Hacia una propuesta de mínimos
sobre el estudio de las emociones
en el ámbito de la posverdad*

Alberto Morán Roa*

UNED

amoran@fsof.uned.es

1. Introducción

El fenómeno de la posverdad, el auge del populismo y la preocupación por la producción masiva de (des)informaciones ha elevado a las emociones a una posición prevalente en el análisis cultural, sociológico, político, periodístico y filosófico. Sin embargo, en el ámbito de esta discusión, existe una tendencia a caracterizarlas de un modo que actualiza —e incluso simplifica— aquella noción moderna que las presenta como un elemento de segundo orden, asociado a lo visceral y el impulso, que debe ser dominado por una facultad racional depurada de lo afectivo. Estas tesis defienden que la interferencia de las emociones impide y distorsiona el encuentro de la razón con unos «hechos», con «lo factual», de los que no siempre se ofrece una definición precisa.

No obstante, aun en diagnósticos planteados desde otras premisas se considera a las emociones parte consustancial de los esfuerzos desinformativos. Este es el caso de perspectivas críticas con el capitalismo que, partiendo del análisis sobre el uso mercantil de las emociones, concluyen que estas participan del caldo de cultivo de la posverdad; no solo porque así se las manipule, sino porque su propia naturaleza las dispone a ello. Las emociones aparecen así en el punto de mira de planteamientos que, pese a sus diferentes fundamentos, coinciden en negarles validez epistémica y en responsabilizarlas de la rápida e inquietante penetración de la posverdad. El papel que ambas perspectivas coinciden en otorgar a las emociones, así como las soluciones que dejan entrever, presentan elementos problemáticos. Frente al anhelo de una razón depurada como único agente de deliberación, sería constructivo considerar lo afectivo como parte indivisible de nuestra relación con el mundo, y estudiar las emociones como elementos que pueden participar en la desinformación y los bulos, pero también en el esfuerzo por combatirlos.

En este trabajo expondremos una recepción crítica de aquellas perspectivas que presentan a las emociones como un fenómeno exclusivo de la posverdad. Para ello transitaremos por la teoría kantiana de la relación entre la razón y lo afectivo, mostrando cómo el filósofo de Königsberg no niega de plano la implicación de las emociones en lo racional. Con respecto a la relación entre emociones y crítica del capitalismo, distinguiremos entre aquellas posturas que señalan el uso de lo afectivo en este sistema y, como caso paradigmático, la postura de Byung-Chul Han, que atribuye a las emociones un carácter inherentemente vinculado a la desinformación. La contribución positiva de nuestra investigación señala cómo el reconocimiento del papel epistémico e imprescindible de las emociones es un aspecto transversal, compartido por planteamientos de distinto cuño, para finalmente exponer tres principios para una propuesta de mínimos acerca del estudio de las emociones en el ámbito de la posverdad.

1. La dicotomía contemporánea entre emoción y razón en el ámbito de la posverdad

Desde la célebre definición del diccionario de Oxford en 2016, cuando nombró palabra del año al término «posverdad», la participación de lo emocional se presenta como un elemento central de su naturaleza. Así, en las investigaciones acerca de la posverdad, esta se concibe con frecuencia como el resultado de una primacía de las emociones sobre la racionalidad (Aznar Fernández-Montesinos 2018; Coxon, en Prado C.G. ed. 2018; Crilley 2018; D’Ancona 2019; Zembylas 2019) y los «hechos», aunque rara vez se proporciona una definición de estos conceptos.

Desde esta premisa se plantea una dupla que contrapone las noticias «despojadas de emoción» (Marín y Aparici 2019, 185), situadas en el lado de «la racionalidad y la objetividad científica» (González 2017, 435-436), frente a aquellas que incorporan emociones o sentimientos. Lo afectivo aparece como un agente de distorsión en los habituales escenarios de la posverdad, como la propaganda de Donald Trump (Fording y Schram 2017; Peters 2017; Wahl-Jorgensen 2019) o el Brexit (Cervi y Carrillo 2019; Schmit et al. 2021). Con frecuencia, las emociones aparecen vinculadas a corrientes populistas (Fieschi 2004; Arias Maldonado 2016; González Pascual 2017; Skonieczny 2018), aunque existe abundante literatura que contradice esta idea y defiende que su uso no es exclusivo de estas estrategias (Jost et al. 2003; Alvares y Dahlgren 2016; Cromby 2019; Eklundh 2020).

Coincidimos con Cosnier (1994) en que la contraposición, que no mera distinción, entre lo cognitivo y lo afectivo constituye «[la] formulación moderna del antagonismo clásico de la razón y las pasiones» (Cosnier 1994, 14), que defiende la primacía de la racionalidad frente a las expresiones de lo corporal, lo animal, lo biológico. Lejos de ser políticamente neutra, esta tesis tiene consecuencias como las que apunta Ahmed, que defiende cómo «el modelo que vacía de toda emoción al proceso de realización de un juicio es también el modelo que justifica la relegación de otros al ámbito de la naturaleza» (Ahmed 2015, 294). El rastro de esta relación antagónica y jerárquica, donde las emociones ocupan un lugar inferior, es palpable en numerosos estudios en torno a la posverdad: los «factores emocionales, psicológicos y fisiológicos» aparecen como límite de nuestras facultades racionales (Kingwell; en Prado C.G. ed. 2018, 33); se invita a contemplar, a modo de advertencia, «cuánto puede verse afectado nuestro razonamiento si estamos realmente comprometidos emocionalmente» (McIntyre 2018, 72); se rechaza la validez epistémica de las emociones y los esfuerzos por señalar esta faceta (Coxon; en Prado C.G. ed. 2018).

2. Recepción crítica de la dicotomía entre razón y emoción

Las tesis que criticamos conciben la verdad como algo objetivo, completo, por lo que la tarea consistiría en despejar aquellas distorsiones que frustrarían el encuentro pleno con esta; en el caso que nos ocupa, las emociones. Esto plantea tres problemas de calado. En primer lugar, la tesis de la separación «limpia» entre razón y emociones ha sido rechazada por numerosas investigaciones en el terreno de la neurociencia, que concluyen que las emociones participan de un modo irremplazable en los procesos de deliberación y elección (Damasio 1996; Koenigs et al. 2007; Krajbich, 2009; Quartz, 2009; Brosch, et al. 2013). Otros estudios en el ámbito de las ciencias humanas (Finucane et al. 2003; Plantin 2011; Marcus et al. 2011) arrojan similares conclusiones.

En segundo lugar, la idea de «los hechos» como algo dado a la razón desprendida de la emoción es de un realismo ingenuo, enormemente problemático cuando se intenta aplicar a los ámbitos de la comunicación, el lenguaje o la política, en los que se mueve el fenómeno de la posverdad. Escudero (2022) impugna esta posición al subrayar la importancia de comprender los plexos de sentido en los que se introducen los hechos y los datos. No es complicado contrastar una acción aislada, reducida a sus elementos más básicos («A llamó a la policía para que investigasen a B»), pero la dificultad radica en describir el hecho inscrito en un ámbito de sentido («A llamó a la policía para que investigasen a B, un hombre de raza negra que estaba mirando casas por la zona, en lo que constituye un gesto de racismo») y en analizar los vectores intervinientes en la situación («¿Es sistémico ese racismo? De serlo, ¿cómo se combate? ¿Pueden legislarse este tipo de acciones?»).

En tercer lugar, a las emociones y lo afectivo se les atribuyen tres características: (1) son elementos de menor categoría que la razón, que (2) introducen elementos de distorsión, por lo que (3) su uso es epistémicamente problemático y moralmente reprensible. Rechazamos esta triple impugnación por la cual se subsume, invalida y condena lo afectivo, pues aspira a un objetivo poco factible —interpretar los acontecimientos desde una razón «depurada»— e ignora la dimensión y el papel epistémicos de las emociones, así como la bibliografía que la respalda. En el último apartado de este trabajo desarrollaremos nuestra propuesta de mínimos como reverso positivo de las tres características que hemos mencionado.

Nuestra postura sobre las emociones no es exclusiva de una única perspectiva filosófica. La fenomenología las concibe como un fenómeno intencional que revelaría aspectos objetivos. Esto tiene importantes consecuencias epistémicas: para Husserl, el sentimiento se concibe como «esa fuerza dinámica que acompaña todo acto y lo dirige hacia su objeto, lo que indica que forma parte esencial del conocimiento» (Marcos 2019, 813). En esta línea se posiciona Escudero (2022) al señalar que hay un componente emocional tanto en la posverdad como en la comunicación de lo verdadero, pues el carácter intencional de las emociones las convierte en «reveladoras del sentido del mundo». Pero no es necesario ceñirse al ámbito fenomenológico para defender el papel de las emociones en la verdad. Desde la perspectiva ecológica de José Ramón Torices Vidal, de corte analítico, «el mundo o situación percibida es parte constitutiva de [las emociones]» (2017, 23). Para Torices Vidal, el mundo se nos da siempre, en todo momento y circunstancia, significativamente, de modo que en nuestro trato cotidiano «vamos desentrañando y modificando esos significados, y vamos dotando de nuevos significados aquellos [que] carecían de significación emocional» (2017, 19).

En torno a esta relación entre el mundo y las emociones se mueve asimismo el diagnóstico de Hartmut Rosa, que concede a lo afectivo un papel clave en su concepto de «resonancia», la responsividad recíproca entre el mundo y el sujeto (Rosa 2019). La experiencia de la resonancia comenzaría con una afección en respuesta a la relación con el mundo, seguida de una reacción corporal. De ahí que la depresión, en cuanto ausencia de afección, se entienda aquí como un estado «en el que los ejes de resonancia están enmudecidos» (Rosa 2021, 48). Desde esta tesis, podemos plantear que los sentimientos de pertenencia y comunidad de quienes pasan a formar parte de círculos de bulos y desinformación, e incluso el vínculo —por negativo que este sea— con acontecimientos, personalidades o decisiones políticas, proporcionan un enlace afectivo.

Nos interesa subrayar la confluencia de las posiciones expuestas: una perspectiva relacional desde la cual se entiende que las emociones no son una incorporación posterior a lo percibido ni un elemento de distorsión de la supuesta pureza original. Lo percibido no se da nunca desnudo, en sí, sino que está siempre inscrito en una estructura de sentido que incluye lo emocional. Sujeto y objeto son, por tanto, relata, polos, de cuya mutua imbricación surge un significado peculiar en el que las emociones participan de forma originaria. Aspirar a desprenderse de estas para combatir las noticias falsas o los bulos supone una premisa problemática que lleva a conclusiones igualmente problemáticas.

3. Desentrañando la raíz de la amenaza emocional: emociones y pasiones en Kant

En su análisis sobre la relación entre emociones y justicia, Sarah Ahmed apunta cómo «las tradiciones éticas kantianas y postkantianas […] parten de una distinción entre la emoción y la razón, que construye las emociones no solo como irrelevantes para el juicio y la justicia, sino también como insensatas y como un obstáculo para el buen juicio» (2015, 294). ¿Y no es este el rasgo central de las posturas que criticamos? Sin embargo, una aproximación al texto de Kant ofrece una clara perspectiva sobre la raíz filosófica de esta conceptualización, y permite comprobar que el celo contemporáneo por condenar las emociones desecha matices y observaciones sobre la relación entre emoción y razón.

Kant distingue dos aspectos de la sensación: el cognitivo, que implica una representación del objeto, y el afectivo, circunscrito al cuerpo. El ámbito asociado a los sentimientos quedaría privado de contenido cognitivo (González 2015), con la excepción de la simpatía (o, en la actualidad, «empatía»). En las Lecciones de filosofía moral – Mrongovius II, Kant especifica cómo esta no solo cumple el papel de principio dinamizador, sino que orientaría la conducta moral, tesis que se ha visto respaldada por investigaciones contemporáneas (Callahan 1988). Por lo tanto, como concluye Jiménez Rodríguez: «aber das Gefühl, sowie die sensiblen Triebfedern und sogar die pathologischen Neigungen, obwohl in Form ihrer notwendigen Überwindung, spielen eine unentbehrliche Rolle» (Jiménez Rodríguez 2018, p.89).1

Para Kant las emociones solo presentan un problema para el sujeto autogobernado por la razón si consiguen sobreponerse a la ley moral o, peor, si arraigan en la racionalidad: cuando esto ocurre pasan a llamarse pasiones, que suponen «una máxima del sujeto, la de obrar según un fin que le prescribe la inclinación» (Kant 2011, 237). Sussman proporciona una definición de la pasión tan sucinta como acertada: «una inclinación imperfectamente racionalizada […] Un estado psicológico que amalgama la fuerza motivadora del deseo y la fuerza justificadora de la razón» (Sussman 2001, 17). La pasión no es irreflexiva a la manera de las emociones, sino que se erige desde la razón en principio de acción. En casos como el del amor o la libertad, Kant contempla que lo deseado pueda ser moral; sin embargo, el deseo en cuanto incentivo puede subvertir la voluntad, erigiéndose en pasión e introduciendo «un modo de operar en el orden práctico que convierte en moralmente reprobables hasta a los apetitos que materialmente podrían estar próximos a la virtud» (Sánchez Madrid 2013, 116). Para Kant, la pasión supone el fin de la libertad: como resume Korsgaard, «la voluntad que pone la inclinación por encima de la moralidad [que es su condición natural] sacrifica su libertad a cambio de nada», reduciéndose a «un mero canal de las fuerzas naturales» (1996, 167).

Con todo, Thomason se manifiesta en contra de entender la posición kantiana sobre las emociones como un esfuerzo por «cultivarlas», una posición en la que sitúa a «Cohen (2015), Borges (2004), Geiger (2011), y Guyer (2010)» (Thomason 2017, 23). Cagle (2005) y Sherman (2016) se han manifestado en esta línea, desde la cual emociones tales como la empatía pueden ser «subordinadas o compatibles con la razón» (Thomason 2017, 3), por lo que desempeñarían un valor moral. Pero Thomason matiza, recurriendo a la Antropología, que Kant detalla cómo si bien en un estadio primitivo de la humanidad las emociones pudieron desempeñar un papel de guía y orientación, el componente moral lo pone la razón, a la que las emociones deben estar supeditadas.

La noción kantiana podría expresarse mediante la metáfora del cazador y el perro perdiguero: el instinto del animal llama la atención y guía a la acción, pero su pulsión primigenia, si bien útil en sí misma, queda supeditada a la decisión del amo, que tendría la última palabra con arreglo a su criterio racional. Como ya recogimos en la cita de Jiménez Rodríguez, las emociones juegan un papel: «bajo la forma de su necesaria superación». La metáfora propuesta también recoge la distinción de Sherman (2016) entre un orden apriorístico-racional y otro empírico, respetando el papel de cada uno. Más allá de esta figura, los apuntes de Cohen son relevantes: aunque recoge la distinción entre el componente cognitivo de las emociones dirigidas a objetos y los afectos, que carecen de estos (Cohen 2017), retoma esta distinción para aportar que los segundos poseen una intencionalidad (Cohen 2020) que los caracteriza como, según venimos defendiendo, componentes de nuestra relación con nosotros mismos y el mundo. Debería, por tanto, «dejarse definitivamente de lado la consideración de Kant como un autor enemistado con el orden de lo emocional, gustoso de obligar al sujeto a renunciar a su peculiar sentir» (Sánchez Madrid 2016, 46), pero también aquellas perspectivas que, como advierte Borges, «atribuyen a las emociones un valor moral intrínseco» (Borges 2019, 181).

El planteamiento kantiano, con su contraposición entre emociones y razón, así como su advertencia del peligro de que las primeras infecten a la segunda, bien podría pasar por ciertas tesis contemporáneas en torno a la posverdad. Pero algunas incluso van más allá, al plantear una suerte de «cosa en sí» factual que las emociones encubrirían, o al no dejar siquiera espacio para la consideración de la empatía y su relación con la razón. El sentimiento de frustración ante el fenómeno de la posverdad y la urgencia de combatirla bien ha podido motivar que se rescate nostálgicamente este anhelo de una razón libre de componentes afectivos, pero este planteamiento es poco eficaz a la hora de explicar la posverdad, de proponer soluciones y de resolver sus propias contradicciones.

4. La mercantilización de las emociones en el capitalismo como caldo de cultivo de la posverdad

El análisis del capitalismo en su fase actual incluye con frecuencia comentarios acerca del papel que en él desempeñan las emociones, y cómo dicha relación habría influido en la génesis de la posverdad. Dentro de este ámbito, podemos distinguir entre las críticas acerca del uso de las emociones —en el que estas no son perjudiciales en sí, pero son instrumentalizadas— y críticas acerca de las emociones —que atribuyen a su naturaleza el uso instrumental que de ellas se hace—.

Las tesis que relacionan posverdad, emociones y capitalismo se nutren de aquellas investigaciones que, desde finales del siglo pasado, denuncian la mercantilización de las emociones. Aunque no sería el único sistema económico en participar de esta operatividad, para Hochschild el capitalismo habría desarrollado la forma más eficiente y organizada de gestión emocional (Hochschild 2003), punto con el que coincide Illouz y su tesis de la supeditación de las emociones a la «acción instrumental» (Illouz 2007, 23). Massumi, por su parte, plantea que el afecto es «una variable intrínseca del sistema tardocapitalista, tan infraestructural como una fábrica» (Massumi 2002, 45): nótese que se habla de una primacía del afecto, que formaría parte de «lógicas y órdenes distintos» (ídem, 27) a la emoción. Esta última, defiende Massumi, es un contenido subjetivo, una intensidad «apropiada y reconocida» (ídem, 28), mientras que el afecto es autónomo, escapa a la identificación y tematización de lo particular; en la línea defendida por Kant, describe que el afecto «pertenece al cuerpo, no tiene imagen» (ídem, 61). A partir de esta distinción, Massumi concluye que en la actualidad el poder, habiendo dejado atrás un anclaje ideológico fuerte, se ejercería mediante la saturación de imágenes e informaciones en una dinámica que no debe explicarse en términos puramente negativos, sino que debe entenderse a partir de su capacidad de potenciación.

Esta línea crítica plantea, por tanto, que al capitalismo le iría de suyo la promoción, producción y expresión de emociones, particularmente las activadoras y motivadoras, que podrían agruparse en la categoría de lo positivo. A este respecto, como señala Ehrenreich (2009), la otra cara de este papel activador sería la estricta supervisión de las respuestas afectivas, con el objetivo de suprimir las indeseadas (negativas) y sustituirlas por las deseadas (positivas). En ello, observamos, se actualiza la vieja máxima del control de las emociones bajo la vigilancia de la subjetividad, guiada en este caso por una razón instrumental y utilitarista. Mientras en el pasado esta subordinación se planteaba en clave de rectitud moral, en la actualidad se concibe como un medio para el bienestar y el éxito. Al mismo tiempo, el esfuerzo por la optimización se trasladaría del exterior al propio individuo (Han 2015), prescindiendo así de instancias coercitivas o autoritarias externas.

Este pensamiento positivo se constituiría desde unos ideales sociales que, al mismo tiempo, apuntalaría (Ahmed 2019), constituyendo aquellos plexos de sentido en los que se inscribirían los hechos para su interpretación. Se advierte, así, que lo emocional no distorsiona sino que constituye: de ahí que Ahmed defienda el papel de lo afectivo en la operatividad política por su potencial para inducir tanto la acción como la inacción, así como para constituir marcos de interpretación:

lo que nos mueve son las emociones y la manera en que nos mueven implica interpretaciones de las sensaciones y los sentimientos, no solo en el sentido de que interpretamos lo que sentimos, sino también porque lo que sentimos puede depender de interpretaciones pasadas no necesariamente realizadas por nosotras, puesto que nos preceden (Ahmed 2015, 259)

En este sentido podría situarse la distinción de Nussbaum (2018) entre la emoción y el lugar donde esta se concreta, que supone una determinación de carácter político. El miedo es una emoción natural pero, observamos, tener más miedo a la llegada de refugiados que al cambio climático es una orientación política que depende en buena parte de qué se presente como amenaza.

Las emociones desempeñan, por tanto, un papel constitutivo tanto en el capitalismo, que «se alimenta del estado de ánimo de los individuos, al mismo tiempo que los reproduce» (Fisher 2016, 66), como en su faceta neoliberal, cuya capacidad de atracción no sería estrictamente económica o política, sino que poseería un componente ético y emocional (Konings 2015). Partiendo de este marco, Rúas y Capdevila (2017) y De la Cruz-Ayuso, (2020) señalan a la mercantilización de las emociones y su promoción como un fenómeno coadyuvante de la posverdad: el fomento, intensificación, exposición y exaltación de las emociones contribuye, desde estas tesis, a que jueguen un papel excesivo en los procesos de determinación de la veracidad, de modo que la posverdad queda retratada como un fenómeno «que surge en el marco de [la] cultura del capitalismo emocional» (De la Cruz-Ayuso 2020, 7). En el panorama resultante, se plantea que los programas de telerrealidad y las redes sociales participan de esta exaltación de lo afectivo (Coxon en Prado, C.G. ed. 2018); la televisión hace uso de los sentimientos para establecer una comunicación visceral, «“puenteando” el intelecto» (Serrano 2009, 30); el periodismo queda dominado por una «dictadura de lo emocional [enfrentada a lo factual]» (Aparici y García Marín 2019, 14). Se plantea asimismo que un público sensibilizado y propenso a lo emocional tendería a valorar los enunciados desde el sentimiento en lugar de la razón. Volvemos, por otra vía, a la posición que hemos descrito en el apartado anterior.

5. Emociones y posverdad como fenómenos de la híper-producción en el pensamiento de Byung-Chul Han: exposición y crítica

Conviene diferenciar el análisis en torno al uso de las emociones de aquel orden de críticas que atribuye a las emociones una serie de características que las hacen idóneas para su mercantilización. En este ámbito crítico encontramos una imagen de las emociones, el capitalismo y la posverdad que los presenta como facetas de un mismo paradigma de producción masiva y saturación. Así, para Byung-Chul Han «el ruido de la comunicación, la tormenta digital de datos e informaciones, nos hace sordos para el callado retumbar de la verdad» (Han 2017, 9), pues «la información es acumulativa y aditiva, mientras que la verdad es exclusiva y selectiva» (Han 2013, 34).

En Psicopolítica y, siguiendo lo allí defendido, La desaparición de los rituales, Han sitúa emociones (Affekt) y sentimientos (Gefühl) en posiciones opuestas dentro de un marco dialéctico: las primeras son propias de la positividad, acumulativa y hegemónica; los segundos, de la necesaria y perdida negatividad. Los sentimientos, plantea, permiten una duración y una narración, abren un espacio, indican algo objetivo, son lentos y constatativos. Por el contrario, las emociones son performativas, una expresión de la subjetividad carente de amplitud y, en cuanto fundamento energético de la acción, dinámicas, volátiles, eruptivas y situacionales. Esta dicotomía encaja con su tesis central acerca de la operatividad del capitalismo, que facilitaría e incentivaría la producción de emociones, convirtiéndolas en mercancías (Han 2015), al mismo tiempo que «la psicopolítica neoliberal se apodera de la emoción para influir en las acciones a este nivel prerreflexivo» (Han 2015, 75).

Aunque en su definición de los sentimientos se puede escuchar la influencia heideggeriana, en tanto les concede algunos de los rasgos que Heidegger atribuye a la Stimmung (término de compleja traducción, de entre las que proponemos «temple afectivo»), Han no proporciona una definición estricta ni de Affekt ni de Gefühl. Para trazar una distinción clara entre estos términos, nos orientamos por el recorrido intelectual de Fredric Jameson, que en El postmodernismo revisado se adhiere a la distinción kantiana por la cual los sentimientos (o afectos) son corporales, pero no conceptuales, mientras que las emociones son conscientes, intencionales y orientadas al objeto (Jameson 2012). Jameson suscribe en 2013 la distinción de origen kantiano planteada por Terada (2001) por la cual «los afectos/sentimientos son sensaciones corporales, mientras que las emociones […] son estados conscientes. Las segundas tienen objetos, mientras que las primeras son sensaciones corpóreas» (Jameson 2013, p.32)2.

Desde esta premisa, Jameson expresa que en la actualidad no nos encontraríamos en la época de la emoción, sino del afecto, corrigiendo así su diagnóstico de 1991, que fue recibido con escepticismo por Massumi (2002). El resentimiento, por ejemplo, no sería tanto una emoción como un sentimiento (en Baumbach et al. 2016) prevalente en la actualidad. A partir de esta reflexión podríamos añadir que aunque sean las emociones las que circulan como mercancías, los sentimientos también participan de forma determinante en la toma de decisiones y la interpretación de los enunciados. La insatisfacción, la frustración, la depresión, la inquietud, la inseguridad o la sensación de abandono no son emociones, entendidas con Kant y Jameson, y sin embargo su papel en el análisis de la contemporaneidad y la posverdad es clave. De hecho, Massumi ya anuncia en su ensayo de 2002 el papel clave no tanto de las emociones concretas como de las afecciones corpóreas sin objeto singularizado.

Volviendo a la tesis de Han, en ella encontramos aspectos problemáticos. Su conceptualización agonal resulta maniquea e impone una diferencia casi metafísica entre ambos, cuando Prinz (2005) defiende que las emociones no serían sino afecciones conscientes; o Goldie (2002), desde una posición fenomenológica, plantea una implicación mutua entre ambos, de modo que las emociones poseen un sentir-hacia (o un sentimiento-hacia). Ya hemos visto como para Jameson, apoyándose en el modelo kantiano de Terada, defiende que la diferencia radica en una concreción conceptual y consciente, no en clave de oposición. Para Han las emociones, como el propio capitalismo, son ruidosas, agresivas, rápidas, inmediatas; efímeros objetos de consumo (Han, 2020) asociados al narcisismo. En esta crítica late la dicotomía heideggeriana entre lo callado, lo contemplativo, reflexivo y quietista frente a lo acelerado, bullicioso, ruidoso y explosivo (Gumbrecht 2004; especialmente el capítulo «Silencio vs. ruido»), de carácter más estético que epistémico. Por otro lado, Han reviste los sentimientos en la estética de la demora, la pausa y la contemplación, y les atribuye capacidad comunitaria. El acceso preferencial de las emociones a lo profundo del individuo en el ejercicio de la Psicopolítica presenta a los sentimientos como un islote a salvo de la manipulación, cuando lo cierto es que son igualmente aprovechables en el ejercicio retórico.

Las emociones, además, no son tan fugaces como se tiende a describirlas, en un gesto que atribuimos a un residuo moderno por el cual se entienden aún como males pasajeros, volátiles frente a lo permanente y substancial de la razón. Han ciñe su interpretación, además, a lo cognitivo, minimizando la dimensión corporal: como ya advierte Le Breton, «los sentimientos y las emociones, bien entendidos, no son en modo alguno fenómenos puramente fisiológicos o psicológicos» (1998, 9). Por último, para contraponer emociones y sentimientos, Han introduce, no sin cierta violencia, la variable extensiva para analizar fenómenos intensivos, estableciendo entre ambos una rígida oposición temporal (rápidas y explosivas vs. duraderos y narrativos).

Pese a la defensa de Han por la interrelación, la codeterminación y la influencia mutua a lo largo de su obra, hay una separación estricta entre emociones y sentimientos que no se corresponde con su naturaleza. Defendemos que emociones y sentimientos están relacionados y se codeterminan. Han acierta al definir las emociones como eruptivas, pero olvida la dimensión más importante de toda erupción. Aunque asociamos a los volcanes con la deflagración, es un sesgo debido a su espectacularidad. Lo relevante del volcán es el efecto de lo liberado: las consecuencias de su ceniza en la atmósfera, el enfriamiento de la lava. Si se libera suficiente material hay transformaciones profundas, como el surgimiento de las islas. Las emociones, que no son meras reacciones intelectuales sino un modo corporal de conciencia, sedimentan hasta producir sentimientos. De ahí su duración: son el resultado de sucesivas emociones acumuladas de una manera relacional, no aditiva. Muchas o muy intensas emociones dadas en un breve espacio de tiempo no constituyen sentimientos: como la lava volcánica, deben enfriarse, aposentarse. Lo explosivo puede producir lo duradero.

Nos permitimos unos ejemplos: con el tiempo, podemos desarrollar sentimientos de odio hacia aquello que nos produce sucesivas emociones negativas como el asco o el miedo; después de un tiempo sufriendo tristeza, sin poder o saber gestionarla, ese poso acumulado puede producir melancolía. Los sentimientos se experimentan sobre el sedimento de otras emociones, aún cuando tienen una apariencia espontánea: por ejemplo, uno no se siente súbitamente liberado si antes no ha experimentado durante mucho tiempo opresión o encierro. Esta sensación, a su vez, sería el resultado de emociones acerca del entorno en el que estamos encerrados: el miedo de una puerta que no se abre, la tristeza de no estar en contacto con nuestros seres queridos… Rechazamos por tanto la tesis por la cual las emociones vendrían a ser sentimientos más vigorosos, pero no para invertirla, sino para reformular su relación fuera de la linealidad.

6. Hacia una propuesta de mínimos sobre el estudio sobre lo afectivo en el ámbito de la posverdad

Hemos comprobado que a la contraposición entre razón y emociones, así como a sus implicaciones epistémicas y morales, se puede llegar por la vía de la exaltación ingenua de la objetividad de los hechos o mediante la crítica al uso mercantil de las emociones en el capitalismo. Ambos accesos pueden conducir a conclusiones muy similares, que presentan a las emociones como agentes de distorsión. Vistos los problemas de ambas posiciones, proponemos tres puntos interrelacionados que sirvan de fundamento para un estudio de las emociones y lo afectivo en torno a la cuestión de la posverdad:

6.1. Las emociones no son un elemento de segundo orden en el ejercicio deliberativo

En la dicotomía razón/emoción no deja de latir la distinción mente/cuerpo, así como aquella aspiración de dominio de la razón sobre lo afectivo por parte del sujeto soberano y autolegislado que domeña todo cuanto le arroja la fisiología: recordemos cómo, para Kant, el hombre deviene bestia cuando el baluarte racional cae bajo el envite de los sentimientos. La postura moderada que aún se mueve dentro de este paradigma defiende que las emociones pertenecen a la subjetividad, pero en un orden inferior a las facultades cognitivas, reflexivas, racionales. Defendemos que ambas posiciones se nutren de modelos en los que las emociones desempeñan el papel de muñeco de paja: como en la retórica empleada por todo dogmatismo, hay un contradictorio discurso acerca de lo negativo que lo presenta como un elemento de menor categoría pero, paradójicamente, lo bastante poderoso para acabar con todo lo Bello, lo Bueno y lo Verdadero. Proponemos, a la luz de las investigaciones citadas, que las emociones se consideren un componente imprescindible del ejercicio de deliberación. De ello derivaría el segundo punto:

6.2. Las emociones no son un agente de distorsión de una supuesta objetividad

La tesis de que las emociones obstaculizan el encuentro con la verdad, la realidad y la objetividad enraíza en un realismo ingenuo que, por lo general, no consigue ofrecer una definición de los conceptos que constituyen su horizonte. Se da por hecho que existe lo objetivo más allá de toda estructura de sentido y que, frente a la manera «objetiva» de presentación pura, hay una modalidad basada en la vinculación emocional que distorsiona la percepción del contenido. Como hemos señalado en el apartado correspondiente, posturas tan diferentes como la fenomenología o la filosofía analítica dan cuenta del papel interviniente de las emociones en el mundo y la verdad. Con esto queremos indicar que no es necesario defender una objetividad «fuerte», como en el caso de la fenomenología, para rechazar la caracterización de las emociones como un añadido a posteriori de los enunciados ciertos con el objetivo de distorsionarlos, o una forma de vinculación sesgada con el contenido. Dados los dos primeros puntos, llegamos al tercero de la propuesta, que puede plantearse a modo de conclusión:

6.3. Las emociones no deben analizarse, de suyo, desde una perspectiva moral

En primer lugar, se propone sacar las emociones del esquema moral, de modo que se examinen como factores intervinientes, en lugar de objetos a ensalzar o repudiar. Insertar el análisis emocional en el ámbito moral deriva, de forma casi inexorable, en un maniqueísmo donde el campo de lo racional (lo «objetivo», lo «científico», lo «factual»; con frecuencia poco o nada definido, de ahí las comillas) aparece como lo bueno y puro, intoxicado por todo lo asociado a lo afectivo (los «sentimientos», las «emociones», que adolecen de la misma falta de definición). Marcus expone con claridad cuatro consecuencias políticas de guiar la investigación por este horizonte de una razón depurada de todo lo emocional:

En primer lugar, si apostamos por aquellos dispositivos y prácticas que aspiran a reducir la implicación emocional, aseguramos la progresiva incapacidad de las políticas democráticas de estar a la altura de los muchos desafíos que implica alcanzar el equilibrio adecuado entre la continuidad y el cambio. En segundo lugar, si volvemos la vista hacia nociones irrealizables, ello nos conduce una y otra vez a culpar a las acciones de la ciudadanía. En tercer lugar, si apuntamos al continuo uso de las emociones, como en las campañas negativas, los esfuerzos de los activistas y de los intereses especiales de todo tipo para llevar a cabo la apelación emocional adecuada, perpetuaremos un falso retrato de un sistema político degradado. Seremos ciegos a los beneficios positivos que resulta de esa implicación emocional. En cuarto lugar, si seguimos asumiendo que la emoción es una especie de residuo arcaico de nuestra herencia, un vestigio perjudicial, no tendremos motivos para seguir investigando nuestra dependencia contemporánea de las emociones. (Marcus 2002, 134-135)

Conviene recalcar que no se apuesta aquí por un movimiento pendular que nos conduzca al otro extremo: invertir la atribución moral no hace más que reemplazar un problema por otro. La exaltación ciega de las emociones, además de sus propios problemas teóricos, tiene el potencial de incurrir en «las más lamentables regresiones si el individualismo se agudiza en individualismo sentimental y si […] conduce aún más a hacer del individuo (emocionado) un explanans y no un explicandum» (Lordon 2018, 9-10). Del mismo modo, coincidimos con Ahmed en que el carácter formal y de efecto de las emociones impide que puedan ser el fundamento del juicio (Ahmed 2015, 294).

En lo que respecta al vínculo entre emociones negativas y populismo, atacar al uso de lo afectivo en la propaganda de estas corrientes es cargar contra el mensajero. Esta clase de señalamientos son, igual que la crítica huera a la posverdad señalada por García (en Ibáñez Fanés, J. ed. 2017), un gesto de inocencia con poco contenido, mediante el cual el emisor se sitúa confortablemente del lado «correcto» de la razón depurada. Mucho más provechoso y útil para enfrentar el fenómeno populista sería «combatir aquellas situaciones percibidas como injustas o moralmente indignantes» para así «reducir aquel estado emocional más fértil para el populismo» (Rico, Gunjoan y Anduiza 2017). Del mismo modo, el estudio de cómo a las emociones «se las orienta, da forma y reproduce mediante narrativas políticas» (Bonansinga 2020) permite estudiarlas tal como se presentan, integradas en una estructura de sentido, sin imponerles ninguna admonición. Centrar la problemática populista en el ámbito de las emociones de forma aislada es dar la espalda a las causas materiales y concretas que las producen, obviando al mismo tiempo los muchos y diversos discursos en los que se integran.

Por último, la reflexión acerca de Kant refleja que aún en esta hay un espacio específico para la participación de las emociones en la deliberación racional. La empatía (o, con Kant, «simpatía») ha sido un componente imprescindible en la labor informativa en torno a cuestiones tan importantes como el avance de los derechos de la mujer, la responsabilidad para con los animales o la sensibilización hacia el terrorismo, además de desempeñar un papel central en la adopción de actitudes positivas hacia políticas en favor del estado del bienestar y la asistencia pública a grupos desfavorecidos (Smith 2006). Precisamente y como apunta Ahmed, el estudio de las emociones resulta pertinente para identificar «a aquellos que pueden ser amados, aquellos que pueden ser llorados, es decir, al construir a algunos otros como los objetos legítimos de la emoción» (Ahmed 2015, 288). De ahí que no podamos estar a favor de proponer que se incurre en mala praxis cuando el trato informativo de estas cuestiones provoca una vinculación emocional, atribuyéndole de suyo una supuesta distorsión en su contenido.

La posverdad como fenómeno no debe estudiarse sin tener en cuenta las emociones. La investigación a este respecto, de primer orden en la actualidad, debería estar libre de posiciones morales. Lo que se ha intentado exponer aquí no es una línea de desarrollo en una perspectiva concreta o estrictamente ceñida a una determinada teoría, sino unos parámetros básicos, con aspiración de transversalidad, para el estudio de las emociones y lo afectivo en el contexto de la posverdad. En lo que respecta a las posibilidades de trabajo futuro, este esbozo puede desarrollarse incorporando nuevos principios, o puede aplicarse como punto de partida para el estudio de las emociones en marcos más amplios como la percepción, el lenguaje o la teoría del conocimiento.

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Notas al final

1. «Pero el sentimiento, así como aquellos impulsos pertenecientes a la sensibilidad e incluso las inclinaciones patológicas, aún bajo la forma de su necesaria superación, juegan un papel imprescindible».

2. A señalar la discusión entre Cohen (2020) y Eran (2021), que impugna la identificación por parte de Cohen de las emociones kantianas como sentimientos, así como la tesis acerca de la naturaleza de la intencionalidad de estos últimos (derivada o intrínseca, respectivamente).