimada de crecimiento del cerebro de los chimpancés a las 32 semanas de gestación es de 4,1 cm3/semana, mientras que en humanos este valor es de 26,1 cm3/semana. Es por ello que nacemos con un cerebro que puede alcanzar los 400 centímetros cúbicos (DeSilva y Lesnik, 2008) y con unas 100.000.000 neuronas que durante el primer año de vida duplican su volumen. El tamaño del cerebro del neonato humano es similar al de un chimpancé adulto. Durante el primer año de vida, el cerebro crece a una tasa tan elevada que duplica su volumen, mientras que hacia los siete años hemos triplicado el volumen del cerebro de los chimpancés adultos. A ese respecto, no podemos olvidar la dificultad para el parto, que se produce con rotación en nuestra especie debido al bipedismo y a la peculiar morfología de la pelvis, así como el esfuerzo energético de las madres debido al enorme crecimiento del cerebro del recién nacido. Recordemos que el gasto del uso del cerebro es del 25% de toda la energía que consumimos en reposo, a lo que hay que añadir el gasto energético que supone su rápido desarrollo durante la gestación (Bermúdez de Castro y Bermúdez de Castro, 2017). Este dato sobre la gestación indica una reconfiguración compleja y singular ocurrida en el cerebro de los humanos como resultado de un proceso de miles e incluso millones de años de evolución desde Australopithecus hasta el género Homo, en el que algunas regiones del neocórtex (como el lóbulo prefrontal y los lóbulos parietales) aumentaron su tamaño de manera alométrica respecto a otras regiones, como las del sistema límbico.

En referencia al segundo proceso, que implica la ralentización en el desarrollo del cerebro de nuestra especie conocido como altricialidad secundaria (Portman, 1969), los factores determinantes son la cantidad de sinapsis que se crean durante el desarrollo del cerebro, así como la moderación en el tiempo del proceso de mielinización, que protege las fibras nerviosas largas (cilindroejes) y que permite multiplicar por cien la velocidad en la transmisión del impulso nervioso. De este modo, la total maduración del cerebro de nuestra especie termina hacia la tercera década de la vida, lo que permite un tiempo mucho mayor para conectar neuronas y obtener información esencial para la supervivencia (en Bermúdez de Castro, 2021).

Este aumento de la capacidad craneal, así como la ralentización en la complejidad del cerebro por la mielinización y el incremento diferencial de determinadas regiones del neocórtex, sin olvidar el desarrollo de las neuronas espejo (entre muchas otras características estudiadas por la paleoneurología), así como la enorme neuroplasticidad del cerebro, indican una “explosión cognitiva” acaecida hace unos 500.000 años cuando se triplicó el tamaño del cerebro humano (Bruner, 2018; Martín-Loeches, 2021). Estos cambios físicos posiblemente ayudaron al desarrollo de habilidades cognitivas avanzadas claves para la moralidad como son la abstracción, la reflexión y la ponderación e, incluso, la deliberación. A su vez, gracias a la consciencia psicológica adquirida, estas habilidades pueden ser aplicadas tanto a acciones morales pasadas como a acciones morales futuras en la forma, por ejemplo, de juicios valorativos y de cambios en la conducta.

Con respecto a la esfera que nos permite discernir las acciones morales de las que no lo son, parece ser que el desarrollo de la complejidad cerebral de nuestra especie y el surgimiento de distintos códigos éticos ha sido clave. En este punto, la libertad humana es una de las características más relevantes y un atributo frágil sobre todo cuando el fatalismo y la desesperación relativista ante el determinismo biológico ocupan la palestra sin observar al respecto que, aunque no tengamos una “libertad absoluta” de comportamiento, sí tenemos en cambio cierto control sobre el mismo, como señala Daniel Dennett (2018, 66 y ss.). Este hecho indica que, aunque los seres humanos somos “artefactos biológicos” fruto de ancestros comunes y de las leyes de la selección natural, podemos reaccionar a nuestro entorno con acciones racionales y responsables gracias a distintos códigos éticos de conducta.

Con ello, evitamos interpretar que la obra de Darwin incurre en una la falacia naturalista a lo Moore (1903), es decir, que los conceptos éticos como bueno, correcto o cuidadoso puedan ser reducidos a conceptos fácticos. No es necesario apelar a nada exterior a lo biológico para explicar los actos morales. La unión entre el intuicionismo de la época y el utilitarismo incipiente genera en Darwin, como filósofo moral, una ética del sentido moral. Darwin mostró interés por la ética desde su juventud. Las decisiones sobrevienen a la base material fruto de la evolución, pero es una sobrevivencia débil, que no permite identificar las capacidades con el contenido que pueda emanar de las mismas, ni con su uso. Como recuerda J. L. Velázquez, “las causas que explican la adquisición del sentido moral y los motivos para aceptar las exigencias de las normas morales son dos cosas distintas” puesto que “no se puede deducir que tengamos que comportarnos de una u otra manera determinada a partir del hecho de que nuestra conciencia moral se ha desarrollado evolutivamente” (Velázquez, 2003, 95).

Eso sí, tenemos que saber cómo somos para entender cómo actuamos. En los ejemplos paleoantropológicos vemos un cierto patrón repetitivo en el tiempo cuando observamos que muchos homininos no fueron abandonados ciegamente a las leyes de la selección natural en las duras condiciones del Pleistoceno. Ya sea en Homo georgicus o la niña discapacitada de los pre-neandertales de Atapuerca, el proceso señala cambios de conducta registrados hace más de 1,5 millones de años gracias posiblemente a procesos gene-culturales de la evolución humana o, en palabras de Darwin, “instintos naturales” e “instintos sociales” (Darwin, 2006, p. 122 y ss.).

Este inusual comportamiento en el género Homo respecto a otros animales, nacido posiblemente de los “instintos sociales”, incorpora tanto una dimensión de posibilidad a la hora de emitir juicios morales (acción comunicativa), una dimensión sobre el sentido del deber (acción reflexiva), así como otra dimensión fruto del sentido de remordimiento derivado de una acción contraria al sentido del deber (sanción moral), tal como señala David D. Raphael (1982, 210). Y es en este punto donde podemos empezar a hablar de sujeto moral, o agente moral, como un rasgo universal presente en el género Homo a la hora de realizar acciones morales con capacidad de decisión y evaluación moral donde la simpatía se extiende incluso más allá de los límites de la humanidad hacia los demás seres sensibles, abriendo nuevas dimensiones morales a la ética (Velayos Castelo, 1996; Romero, 2020, 215 y ss.). En palabras de Darwin:

Una de las últimas adquisiciones morales parece ser la simpatía, extendiéndose más allá de los límites de la humanidad. […] Esta virtud, que es una de las más nobles que el hombre posee, parece tener su origen incidental de que nuestras simpatías, al hacerse más delicadas y extenderse por mayor esfera, alcanzan, por último, a todos los seres sensibles (Darwin, 2006, 151).

En este punto podemos observar un proceso evolutivo de la moralidad donde entran también elementos culturales, religiosos y filosóficos durante miles de años de evolución. De esta forma entendemos que las adquisiciones biológicas y la forma sociocultural propia del género Homo, dan como resultado diferentes estadios morales a lo largo del tiempo, recogidos en diferentes actos morales que pueden llegar plasmarse en distintos códigos éticos de conducta {am1, am2, am3,…,amn}, tal como se observa en la Figura 12.

Diagrama

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Figura 1. Proceso evolutivo de la moral
Fuente: elaboración propia

Darwin parece estar de acuerdo con su contemporáneo, el gran historiador irlandés William E. Lecky (1869), en el orden regular de la historia desde tiempos antiguos. Esto no significa que exista una finalidad ni en la historia ni en la evolución, sino que el espectro de consideración moral desde los miembros de “mi tribu” al ser humano en general o, incluso, a otros animales no humanos, responde también a un proceso evolutivo e histórico. Para Darwin:

A medida que el hombre avanza por la senda de la civilización, y que las tribus pequeñas se reúnen para formar comunidades más numerosas, la simple razón dicta a cada individuo que debe hacer extensivos sus instintos sociales y su simpatía a todos los que componen la misma nación, aunque personalmente no le sean conocidos. Una vez que se llegue a este punto, existe ya sólo una barrera artificial que impide a su simpatía extenderse a todos los hombres de todas las naciones y de todas las razas (Darwin, 2006, 150-151).

A la senda evolutiva de las habilidades cognitivas que se han ido acumulando a lo largo del tiempo, se suman determinados elementos de presión que posiblemente “forzaron moralmente” a nuestros ancestros, como son la compleja crianza de los hijos, una organización de grupos y de cooperación en la vida diaria, una dependencia cultural a la hora de aprender unos de otros, la obtención y el aseguramiento de alimentos o, incluso, el cuidado de ancianos. Estos elementos de presión durante un proceso evolutivo de miles de años afectaron, quizás, a la conducta de los homininos del Pleistoceno. Así, desde una visión paleoantropológica, observamos que, si bien tenemos indicios de posibles actos morales desde el Homo georgicus en adelante, estos actos estaban relacionados también con episodios de violencia y canibalismo, ya mencionados.

Desde este punto de vista es posible que se hayan desarrollado diferentes estadios de moralidad compleja durante un largo proceso evolutivo que supone una transformación gradual durante cientos de miles de años. Finalmente, la cultura, la religión y las normas éticas universales jugaron un papel importante en los códigos éticos de conducta a partir de un periodo en la historia humana (entre el 880 y el 200 antes de nuestra era), caracterizado por Karl Jaspers como “era axial” (Jaspers, 1949). Esta idea indica que es en ese fragmento temporal cuando un puñado de pensadores de India, China, Persia, Grecia y Judea creó nuevas líneas de pensamiento que transformaron nuestra visión del mundo y con ello la historia posterior.

En este proceso de historia humana Darwin destaca la conocida como regla de oro que mediante el hábito conduce a un principio ético universal (Darwin, 2006, 155): “trata a los demás como querrías que te trataran a ti” (en su forma positiva) o “no hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti” (en su forma negativa). Presente en la mayor parte de las religiones del mundo desde las Analectas de Confucio en el siglo VI antes de nuestra era hasta las religiones monoteístas, sin olvidar su presencia en el budismo, en el hinduismo y en el taoísmo, este código de conducta ética ha estructurado durante siglos las sociedades y los pueblos (Küng, 1992, 80-81). Pero, como es bien sabido, desde Immanuel Kant y la Ilustración la regla de oro se independiza de sus raíces religiosas y de varias trivialidades y aporías a favor de principios éticos universales (Kant, 2002, 117 y ss.). Pero más allá de cuestiones filosóficas y éticas del Holoceno, observamos que la diferencia principal respecto a la conciencia moral en el proceso evolutivo no es de esencia, sino más bien de grado. Tal como indica Peter Singer (1981), la diferencia está entre “responder con un lamido amistoso o un gruñido intimidatorio cuando otro miembro del grupo hace o no favores” en, por ejemplo, los homínidos del Pleistoceno y “responder con un juicio aprobatorio o condenatorio” en la actualidad, teniendo en cuenta que los lamidos amistosos y los gruñidos intimidantes de nuestros ancestros dejan poco lugar para la discusión racional en comparación con los juicios y las valoraciones éticas (Singer, 1981, 92).

Así, con el tiempo y en una escala temporal de 2 millones de años, este simio particular se ha convertido, debido a sus características gene-culturales propias, en un creador de moralidades discursivas. De esta manera, las estructuras sociales y culturales “intervienen además para transformar estas tendencias `naturales´ en sistemas morales normativos” (Chapouthier, 2011, 93), poniendo de manifiesto tanto la relevancia de la ética de la justicia altamente abstracta y racional, así como también la ética del cuidado que atiende a la particularidad y a la parte emocional humana.

4. Conclusiones

Desde la perspectiva naturalista adoptada en este trabajo de investigación, la conciencia moral no estaría anclada en animismos ni en postulados metafísicos y/o religiosos, ni en otro tipo de especulaciones abstractas. Como hemos podido observar, la moral se va desarrollando de manera gradual y continua gracias a que los vínculos entre las disposiciones bioculturales y la moralidad no parten de cero (¿una tabula rasa de la moral?). El ser humano únicamente ha desarrollado elementos que estaban ya presentes, de forma germinal, en sus primos y ancestros. Sin embargo, gracias al proceso evolutivo ocurrido en la genealogía humana, esos indicios se han multiplicado exponencialmente hacia estructurales y reflexiones éticas muy complejas (desde los cuidados particulares a homininos dependientes del Pleistoceno como en el caso de Homo georgicus y de los ancestros de los Neandertales, entre otros, hasta las teorías éticas y las estructuras sociales y políticas institucionalizadas sobre el cuidado en la actualidad). El desarrollo de nuestra especie ha permitido también este proceso, ponderando y analizando las acciones morales como correctas e incorrectas enjuiciándolas y sometiéndolas a una evaluación ética y de presión de grupo.

De alguna manera, la moral forma parte de nuestra estructura biológica y la posibilidad de dar en libertad contenido a esa moral responde también a un proceso evolutivo de miles e incluso millones de años donde lo genético y lo cultural han jugado un papel relevante. Y es que a pesar de la influencia que ejercen los genes sobre el origen de la conciencia moral, la capacidad humana de emitir juicios morales, de creer que hay acciones justas e injustas y motivos, fines y caracteres correctos o incorrectos corresponde a una facultad reflexiva que se desarrolla en libertad y autonomía.

Por estas y otras razones que se han expuesto a lo largo de estas páginas, no nos parece arbitraria la decisión a favor del criterio naturalista sobre el posible origen de la conciencia moral.

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Notas al final

1. La recepción de la teoría de Darwin en ciencias sociales, morales y políticas puede dividirse en dos etapas: a) la especulación sin conocimientos de genética en autores como Huxley, Marx, Kropotkin, Nietzsche o Spencer (ideas presentes hasta 1960), y b) los desarrollos en genética y biología moderna después de la “síntesis evolutiva” y los desarrollos de la doble hélice del ADN que ayudan a entender que la naturaleza humana y las instituciones sociales y culturales se convierten en parte del entorno en el que actúan individuos y gobiernos (Dryzek y Schlosberg, 1995, 126 y ss.; Midgley, 1995).

2. Donde n corresponde a los distintos actos morales.