¿Existen verdades morales?
Una aproximación desde
la ontología social de John Searle

Are there Moral Truths? An approach from the social ontology of John Searle

Joan M. Segura

IES La Ribera

jmseguraguis@gmail.com

1. Una visión de la realidad

El objetivo del presente trabajo no es otro que abordar la cuestión de la existencia de verdades morales desde el aparato conceptual propio de la ontología de John Searle. La pregunta que nos ocupa, por ende, podría replantearse como: ¿qué tipo de verdad moral es compatible con la ontología de Searle (si es que alguna lo es)? Searle da comienzo a La construcción de la realidad social con la observación de que, a primera vista, una parte importante de la realidad no parece depender de ningún tipo de percepción o de pensamiento humano. Al menos, intuitivamente, parece seguro afirmar que cosas como los átomos, las moléculas, las células, los organismos, las montañas, los planetas y las estrellas existirían aunque no existiese un solo ser inteligente en el mundo. Sin embargo, también existen hechos del mundo que, aun siendo tan reales como los anteriores, parecen depender de la conciencia humana. Ejemplos de ellos son cosas tales como las leyes, las fronteras, los gobiernos, el dinero o los matrimonios. Si no existiesen los humanos, los átomos y las montañas seguirán existiendo, pero no así el dinero y las fronteras. El primer grupo está constituido por lo que Searle denomina “hechos brutos”; el segundo, por los “hechos institucionales”. Los primeros son “ontológicamente objetivos” (independientes de la intencionalidad) y los segundos son “ontológicamente subjetivos” (dependientes de la intencionalidad). Si bien los hechos brutos son más fundamentales que los institucionales, en el sentido en que estos últimos no pueden existir sin los primeros (pero sí a la inversa), ambos son igualmente reales.

¿De qué está hecha la realidad ontológicamente objetiva? A juicio de Searle, la ciencia empírica da las claves para responder a esta cuestión. Las dos teorías fundamentales en este aspecto son la teoría atómica de la materia y la teoría de la evolución. La realidad está compuesta de lo que, en aras de la simplicidad, Searle llama “partículas”, que se combinan formando sistemas. En algún momento de la historia de la Tierra estos sistemas comenzaron a formar organismos vivos. Y en algún momento posterior estos organismos vivos desarrollaron evolutivamente estructuras capaces de causar la conciencia y la intencionalidad. En suma, la teoría atómica y la evolutiva proporcionan una visión de la realidad que excluye elementos sobrenaturales o inmateriales y que permite explicar la realidad bruta tal y como la conocemos en términos efecto-causales. Asimismo, esta cosmovisión es, al menos en cierto sentido, materialista, dado que considera que toda la realidad está compuesta de materia.

La clave para comprender el paso de los hechos brutos a los hechos institucionales, además de la intencionalidad (y en particular, la intencionalidad colectiva), es la asignación de función. Los seres humanos asignamos funciones a objetos del mundo. No existen funciones en la realidad más allá de las que los humanos asignamos.1 En muchas ocasiones, la función que asignamos a un objeto se desprende directamente de su estructura física. Esto sucede de manera clara con las herramientas, que son fabricadas adrede para que tengan determinadas características físicas que permitan desempeñar la función para que han sido creadas; pero sucede incluso con herramientas no fabricadas. Una piedra, por ejemplo, puede desempeñar la función de pisapapeles en virtud de sus características físicas. En definitiva, la función es tal que, si el objeto no tuviese ciertas características físicas (dureza, peso, resistencia…), este no podría desempeñarla. Sin embargo, existe cierto tipo de funciones que no dependen de la estructura física de los objetos a los que se las asignamos, sino, exclusivamente, de la intencionalidad colectiva de grupos humanos. Estas son las funciones de estatus. La asignación de funciones de estatus es lo que crea los hechos institucionales. La forma de la asignación de estatus es “X vale como Y en C”, donde X es un objeto determinado, Y el estatus que se le reconoce y C el contexto social en que se produce este reconocimiento.

[L]a forma de la regla constitutiva2 es «X cuenta como Y en C»; pero tal como estoy usando esta locución, eso sólo determina un conjunto de hechos y de objetos institucionales, nombrando el término Y algo más que los rasgos puramente físicos del objeto nombrado por el término X. Por lo demás, la locución «cuenta como» nombra un rasgo de la imposición de un status al que se vincula una función por medio de la intencionalidad colectiva, yendo el status y la función a él vinculada más allá de las funciones brutas, puramente físicas, que pueden asignarse a objetos físicos. (Searle 1997, 61)

Un ejemplo claro de función de estatus (y uno de los favoritos de Searle) es el dinero. Al contrario que con una piedra pisapapeles o un martillo, no existe nada en la estructura física de esos rectángulos de papel coloreado que haga que puedan desempeñar la función de dinero. Es únicamente en virtud de la asignación colectiva de función que esos papeles se convierten en dinero. En este caso, la asignación de estatus sería la siguiente: determinados pedazos de papel valen como dinero en C. Para comprender claramente la diferencia entre un tipo de función y otro podemos atender a la distinta manera en que operan, respectivamente, un muro y un cordón de terciopelo para impedir el paso: mientras el primero lo hace en virtud de su estructura física, el segundo lo hace solo sino en virtud del reconocimiento colectivo de una función. Este mismo mecanismo, tal como indica Searle, funciona también con las personas, a las que también se pueden reconocer colectivamente estatus que les permitirán realizar nuevas funciones: abogados, presidentes, sacerdotes, policías, médicos, etc.

Esta es, según Searle, la razón de ser del estatus: la creación de una determinada deontología, o sea, de determinados derechos y obligaciones. Una vez se ha asignado el estatus de dinero a determinados pedazos de papel, el poseedor de esos pedazos de papel tiene el derecho de adquirir bienes y servicios por un determinado valor; una vez se ha asignado el estatus de multa a determinado pedazo de papel, el poseedor de dicho pedazo de papel tiene la obligación de pagar el importe. Asimismo, una persona a la que se concede el estatus de presidente tiene una serie de derechos y obligaciones que no tenía antes de tener ese estatus y que, prima facie, tampoco tendrá después. Estos poderes dependen íntegramente de la intencionalidad colectiva; la estructura que subyace a estos reconocimientos se puede expresar como: “nosotros aceptamos que S tiene el poder de hacer A” (entendiendo los derechos como poderes positivos y las obligaciones como poderes negativos). A causa de estos poderes deónticos, los hechos institucionales permiten, en último término, la alteración de los hechos brutos por métodos que sobrepasan lo que coloquialmente llamaríamos la “fuerza bruta”.

Searle explica que una vez los hechos institucionales y la deontología que comportan han sido explícitamente establecidos en una sociedad, las generaciones futuras pueden dejar de ser plenamente conscientes de la existencia de la institución como tal y desconocer las reglas que las rigen y, sin embargo, saber comportarse como si lo hicieran; simplemente adquieren las habilidades necesarias para desenvolverse dentro de las instituciones como si conocieran sus reglas. Este conjunto de habilidades son lo que Searle llama “trasfondo” (background). Inspirado, como él mismo reconoce, por Foucault, Searle explica que, si los miembros de una sociedad se comportan de esta manera, permitiendo así la permanencia de las instituciones, es debido, al menos en parte, a que existe cierto tipo de poder “que no está codificado, es raramente explícito e incluso puede ser sobre todo inconsciente” (Searle 2014), al que Searle denomina “poder de trasfondo”.

El concepto básico de poder de Trasfondo es que hay un conjunto de presuposiciones, actitudes, disposiciones, capacidades y prácticas de Trasfondo de cualquier comunidad, que establecen restricciones normativas sobre los miembros de dicha comunidad, de tal manera que las transgresiones de las restricciones están sujetas a la imposición negativa de sanciones por parte de cualquier miembro de la comunidad. [...] La manera en la que estos poderes son ejercidos, o en la que se intenta ejercerlos, va desde meras expresiones de desaprobación, desprecio, burla, muestras de conmoción y terror, hasta la violencia física e incluso el homicidio. (Searle 2014, posición 3589)

Hasta aquí se han expuesto los elementos fundamentales de la ontología presentada por Searle, y se ha visto, en resumidas cuentas, como en un mundo constituido esencialmente por átomos y moléculas pueden existir cosas como las fronteras o el dinero. En la siguiente sección analizaremos si en una ontología como esta tienen cabida lo que se conoce como “hechos morales”, a los que Searle no parece hacer referencia.

2. Los hechos morales

En la sección anterior hemos trazado la distinción entre dos grandes clases de hechos, a saber, los “hechos brutos” y los “hechos institucionales”.3 El esclarecimiento de estas clases de hechos tiene una especial relevancia a la hora de tratar con la cuestión de la verdad. Como es bien sabido, de acuerdo con la teoría de la verdad como correspondencia, un enunciado es verdadero cuando se corresponde con los hechos. Dicho sea de paso, esta visión de la verdad no solo resulta intuitiva desde lo que podríamos llamar el “sentido común”, sino que, entendida tal y como Searle la plantea, resulta ser analítica, ya que: por un lado, “verdadero” (y “falso”) no son sino los adjetivos que se usan para referir a los enunciados que describen de manera exitosa (o no) cómo es el mundo; y por otro, “hecho” no es más que el término general que describe cómo tiene que ser el mundo para que cierto enunciado sea verdadero. En otras palabras, los hechos no son más que las condiciones de verdad de los enunciados. Por supuesto, tan hecho es un hecho bruto como un hecho institucional. Los enunciados “Juan mide dos metros” y “Juan es el presidente del Gobierno” expresan un hecho bruto y un hecho institucional respectivamente, y ambos son igualmente susceptibles de ser verdaderos o falsos en la medida en que el hecho que enuncian sea o no el caso.

Siguiendo con esta concepción de la verdad, pareciera que para que un enunciado moral sea verdadero deberá corresponderse con cierto hecho.4 Por ejemplo, el enunciado “Es malo torturar a los niños” será verdadero si, de hecho, es malo torturar a los niños. Esta es la idea de fondo que subyace a posiciones metaéticas comprometidas con la existencia de hechos morales tales como la de Markus Gabriel, por ejemplo, para el que “[e]xisten hechos morales que son independientes de las opiniones personales y colectivas” que son “cognoscibles, en lo esencial”, y “válidos en todos los tiempos en los que el ser humano ha vivido, vive y vivirá” (Gabriel 2021, 33). Ante la incógnita de cómo podemos conocerlos, Gabriel afirma que “en lo esencial, son manifiestos” (ibid. 176) y evidentes por sí mismos; los desacuerdos o los errores morales se deberían, por lo general, a un conocimiento defectuoso de los hechos no morales con los que los hechos morales están relacionados. Por otro lado, ante la posible pregunta sobre quién determina cuáles son estos hechos morales la respuesta de Gabriel es que:

Los hechos existen con independencia de que alguien lo determine. Nadie determina que la Luna gire en torno a la Tierra o que nuestros organismos estén constituidos por células. El ser humano no puede influir en los sistemas de valores que existen de forma objetiva; solo puede conocerlos. No son hechos de la naturaleza, pero eso no significa que cambiar nuestra forma de pensar vaya a modificarlos. (Gabriel 2021, 97)

En este último fragmento, se equiparan los hechos morales con lo que aquí, siguiendo a Searle, hemos llamado “hechos brutos”; en efecto, hechos como que la Luna gira en torno a la Tierra o que nuestros organismos están constituidos por células no parecen depender de nuestras creencias o nuestras actitudes en modo alguno. Sin embargo, Gabriel obvia la existencia de toda una realidad que sí depende de esos elementos: cuando afirma que “los hechos existen con independencia de que alguien lo determine” o que “cambiar nuestra forma de pensar” no va a modificar los hechos, no parece tener en cuenta que existen hechos como las fronteras, los matrimonios, el dinero o los tribunales que son completamente reales a la par que ontológicamente subjetivos. Las fronteras o los tribunales existen, pero no existen “con independencia de que alguien lo determine”; y la existencia del dinero y del matrimonio tal y como los conocemos sí depende de “nuestra forma de pensar”.

Parece evidente que no hay lugar para esta visión de los hechos morales en una ontología como la que hemos expuesto. Gabriel mismo afirma, en efecto, que “los hechos morales no son hechos naturales” (ibid. 192) y, de hecho, parece tender a un cierto dualismo de corte metafísico al afirmar, sin embargo, que existe un “universo moral de lo que deberíamos hacer y dejar de hacer” (ibid. 177). Lo cierto, sin embargo, es que no todos los defensores del realismo moral niegan que los hechos morales sean hechos naturales. Si los hechos morales son hechos naturales, prima facie, pareciera que, en efecto, no habría una incompatibilidad tan manifiesta con una ontología naturalista como la defendida por Searle. Esta postura es la de autores como Peter Railton, para el que “[t]he idea of causal interaction with moral reality certainly would be intolerably odd if moral facts were held to be sui generis” (Railton 1986, 171). Sin embargo, la reducción de las categorías morales a hechos naturales desarrollada en estos planteamientos, parece fundamentarse en la existencia objetiva de intereses y necesidades, que, en la ontología de Searle parecerían ser, en cierto sentido, ontológicamente subjetivos y, ya de por sí, dependientes de ciertos valores establecidos.5 Ahora bien, como veremos más adelante, esos hechos naturales podrían ser la causa de que emerjan los hechos morales, si bien no constituirían hechos morales por sí mismos.

Por otro lado, los defensores del realismo moral arguyen a menudo la idea de que la existencia de los hechos morales es, pese a todo, la mejor explicación de nuestras intuiciones, creencias o conocimientos morales (Leiter 2001, Lycan 1986). Pero si estos hechos morales existen, ¿cómo se llega a ellos a partir de los meros hechos brutos? O lo que es lo mismo: ¿cómo se pasa del ser al deber ser? ¿Podrían acaso los hechos morales una suerte de hechos institucionales? A este respecto, Gabriel afirma explícitamente que “los hechos morales no son acuerdos sociales ni construcciones culturales” (Gabriel 2021, 41). ¿Pero por qué pensar los hechos morales como (similares a) hechos institucionales y no como otro tipo de hechos ontológicamente subjetivos tales como los sociales o los mentales?6 Porque, ciñéndonos al aparato ontológico searleano, solamente los hechos institucionales permiten articular nociones como las de “deber” u “obligación”, que parecen estar estrechamente unidas a los enunciados morales. A este respecto, hay que señalar que, de hecho, Searle ya trató de cómo pasar del “es” al “debe” a partir de cierto tipo de hecho institucional, a saber, las promesas (Searle 1964, 1994)7. Lo que voy a sugerir a continuación es que, de modo similar, los hechos morales y las obligaciones que estos comportan se siguen de cierto reconocimiento colectivo de estatus, concretamente, del “estatus moral”.

3. Del estatus moral a las normas morales

La noción de estatus moral es recurrente en diversos debates éticos. Existen por ejemplo polémicas abiertas acerca del estatus moral de los animales no humanos y de los embriones y fetos humanos. Discusiones sobre el estatus moral de las personas de raza negra o las mujeres han tenido y tienen todavía hoy una enorme relevancia. De acuerdo con algunos autores, “[t]o say that X has moral status is to say (I) that moral agents have obligations regarding X, X (2) has interests, and (3) the obligations are based (at least partly) on X’s interests” (De Grazia 2008, 183); o de forma más escueta, tener cierto estatus moral es tener ciertos derechos (Liao 2010).8 Ahora tomemos, por ejemplo, el caso del derecho a la vida de los seres humanos y hagámonos la siguiente pregunta: ¿existe algo en la estructura física de un ser humano que comporte, de hecho, la imposibilidad de matarlo? Obviamente, no. Al considerar que está terminantemente prohibido matar a otro ser humano se le está otorgando un determinado estatus, y con él, una serie de derechos y obligaciones que, en rigor, no se desprenden necesariamente de hechos brutos como su genoma o su anatomía. Atendiendo al aparato conceptual desarrollado anteriormente, parece que al establecer que existen ciertas obligaciones para con determinado individuo por el hecho de que este pertenezca a la especie humana, se está realizando una asignación de estatus deóntico. Si bien Searle no hace referencia al “estatus moral” como tal, él mismo parece apuntar en esta misma dirección cuando, tomando el ejemplo de los derechos humanos, dice que estos no son sino “poderes deónticos provenientes de un estatus asignado” y, por ende, “solo pueden funcionar por medio del reconocimiento o de la aceptación colectivos” (Searle 2014, posición 3971-3977);9 es más, “la asignación de derechos a los humanos, lógicamente hablando, es como cualquier otra asignación de poderes deónticos provenientes de un estatus asignado” (ibid. posición 4081).

Lo que voy a sugerir aquí es que, al igual que, según Searle, las asignaciones de estatus crean hechos institucionales, las asignaciones de estatus moral crean lo que podemos llamar “hechos morales”. Nótese, sin embargo, que estos hechos morales no son, al contrario que los defendidos por Gabriel, ontológicamente objetivos. Son, en realidad, ontológicamente equiparables a los hechos institucionales: su existencia depende del reconocimiento colectivo de determinado estatus, y por ende son ontológicamente subjetivos. En resumidas cuentas, la idea que deseo defender es que todas obligaciones y derechos morales que un determinado individuo pueda tener no serán sino consecuencia de cierto estatus moral fruto de un reconocimiento colectivo. Esto no es óbice, sin embargo, para considerar que dicho reconocimiento tenga base en características objetivas del individuo en cuestión (como el propio Searle sugiere con respecto a los derechos humanos); por ejemplo, es evidente que un posible derecho a no sufrir tortura está supeditado a la capacidad para sentir dolor o un posible derecho a la libertad de expresión está supeditado a la capacidad de articular lenguaje.10

En aras de la simplicidad, voy a suponer que existen solamente dos grandes clases de estatus moral: “agente moral” y “paciente moral”11. Entre ambas nociones existe una simetría: los agentes morales son aquellos que tienen obligaciones morales, algunas de las cuales, al menos, son para con los pacientes morales; a su vez, un paciente moral es aquel para con el que los agentes morales tienen ciertas obligaciones (o, equivalentemente, es aquel que tiene ciertos derechos). Como toda asignación de estatus, el reconocimiento del estatus moral comporta una deontología, esto es, un conjunto de obligaciones y derechos. En este caso, el titular de los derechos morales es el paciente moral y el titular de las obligaciones morales es el agente moral. De acuerdo con el análisis de Searle, que aquí suscribimos, un derecho no es sino la obligación de otro: si un individuo X tiene el derecho de hacer implica que, para todo individuo Y, Y tiene prohibido interferir en que X haga A (o la obligación de ayudar a que X haga A).12 Esto quiere decir que siempre que se hable de determinado derecho debe poder especificarse contra quién es dicho derecho. En el caso de los derechos de los pacientes morales ese quién está claro: los agentes morales.

Parece razonable afirmar que, para que tenga sentido reconocerle a un individuo un estatus de agente moral, este debe tener ciertas capacidades tales como comprender las consecuencias de su actos o distinguir entre lo correcto y lo incorrecto (Rowlands 2012).13 A título ilustrativo, dos posibles atribuciones de estatus moral podrían ser, por ejemplo, que un ser racional cuenta como agente moral en C o que un ser sintiente cuenta como paciente moral en C. Naturalmente, los dos estatus no son excluyentes: un mismo individuo puede ser a la vez agente moral y paciente moral. Si bien, como regla general, todos los agentes morales son pacientes morales, no todos los pacientes morales son agentes morales. Por ejemplo, los animales no humanos, los recién nacidos o las personas dementes o seniles no suelen ser reconocidos como agentes morales, esto es, no se exige de ellos un comportamiento moralmente responsable; y sin embargo, en muchas sociedades, estos mismos grupos tienen reconocido, en mayor o menor medida, un estatus de paciente moral, esto es, los agentes morales tienen obligaciones para con ellos. A quién se le reconozcan los distintos estatus morales, y qué derechos y obligaciones concretas tengan los pacientes y agentes morales respectivamente, será algo que variará según el contexto histórico y social (o sea, según el contexto C).14

El reconocimiento del estatus moral, en tanto que comporta una deontología hace emerger un conjunto de normas que regulan el comportamiento de los afectados: las normas morales. Es conveniente precisar qué sentido tiene aquí “norma”. Las normas a las que me refiero no son meras normas en sentido estadístico que muestran lo que sucede “normalmente”, y tampoco son normas formales detalladas en alguna suerte de código legal que estipula sanciones por incumplirlas. Son regulativas e informales.15 En términos generales, considero que la norma “Debe hacerse X” está vigente en C si y solamente si (a) los miembros de C acostumbran hacer X y (b) acostumbran a castigar a los agentes que no hacen X por el hecho de no hacer X. Esta noción de norma está fundamentada directamente en las ideas de habilidades de Trasfondo y poder de Trasfondo introducidas más arriba. Por un lado, de acuerdo con esta noción no es necesario que los miembros de C conozcan o sean conscientes de algún modo de la norma como tal, la vigencia de la norma no depende de las creencias de los miembros de C sino de sus prácticas. Por otro lado, los castigos a que nuestra definición de “norma” hace referencia son aquellos a los que ya se ha aludido al explicar la noción de poder de Trasfondo, a saber, “desde meras expresiones de desaprobación, desprecio, burla, muestras de conmoción y terror, hasta la violencia física e incluso el homicidio”.16

Ahora bien, ¿qué tienen de específico las normas y estatus morales que los distinga de las normas y estatus sociales en general? Tratar esta cuestión con la extensión que merece sobrepasa las posibilidades del presente trabajo.17 Sin embargo, a modo de hipótesis, voy a sugerir que, de haber alguna diferencia cualitativa entre lo moral y lo meramente social o institucional, probablemente esté relacionada de un modo muy estrecho con nuestras raíces evolutivas18 y con elementos psicológicos tales como la empatía, la vergüenza o el sentimiento de culpa. A mi juicio, la diferencia entre lo específicamente moral y lo meramente social residiría en la vivencia psicológica de los agentes. En pocas palabras, una sociedad con diferentes normas sociales podría resultar chocante, pero una sociedad con diferentes normas morales podría resultar invivible. Sería, por ejemplo, el profundo rechazo emocional ante la idea de que a un individuo se le hagan ciertas cosas lo que conduciría al reconocimiento determinado estatus moral para con él y, consecuentemente, a establecer ciertas normas morales y ciertos derechos.19

4. Los enunciados morales

Pese a los problemas ontológicos que supone la versión que ofrece Gabriel de los hechos morales, su exposición supone algunas ventajas en cuanto al análisis de los enunciados morales se refiere. Para exponer cuáles considera que son los hechos morales, Gabriel no puede sino enunciarlos; dada la correlación que existe entre enunciado y hecho, hablar de los hechos morales implica ya mostrar enunciados morales. En particular, los ejemplos que aporta muestran una serie de constantes que resultan útiles para dilucidar, cuanto menos, algunos de los aspectos formales de este tipo de enunciados. Algunos de estos ejemplos son: “Maltratar niños está mal”, “El sexo homosexual consensuado es moralmente neutro”, “Ayudar voluntariamente a la integración de familias de refugiados venidas de países en guerra está bien” (Gabriel 2021, 162-163). Para empezar, resulta claro que los enunciados morales versan sobre acciones realizadas por algún agente; de modo que, en todos los casos su contenido proposicional puede esquematizarse como “A hace H”, donde A es precisamente el agente moral en cuestión y H la acción realizada.

Asimismo, los ejemplos parecen mostrar que todo juicio moral tiene un componente valorativo expresado por “bueno”, “malo” o “neutro”. A juicio de Gabriel, estos tres adjetivos se corresponden con tres valores universales e inmutables y que dividen las acciones humanas. Desde nuestro análisis, no supone un problema aceptar la idea de Gabriel de que, a grandes rasgos, todas las culturas humanas en todo momento histórico han dividido las acciones en tres grandes categorías continuas: lo aconsejable, lo reprobable y, en el centro, lo meramente aceptable. Así, los términos morales que calificarían estas acciones no serían sino “bueno”, “malo” y “neutro”. Sin embargo, lo que debe quedar claro es que, al contrario de lo que piensa Gabriel, cuáles sean las acciones que realmente caen en una categoría u otra variará, como ya hemos apuntado, según el contexto social y el momento histórico. Así pues, la forma canónica de un juicio moral sería algo como: “Es moralmente bueno/malo/neutro que A haga H”. Dado que al menos algunas de las acciones que un agente moral A puede realizar tienen efecto sobre un paciente moral P, para ilustrar este hecho, la forma canónica puede reformularse como “Es moralmente bueno/malo/neutro que A haga H a P”.

Las dudas sobre la existencia de hechos morales han inspirado diferentes enfoques metaéticos que han procurado prescindir de ellos a la hora de dar cuenta de los enunciados morales. Uno de los más destacables es el emotivismo, cuyos defensores contemporáneos más célebres seguramente sean A. J. Ayer y C. L. Stevenson. La postura emotivista puede sintetizarse en dos ideas fundamentales: (1) “moral sentences lack truth condition” y (2) “our purpose in asserting moral sentences is not to describe the world [but] to express emotion” (Stoljar 1993, 81). Una consecuencia clara de estos postulados parece ser que realmente no existe contradicción alguna entre dos enunciados morales contradictorios proferidos por distintos hablantes; cuando el hablante X afirma algo como “Es bueno que A haga H” y el hablante Y afirma “Es malo que A haga H” no están sino expresando sus respectivas actitudes ante el hecho de que A haga H. Sin embargo, tal como apunta Blackburn, de acuerdo con esta idea, resulta inexplicable que, de hecho, existan disputas morales, de las cuales tenemos experiencia vívida20. La explicación de Stevenson pasa por distinguir entre “desacuerdos en creencias”, que se disiparían dilucidando cuáles los hechos (por ejemplo, cuáles son exactamente las consecuencias de que A haga H), y “desacuerdos en actitudes”, para la resolución de los cuales habría que apelar a mecanismos no racionales tales como la persuasión (Oya 2019).

Otra de las perspectivas metaéticas que han prescindido de los hechos morales y que han considerado que los enunciados morales carecen de valor de verdad es el prescriptivismo de Richard Hare. Para Hare, “the primary function of all moral and value judgments is not to describe facts but rather to prescribe behavior” (Allen 1982, 90), en otras palabras, el sentido de un enunciado como “Es bueno que A haga H” no sería sino “A debe hacer H” o incluso algo como “¡Que A haga X!”. En efecto, parecería una contradicción manifiesta una afirmación tal como “Es bueno que A haga H, pero que no lo haga”; si es bueno que A haga H, parece evidente que A debe hacer X. Así pues, a juicio de Hare, y en contra de Stevenson, sí existiría una contradicción plena cuando X afirma “Es bueno que A haga H” e Y afirma “Es malo que A haga H”, en particular, se estarán contradiciendo en tanto que aconsejan realizar acciones opuestas. Esto es plenamente consistente con las intuiciones anteriormente mencionadas, según las cuales “bueno”, “malo” y “neutro” sirven para señalar qué acciones son aconsejables, reprochables o neutras. “Es bueno que A haga H” y “Es recomendable que A haga H” serán, en esencia, equivalentes. Hay que apuntar, sin embargo, que para Hare la lógica implícita en el lenguaje moral comporta que cuando X afirma “Es bueno que A haga H” esté afirmado a su vez “Es bueno que X haga H”, ya que “logic requires us not to prescribe for someone else what we are unwilling to prescribe for ourselves”, es decir, “[m]oral judgments are universalizable” (ibid. 90).

Pese a que las propuestas de Stevenson y Hare pueden considerarse antagónicas en varios aspectos, ambas coinciden en que los enunciados morales no son ni verdaderos ni falsos. Existen, además, otros puntos de contacto entre ambas teorías que seguramente valdría la pena explorar: por un lado, parece que al menos parte de las intuiciones fundamentales de prescriptivismo serían aceptables según el enfoque de Stevenson, según el cual los enunciados morales tienen un cariz semi-imperativo, “that is, ethical judgments do not only aim to express the feelings or attitudes of the speaker, but they also aim to evoke or create an influence on the hearer” (Oya 2019, 318). A su vez, para Hare, “without inclinations there can be no morality, for it is inclinations that set us up for any activity, good or bad” (Allen 1982, 91); si el origen de estas inclinaciones son, en el fondo, nuestras emociones, pareciera que los juicios morales no solo tendrían una función prescriptiva, sino que mostrarían determinadas actitudes por parte del hablante, tal como apunta el emotivismo. Lo que voy a sugerir a continuación es que los enunciados morales pueden tener esta función expresiva y prescriptiva y, a su vez, ser verdaderos o falsos.

Ya hemos visto que, de acuerdo con una ontología naturalista, pueden existir hechos morales, con la salvedad de que estos serán siempre ontológicamente subjetivos, o sea, dependientes de las creencias humanas. Si existen dichos hechos morales, y ciñéndonos a la teoría de verdad como correspondencia ya expuesta, debería resultar obvio que los enunciados morales sí pueden ser verdaderos o falsos. Ahora bien, teniendo en cuenta que, al igual que los hechos institucionales son dependientes del contexto social, los enunciados morales serán, asimismo, verdaderos o falsos dependiendo del contexto social. Esta conclusión coincide con lo ya expuesto por el célebre defensor del relativismo moral, Gilbert Harman. Según Harman la versión del relativismo moral que él defiende no es sino una versión del realismo moral, en el sentido en que pretende decir algo acerca de la realidad, concretamente:

that there are many moralities or moral frames of reference and whether something is morally right or wrong, good or bad, just or unjust, virtuous or not is always a relative matter. Something can be right or good or just only in relation to one moral framework and wrong or bad or unjust in relation to another. (Harman 2014, 858)

Harman compara la relatividad moral con la relatividad del movimiento (“whether something is moving or at rest is always relative to a spatio-temporal framework” (ibid. 859)), con la relatividad legal (“Whether something is legal or not [...] depends on the legal system” (ibid. 862)) y con la relatividad lingüística. Esta última comparación resulta especialmente ilustrativa. Para empezar, que una determinada expresión sea significativa, o gramatical, es lingüísticamente relativo. Asimismo, al igual que la lengua, una determinada moralidad se aprende por contacto social y, del mismo modo que un individuo puede aprender diferentes lenguas, puede interiorizar también distintas moralidades, lo cual daría lugar a dilemas morales.

What is it for a group or individual to have a particular morality? In some ways it is like having a particular language with a particular syntax and vocabulary. Your morality is reflected in and explains something about the way you act and about the ways you react to the actions of others. You may have a morality in this way without being able to give anything like a precise specification of the principles of that morality, just as you are not able to give a precise specification of the grammar of your language. You may have several moralities just as you may have several languages. [...]

[...] [W]e might identity [sic.] a morality with an abstract moral framework of duties, evaluations, virtues, etc. and we might identify having a morality with (for example) being motivated to do one’s duties, evaluate situations, people, virtues, and actions in accord with that moral framework. (ibid. 859)

Esta explicación de Harman guarda similitudes evidentes con las ideas de Searle referentes a las habilidades y el poder de Trasfondo, expuestas más arriba; recuérdese, por ejemplo, que los miembros de una determinada sociedad no necesitan ser conscientes de las instituciones que rigen en su sociedad para comportarse de acuerdo con las reglas que las constituyen. Una moralidad o marco moral de referencia no serían sino el conjunto de estatus morales, así como poderes deónticos y normas morales, aceptados por un individuo o un grupo determinados; es decir, el conjunto de hechos morales colectivamente reconocidos. Así pues, ¿pueden existir verdades morales? Lo cierto es que sí: un enunciado moral será verdadero o falso dependiendo de los hechos morales, es decir, en virtud de determinado marco moral de referencia. Es decir, en lo que condiciones de verdad se refiere, un enunciado como “Es bueno que A haga H” deberá entenderse como una abreviatura de “De acuerdo con el marco moral M, es bueno que A haga H” (Drebushenko y Sullivan 1998). Si antes ya hemos apuntado algunas conexiones entre el emotivismo y el prescriptivismo, ahora, teniendo en cuenta que un individuo se desarrolla como persona en el seno de una comunidad, parece razonable pensar que (al menos en parte) sus emociones y sus opiniones sobre lo que debe hacerse estarán condicionadas por el marco moral que ha interiorizado. Las emociones, las prescripciones y el marco moral de referencia están estrechamente interconectados.

Antes de concluir, deseo mostrar que, haciendo uso de la teoría de los actos de habla de Searle (según la versión expuesta en Searle 2014), se pueden aunar las ideas fundamentales de estas tres perspectivas, haciendo así justicia a la interconexión que hemos apuntado entre ellas. Podemos establecer que, como regla general, al emitir un enunciado moral del tipo “Es bueno que A haga H” de forma honesta y consistente, el emisor estará realizando simultáneamente cuatro tipos de actos de habla ilocucionarios. En primer lugar, un acto asertivo, que pretende decir cómo son las cosas; el juicio moral puede ser verdadero (o falso) de acuerdo a un marco moral de referencia, es decir, como ya se ha apuntado, el enunciado en cuestión puede entenderse como “Según el marco de referencia M, A ha actuado correctamente al hacer H”21. A su vez, siguiendo las intuiciones del emotivismo de Stevenson, el emisor está expresando su aprobación por la acción y, por ende, está realizando un acto expresivo que se puede entender como “¡Hurra, A hace H!” (resultaría, en efecto, desconcertante que el emisor dijera algo como “Es bueno que A haga H, ¡qué desgracia que A haga H!”). Asimismo, el emisor está realizando un acto directivo similar a “¡Hágase H!”, ya que, siguiendo a Hare, se está indicando al receptor que realice acciones similares a H (como ya se ha señalado, resultaría desconcertante que E dijera algo como “Es bueno que A haga H, pero no debería hacerse H”); del mismo modo, de acuerdo con Hare, A se está comprometiendo él mismo a realizar acciones similares, de modo que, implícitamente se está realizando un acto compromisorio similar a “Yo, el emisor, me comprometo a actuar de manera similar a A”.

A la luz de este análisis, parece claro que los desacuerdos morales pueden ser, como apuntaba Stevenson, de diversa naturaleza. En términos generales, dados dos individuos, X e Y que discrepan sobre un enunciado moral, pueden darse los siguientes casos: (a) X e Y comparten un mismo marco moral pero discrepan sobre cuáles son los hechos y sus posibles consecuencias; (b) X e Y parten de marcos de referencia moral distintos, M1 y M2, de manera que el enunciado es verdadero según M1 y falso según M2; (c) X e Y tienen sentimientos opuestos acerca de la acción a la que el enunciado se refiere (nótese que, prima facie, esto puede suceder al margen de si marco moral de X e Y es o no el mismo); (d) X e Y están recomendando (para otros y, a modo de compromiso, para sí mismos) acciones opuestas y, por tanto, contradictorias. Así pues, si bien es posible determinar el valor de verdad de un enunciado moral, pueden existir otros elementos de discrepancia que sobrepasen esta cuestión.

5. Conclusión

Hemos visto cómo una ontología de cariz naturalista como la presentada por Searle no deja lugar a los hechos morales más que como hechos ontológicamente subjetivos, similares a los hechos institucionales; dependen, por tanto, de creencias y actitudes colectivas. Los hechos morales serán unos u otros según los estatus morales colectivamente reconocidos. Por tanto, la verdad de un enunciado moral, entendida como la correspondencia con un hecho moral, será siempre relativa al contexto y, en particular, a un marco moral de referencia determinado. La noción de verdad moral planteada por un relativismo como el de Harman parece ser, así pues, más que coherente con una ontología como la que hemos expuesto. Sin embargo, a la luz de las propuestas emotivistas y prescriptivistas, hay que tener en cuenta que la discrepancia sobre la verdad de un enunciado moral es solo una posible causa del desacuerdo, y es probable que no sea la principal. Además de la verdad en sentido estricto, en las disputas morales entran en juego nuestras emociones, lo que creemos que los demás deberían hacer y, muy especialmente, los compromisos que nosotros mismos estamos dispuestos a realizar. Más que sobre la verdad, las disputas morales son sobre cómo queremos vivir y sobre qué modos de vida nos resultan vivibles (Williams 1975). Tan cierto como que las verdades morales son algo relativo, es cierto también que la naturaleza misma de nuestras creencias morales puede hacer que las creencias opuestas nos resulten del todo inaceptables.

Bibliografía

Allen, P. (1982). ““Ought” from “Is”? What Hare and Gewirth should have said”. American Journal of Theology & Philosophy, 3, pp.90-97

Brennan, G.; Eriksson, L.; Goodin, R. E. y Southwood, N. (2013). Explaining norms. Oxford, Oxford University Press

Corlet, J. A. (2016). “Searle on human rights”. Social Epistemology, 30 (4), pp. 440-463

Dancy, J. y Hookway, C. (1986). “Two conceptions of moral realism”, Proceedings of the Aristotelian Society, 60, pp.167-187 + 189-205

De Grazia, D. (2008). “Moral status as a matter of degree?”. The Southern Journal of Philosophy, 46, pp. 181-198

Drebushenko, D. y Sullivan S. J. (1998). “Harman on relativism and moral diversity”. Crítica: Revista Hispanoamericana de Filosofía, 89, pp. 95-104

Dubreuil, B. y Grégoire, J. F. (2012). “Are moral norms distinct from social norms? A critical assessment of Jon Elster and Cristina Bicchieri”. Theory and Decision, 75 (1), pp. 137-152

Gabriel, M. (2021). Ética para tiempos oscuros. Barcelona, Ediciones de Pasado y Presente

Harman, G. (2014). “Moral relativism is moral realism”. Philosophical Studies, 172 (4), pp. 855-863.

Kitcher, P. (1998). “Psychological altruism, evolutionary origins, and moral rules”. Philosophical Studies, 89 (2/3), pp. 283-316

Liao, S. M. (2010). “The basis of human moral status”. Journal of Moral Philosophy, 7, pp. 159-179

Leiter, B. (2001). “Moral facts and best explanations”. Social Philosophy and Policy, 18 (2), pp. 79-101

Lobo, G. J. (2017). “Reason, morality and recognition: on Searle’s theory of Human Rights”. Social Epistemology Review and Reply Collective, 6 (9), pp. 22-28

Lycan, W. (1986). “Moral facts and moral knowledge”. Southern Journal of Philosophy, 24 (S1), pp. 79-94

Muñoz, A. (2018). “La cuestión del origen evolutivo de la moral en el primatólogo Frans de Waal”. Thémata, 57, pp. 49-68

Oya, A. (2019). “Classical emotivism: Charles L. Stevenson”. Bajo Palabra, 22, pp. 309-326

Rialton, P. (1986). “Moral realism”. The Philosophical Review, 95 (2), pp. 163-207

Rowlands, M. (2012). “¿Pueden los animales ser morales?”. Dilemata, 9, pp. 1-32

Searle, J. (1964). “How to derive “Ought” from “Is””. The Philosophical Review, 73 (1), pp. 43-58

(1994). Actos de habla. Barcelona, Editorial Planeta-DeAgostini

(1997). La construcción de la realidad social. Barcelona, Ediciones Paidós

(2014). Creando el mundo social: la estructura de la civilización humana. México, Ediciones Culturales Paidós (eBook)

Stoljar, D. (1993). “Emotivism and truth conditions”. Philosophical Studies, 70 (1), pp. 81-10

Velázquez, J. L. (2010) “Charles Darwin y la ética: de la sociabilidad a la moralidad”. Estud.filos, 42, pp. 251-260

Williams, B. (1975) “The truth in relativism”, Proceedings of the Aristotelian Society, 75, pp. 215-228

Notas al final

1. Según Searle, ni siquiera las funciones de los órganos son independientes de nuestras actitudes. Solo podemos decir que la función del corazón es bombear la sangre en tanto que consideramos la vida como algo valioso; sin esta valoración, lo más que podemos decir del corazón es que, de hecho, bombea la sangre.

2. Searle distingue entre “reglas regulativas”, aquellas que simplemente regulan una realidad ya existente como pueden ser las reglas de tráfico, y “reglas constitutivas”, aquellas que crean la realidad que, a su vez, pretenden regular, tales como las reglas del ajedrez, sin las cuales dicho juego simplemente no existiría como tal.

3. Quizá sea conveniente aclarar que los hechos institucionales son, en realidad, una subclase de otro tipo de hechos, los hechos sociales, aquellos fruto de lo que Searle denomina “intencionalidad colectiva”; y estos a su vez son una subclase de los hechos mentales, tales como los dolores, los deseos o las creencias. Es decir, en último término, los hechos institucionales dependen de hechos mentales. Esa es la causa de que sean ontológicamente subjetivos.

4. A menos que alguien considere que los enunciados morales son analíticos.

5. Recordemos que para Searle ni siquiera la función del corazón de bombear sangre puede ser considerada como algo ontológicamente objetivo. Lo mismo aplicaría, presumiblemente, para los intereses y las necesidades. Esta idea parece estar subyacer a la afirmación de que la justificación de los derechos humanos “[i]mplica más que una concepción biológica del tipo de seres que somos; implica también una concepción de lo que es valioso, real o potencialmente, en cuanto a nuestra existencia”.

6. Este último parece ser el enfoque de algunas posturas sedicentemente realistas morales, como la de John McDowell, quien equipara las categorías morales a cualidades secundarias en sentido lockeano, esto es, son “reales” en el mismo sentido en que lo puedan ser los colores (cuya existencia es ontológicamente subjetiva). Puede encontrarse una discusión detallada sobre esta postura en Dancy y Hookway 1986.

7. La premisa fundamental del argumento de Searle es que emitir determinadas palabras en determinadas condiciones vale como prometer. Asimismo, prometer es, por definición, colocarse a uno mismo bajo (o asumir) determinada obligación, y el hecho de que uno esté bajo tal o cual obligación equivale a que uno debe hacer tal o cual cosa. En conclusión, el paso de “Juan ha emitido las palabras: prometo pagarle a Smith cinco euros” a “Juan debe pagarle a Smith cinco euros” constituye un paso del “es” al “debe” perfectamente legítimo.

8. Siguiendo a Searle, los derechos de X son obligaciones que los demás tienen para con X; así pues, ambas nociones de “estatus moral” son, en esencia, equivalentes.

9. A este respecto, existe cierto debate sobre si Searle considera realmente o no que existen derechos morales más allá del reconocimiento colectivo, esto es, derechos no institucionales (Corlett 2016, Lobo 2017). Aclarar esta cuestión excede el objetivo del presente trabajo.

10. Esta idea entronca con el realismo naturalista de Railton, que hace depender los hechos morales de las necesidades e intereses humanos (Railton 1986). Sin embargo, desde nuestro punto de vista, la mera existencia de esas necesidades e intereses de no es de por sí suficiente para hablar de hechos morales, estos últimos solo emergerían a partir de la manera en que los diferentes grupos sociales o culturales se enfrentan a ciertas realidades.

11. Asimismo, voy a obviar las consideraciones sobre la posible gradualidad de los estatus morales presentes en De Grazia 2008.

12. Dependiendo de si se trata de un derecho negativo o de un derecho positivo.

13. Lo cierto es que esto no siempre ha sido así, pues ha habido momentos en que los animales no humanos han sido considerados (y juzgados) como agentes morales.

14. Este análisis no implica que no existan universales morales en absoluto, sino que existen solamente en la medida en que existan, de hecho, creencias morales universalmente compartidas.

15. Un estudio más exhaustivo de los diferentes tipos de normas puede encontrarse, por ejemplo, en BRENNAN, ERIKSSON, GOODIN & SOUTHWOOD 2013.

16. Dicho sea de paso, es razonable pensar que en las sociedades complejas contemporáneas existirán diferentes grupos con moralidades, cuanto menos, parcialmente incompatibles entre los que existirá una lucha por imponer su moralidad en la esfera pública, convirtiéndola en ley.

17. Un análisis más exhaustivo de la cuestión puede encontrarse en DUBREUIL & GREGOIRE 2012.

18. Tratamientos más pormenorizados de las raíces evolutivas de los sentimientos morales pueden encontrarse en KITCHER 1998, MUÑOZ 2018 y VELÁZQUEZ 2010.

19. En contextos históricos y sociales distintos, unas mismas emociones pueden derivar en reconocimientos de estatus morales distintos y, en definitiva, en normas morales distintas. Como ya hemos indicado, este sería quizá el punto de divergencia principal entre nuestra postura y el realismo naturalista de Railton.

20. Citado en STOLJAR 1993.

21. Esto no implica que el hablante sea consciente de su “adhesión” al marco de referencia M. La explicitación de la elipsis no muestra lo que el hablante quiere decir (emic), sino lo que dice (etic).