Elogio de lo literal.
Una antropología (im)posible para
la era del infotainment*

An Eulogy on Literality.
A (Im)Possible Anthropology for
the Infotainment Era.

Ricardo Gutiérrez Aguilar

Departamento de Historia y Filosofía
Facultad de Filosofía y Letras
Universidad de Alcalá (UAH)

gutierrezaguilar.ricardo@gmail.com



* Este trabajo viene a sumarse en sus resultados científicos a los generados como parte del equipo de investigación dentro de los proyectos InConRes. Incertidumbre, confianza y responsabilidad. Claves Ético-Epistemológicas de las nuevas dinámicas sociales (En la era digital) (PID2020-117219GB-I00), dirigido por la Profa. Concepción Roldán Panadero (Instituto de Filosofía–CSIC); el proyecto de innovación educativa de la Universidad Complutense de Madrid Precariedad, exclusión y diversidad funcional: lógicas y efectos subjetivos del sufrimiento social contemporáneo (III) (Innova- Docencia PIMCD52), dirigido por la Profa Nuria Sánchez Madrid (Departamento de Filosofía y Sociedad–UCM); al macroproyecto Programa Interuniversitario en Cultura de la Legalidad (OnTrust – CM. H2019-HUM5699), dirigido por el Prof. José María Sauca Cano; al recientemente concedido proyecto nacional de I+D+i inCOn. Institution and Constitution of Individuality: Ontological, Social, and Juridical Aspects (PID2020-117413GA-I00), dirigido por Alfonso Muñoz Corcuera (Departamento de Filosofía y Sociedad – UCM) y, por último, el proyecto europeo Erasmus+ project COMET2 – A Community of Ethics Teachers in Europe [2017–1–NL01–KA201–035219], dirigido por Natascha Kienstra y Floris Velema.



“Mi caso es, en breve, este: he perdido por completo la capacidad de pensar o hablar coherentemente sobre cualquier cosa […] Encontraba íntimamente imposible dar un juicio sobre los asuntos de la corte, los sucesos del parlamento o lo que gustéis. Y no por reservas de ningún tipo, pues ya conocéis mi franqueza, que llega casi hasta la despreocupación, sino porque las palabras abstractas que usa la lengua para dar a luz, conforme a la naturaleza, cualquier juicio, se me descomponían en la boca como hongos podridos […] Mi espíritu me obligaba a ver con siniestra cercanía cualquier cosa que surgiese en una conversación” (von Hofmannstahl 1982, 30-31)

1. Introducción. Átomos, letras y significados a discreción

Un seguimiento concienzudo de las diversas estadísticas recientes respecto del llamado cross-border data flow [flujo de datos transfronterizo], estadísticas ya al alcance de cualquiera de nosotros, nos coloca en perspectiva como consumidores de un producto que por peculiar no deja de ser el componente principal de nuestra dieta diaria. Nos alimentamos durante horas y horas de mera información. Pero la información se ha convertido no sólo en un bien de consumo, digerible, sino además en uno económico, disputable (Sakalaki y Kazi 2007). Un bien que se intercambia, con el que se comercia, por el que se compite, un bien que tiene en definitiva cierto valor de mercado a añadir a la ecuación de su utilidad marginal. Un bien susceptible de restricciones. La información es a la vez el medio instrumental para la tecnología que ha transformado la economía a nivel global —háblese del e-commerce si no (K.-Kakabadse; Kouzmin y K.-Kalabadse 2000). Comercio de información por información. Si hablamos así de hábitos de consumo de la población y acceso a la misma, el reciente informe del Banco Mundial sobre desarrollo tecnológico en 2021 sitúa, por supuesto y como era de esperar, la naturaleza principal de estos datos que cruzan fronteras en su carácter eminentemente personal. Una parte significativa del volumen total de información que viaja —nos dice el reporte— son datos vinculados y referidos a sujetos individuales, a personas físicas (World Development Report 2021). Son informaciones que tienen por objeto a ciudadanos, sus historiales biográficos, civiles e incluso clínicos, incluyen sus proyectos más privados bajo forma de planes de crédito, compras, ventas y preferencias comerciales. Llegado el caso, hasta sus deseos y aspiraciones más íntimos tal y como quedan impresos en la red social de turno con apenas un en apariencia inofensivo ‘me gusta’. No extraña que una información que va ganando enteros de esta manera juegue con la ironía al convertir la migaja binaria —bit— en el enjambre coordinado del Big Data. Una suerte de retrato robot puntillista de cada uno de nosotros descrito en un lenguaje conforme a su naturaleza digital, esto es, in abstracto. Aquí por abstracto no se entiende el uso generalizado o ubicuo de un concepto o regla cualquiera, una que no se refiera a nada concreto —su antónimo— sino antes bien al uso del término que implica separación, aislamiento, ensimismamiento, ausencia de contexto y, localidad del objeto de que se habla. La atomización de su objeto. Por ‘abstracto’ aquí se quiere decir simplemente discreto. Puntual.

De muchos bits salen un byte, y muchos bytes hacen un megabyte. La misma lógica va enhebrando ceros y unos informativos hasta límites acumulativos insospechados que se van batiendo generación humana tras generación humana ¿Pero de cuántos pedazos de nosotros consumibles estamos hablando entonces?¿Cuál es el caudal real de esta corriente universal de datos subjetivos que amenaza con arrastrarnos, empujados por una corriente humana de rasgos, circunstancias y pareceres virtuales? Pongamos ahora las cosas en perspectiva: el instrumento comunicativo que hoy llamamos internet, proveedor principal del catering de datos que digerimos, empezó a gestarse allá por 1983 con el primer protocolo TCP/IP. Este protocolo es un protocolo identitario sin más. Detalla qué información se envía y se recibe, y dónde y desde dónde se recibe y envía, esto solo constituye la tarea de coordinación que debe ir resolviendo puntualmente. Es un protocolo casi personal entonces, si es que los ordenadores fueran comunicadores humanos. En torno a 1995, con la world wide web ya funcionando, tan sólo unos diez mil portales estaban activos. Ofertaban comunicarse entre sí. Había diez mil ágoras virtuales en las que coincidir, o, por seguir con el símil hasta aquí empleado, teníamos apenas diez mil tenderos de la información inscritos como autónomos a los que visitar. A día de hoy todos podemos estar de acuerdo en que la situación es muy otra. El número de webs asciende a más de 1700 millones (World Development Report 2021). El archifamoso spam tiene justamente su origen como todo el mundo a estas alturas seguro sabe en una clase de carne enlatada. Algo para llenar el estómago aunque indiferente al paladar. Pero, no nos fijemos de momento en el número de competidores informativos a nuestra atención. Fijémonos en aquellos que parecen captarla efectivamente y se quedan con nuestro tiempo en la red. Para esto también tenemos datos, la atención es un recurso más. Lo invertimos, lo gastamos y lo perdemos. En torno a 1992 la internet generaba un tráfico informativo de unos cien gigabytes por día. El informe del Banco Mundial juega con la cifra para traducírnosla cualitativamente: “se correspondería con diez hogares dándose un atracón de series de televisión en Netflix durante 10 horas” (Ibid.). Apenas diez hogares, casi parece que quiere deslizar el informe. Y a día de hoy, ¿cómo queda esta estadística de consumo de data? Pulverizada. En 2022, treinta años después, ha aumentado hasta los impresionantes 153 terabytes —mil veces un gigabyte— por segundo. Más perspectiva: hace tan sólo dos años, en el 2019 prepandémico, el tráfico era de tan solo 100 terabytes, lo que resulta echando cuentas en un incremento del mismo —del consumo— de un 53% en apenas dos años (Nimrod 2020). Que la introducción del smartphone en la ecuación ha sido decisiva en este cambio de paradigma no genera dudas y se refleja en el informe del Banco Mundial. Los tiempos del confinamiento no han hecho sino enfatizar la tendencia ya rastreable hasta el lejano 2007. Lo que el smartphone garantiza es que la información puede alcanzarnos en cualquier lugar. Es la era del infotainment, un neologismo que aúna la palabra information con el término anglosajón para entretenimiento [entertainment] (Stoll 2006). Entiéndase este último en un sentido amplio que comprende no sólo la diversión, sino el sencillo acto de pasar el rato, de dejar correr el tiempo blandamente sin parar mientes. Así, intercambiamos, consumimos, desechamos y, también, atesoramos informaciones. Las almacenamos, nos las apropiamos, y en ocasiones hasta nos son robadas. También las engullimos por gula. La información es poder. Abundancia y crecimiento aparente. El dictum baconiano tendría que ser actualizado para apuntar a que es la información —y no el conocimiento— lo que se ha vuelto un valor de mercado, un bien económico, un poder. Donde el conocimiento es información justificada, la posesión de información a que tienden las costumbres de consumo en la actualidad dejan en un aparte su uso y su justificación por razones. Es este consumo no asimilado ni alimenticio, conspicuo, lo que determina realmente los privilegios en la mesa a la que se sientan los distintos agentes del mercado en el momento presente.

Hablemos por ejemplo en este sentido de una app de reciente implantación y uso creciente como puede ser Blinkist (Blinkist 2022). Como toda aplicación lo que nos ofrece de entrada es hacernos la vida más sencilla. Sernos útil y facilitarnos uno de los muchos tránsitos acostumbrados de nuestra vida diaria. Cosas que hacemos, las haremos más fácilmente. Esta aplicación móvil en particular nos hace la promesa de una ganancia inmediata dentro de su mismo eslogan. Es nada menos que el compromiso de que adquiriremos más conocimientos en menos tiempo. Así, literal ¿Y cómo piensan los desarrolladores cumplir dicha promesa? Con literatura. La aplicación funciona jibarizando cualquier obra literaria en un archivo de audio de unos quince minutos de duración —en ocasiones los tiempos se reducen— o un texto que podremos trasegar en su equivalente en tiempo. La promesa es que podemos obtener el beneficio informativo de la obra en cuestión sin el engorro de tener como tal que leerla propiamente. La domótica ha llegado a los hábitos intelectuales. Por si receláramos, los responsables de marketing de la aplicación nos dan ideas en su misma web para aprovecharla al máximo: podemos aprender —entiéndase con esto adquirir datos— todo lo necesario de una obra maestra mientras conducimos, tanto se da que sean Proust o Kant, o si es que vamos en el transporte público o a trabajar, hacemos tareas del hogar, caminamos y nos relajamos tumbados en el sofá. Tener la experiencia de la lectura, transitar realmente por la hermenéutica del texto y desentrañar la continuidad de sus comunicaciones, es una actividad repetitiva y trivial —confiesa uno de sus usuarios en los comentarios publicados de la página de la empresa. Es decir, es una experiencia pesada por redundante. Más de lo mismo. Si usted quiere comunicar algo, hágalo de una vez o en cuantas menos veces, mejor. La posesión, sin embargo, nunca es redundante. De ahí la impaciencia del usuario humano. La información se ha convertido en un bien económico —insustituible, no redundante— donde el conocimiento cotiza más bien a la baja. La tesis fuerte del presente trabajo se sostendrá así como diagnóstico. El de que hay una prevalencia creciente de este tipo de comunicación abstracta, algorítmica e instrumental, auspiciada y promovida por el auge de las nuevas tecnologías de la información y el uso de las mismas. Consumimos datos o nos informamos emulando cada vez con más ahínco el modelo de la fast-food. Un modelo orientado a la saciedad antes que a la nutrición.1

Desde esta paradójica circunstancia —la de la retención de un mensaje del que no nos tiene por qué interesar su contenido, su espíritu, sino más bien su diferencia, su letra— se intentará centrar el primero de uno de los dos problemas que querremos abordar en este artículo. Es un problema pragmático. El problema de la identificación de una de las muchas formas en que nos relacionamos personal y subjetivamente con los contenidos a los que nos remiten los signos con los que se comercia en el mundo digital. Un signo es grosso modo un instrumento, una herramienta más. Y una herramienta puede tener distintas funciones dependientes del contexto y las circunstancias. Hay herramientas más y menos eficaces dependiendo de su correcta aplicación, y su aplicación depende de su contexto y circunstancias de uso ¿Qué sucede entonces cuando se privilegian unos usos sobre otros, unas funciones sobre otras, independientemente de las circunstancias? Si tomamos la información directa por literal, y el signo interpretado del texto como un rodeo innecesario ¿Conviene siempre transformarlo en letra por repetitivo?¿Cuándo si no conviene hacerlo? El segundo problema que visitaremos sigue al aquí recién presentado en buena lógica, es el problema del importe ontológico de dichos signos (y datos). Más allá de las circunstancias de su aplicación y en el más acá de su naturaleza, es el problema de en qué se quedan los signos. A qué pueden quedar reducidos conforme a su naturaleza. Cuáles son sus características esenciales. Cómo funcionan. Por qué son destacados y seleccionados unos por sobre los demás y para qué tareas encomendadas. Es un problema referido entonces a su proyección real, a cómo se encuentran plantados en nuestro mundo entre otros signos, y a las nuevas formas de este estar plantado por medio de las cuales un signo, un dato, puede ser y busca ser efectivo. Y donde quiera que hay un problema ontológico y pragmático, hay una posible antropología.

2. Lo literal

Aclaremos primero los caminos de la terminología, de la literalidad a la que aludimos ¿Qué entendemos por ‘literal’?¿Qué queremos decir con ‘literal’? La aproximación será pues desde el primer plano de lo ontológico, ¿qué referencia tiene ‘lo literal’? Volvamos para ello aunque sea por un instante al caso de Lord Chandos de poco más arriba para dar mejor cuenta del porqué de su invocación. Es una figura literaria. Una literalmente equívoca por añadidura. Y esto porque para lo que en apariencia podríamos interpretar en una primera lectura apresurada como incapacitante —su paulatina pérdida de la capacidad de pensar/hablar sobre cualquier cosa— el propio protagonista tiene listo el pero del mal que por bien no venga: descubre como contraprestación a su incapacidad transitoria que lo que pierde en la extensión y alcance de sus juicios lo gana en la intensión de los mismos. Habla más y mejor de menos y menos cosas. A saber, que lo que para su caso es sin ambages una pérdida continuada de una facultad o competencia —la de pensar/hablar en abstracto— hay una compensación de algún modo por una sobreestimulación de otra facultad complementaria, intensiva esta, que toma forma concentrada en una serie de experiencias presentadas bajo la luz de vivencias aumentadas. Lord Chandos no podrá pensar o hablar más sobre cualquier cosa, pero ganará la facultad de pensar y hablar mejor sobre una sola cosa. Una cosa que se volverá de ello cosa única (Luoni 1985). Atrás quedarán, sí, los días en que podía contar una historia sobre sus andanzas en la corte, o sobre las últimas disputas en el parlamento, atrás los días en que podía seguir el hilo de una narración, todo cuerpos de texto que nunca se dan de una vez, sino en veces equívocas. El influjo y ascendiente que tiene el nuevo modelo comunicativo presentado como hipótesis más arriba parece tener su inmenso atractivo en una interpretación de esta clase. Lord Chandos es sólo su avatar. El modelo nos invita a sus contemporáneos a que nos abandonemos al rapto de una experiencia más intensa y exclusiva, de forma condensada y excepcional. Más experiencia en un menor formato.

El aliciente está en que sería este en particular un juzgar de muy otra factura. Un juzgar exclusivo y excluyente. Este juzgar nuevo de Lord Chandos no se compadece desde luego con el concepto del juzgar y de juicio clásico, esto es, el de una articulación de elementos inconexos en principio que, no obstante y a pesar de las circunstancias, confabulan para dar a luz a un todo mínimo de cuerpo orgánico literario. Un cuerpo orgánico que se capta todo de una ya desde la unidad que es el sentido bien en la oración, bien en el párrafo, bien en la historia. Un juicio a la manera tradicional es, en definitiva, capaz de ligar el principio con el fin en el pensar y en el hablar. De una cosa a cualquier cosa y a todas las cosas. Es capaz de situar ante los ojos las partes como un todo continuo. Pero no se nos entienda mal, ha de haber sin duda otras formas de sublimar este deseo de comunicación. Otras maneras de la eficacia —y a esto confía su suerte Lord Chandos. Una de ellas es el sencillísimo acto de señalar, un acto que se basta a sí mismo. Lo literal lleva a este sentido. Es un acto intenso que pretende emplazar un objeto en el campo en común de la comunicación, y eliminar con ello cualquier extravío posible en que se pueda perder el interlocutor que lo trata de localizar en ese dominio. Aquí, ahora. El que señala e indica, quiere informar, sí, pero no quiere dejar lugar a dudas. Quiere organizar sin fisuras y encardinar el canal que hace posible la comunicación determinando el dónde y cuándo se encuentra uno con lo que señala. La ontología circunstancial de la cosa rige la práctica. Quiere transmitir directamente y sin rodeos un contenido, y quiere además transmitirlo de manera exitosa, de manera plena.2 Una de las estrategias a este fin —decimos— es el acto de plantar una señal. En el terreno de la pragmática lingüística esto se alcanza por medio de los gestos de ostensión, los deícticos y los indéxicos —que no son sino gestos lingüísticos donde la palabra sustituye al dedo (Quine 1950; Matthen 1984; Webber 1991; Stroud 2003). La señal, el deíctico, el índice que apunta —aquí, ahí, esto, ahora, ya…—, pretenden llamar la atención de manera natural, aprovecharse de la palabra al proyectar en ella la pretendida evidencia sin artificios del objeto físico. En lo literal la palabra es y es tratada como el objeto mismo. Se usa la letra como sosias de la referencia. La letra no ocultaría en tanto tal un significado que desentrañar, que pensar y del que hablar. No sustituiría representativamente a la referencia sino siendo y expresando la referencia. El señalar del signo así entendido indica aquí en el discurso un hito pretendidamente insoslayable en la conversación que está teniendo lugar. Los usos literales marcan y colocan sobre el tapete propiamente de lo que se va a hablar. Que hay que hablar de esto, así que lo nombro, lo señalo, lo planto en mi discurso. Este es el nombrar de la marca física, corpórea, visible, sonora llegado el momento (Attridge 1984). Y el nombrar es también un tipo de señalar, como no podía ser de otro modo. Lo literal, lo que es conforme a la letra, quiere presentarse como aquello que puede prescindir de todo contexto comunicativo (Searle 1978; Dascal 1987; Dascal 1989; Gibbs 1989; Recanati 1995). Es la cosa misma en su autorreferencia, bastándose a sí misma. El qué esencial del discurso. La comunicación facilitada no es, no obstante, la de la misma referencia, sino la de una identidad relacional entre cosa y signo o univocidad. Cuando se dice en sentido propio —en castellano— frente al sentido que es figurado, que es indirecto, se dice de lo literal. Lo literal es reproducción y copia, transcripción letra por letra. Mismidad.

Si de éticas del discurso hablamos, y nos desplazamos del plano ontológico al plano pragmático, lo literal se nos vendería como lo que garantiza su verdad. Lo que certifica su fidelidad para con el original y justifica en ese caso la confianza comunicativa como una recompensa, un premio, la obtención de un rédito. Tener éxito en la comunicación, desde el punto de vista de esta práxis lingüística, es haber sido honesto al presentar el objeto de tu discurso. Dar por hecho que se ha sido honesto. Una cuestión de ganancias. De hecho, lo ontológico y lo pragmático se pueden unir a las prácticas cercanas al juicio moral desde los mismísimos criterios formales del cálculo lógico: las reglas de fabricación de proposiciones exitosas en el cálculo apuntan a cumplir el así llamado principio de extensionalidad de los lenguajes formales. Es un principio aplicable de entrada a cualquier sistema de comunicación, pues propone que la construcción y reconstrucción sistemática de las oraciones que conforman el sistema se debe conseguir a partir de la suma o resta discreta de sus elementos correspondientes. Esta operación de aritmética lingüística ha de acabar siendo un ejercicio salva veritate. A saber, uno que asegura y guarda la verdad de sus componentes tanto predictiva como retrodictivamente. Pensar y hablar son operaciones de cálculo de significados. Para mejor ilustrarlo, esto quiere decir que cuando se practica la composición de una palabra, de una oración, un párrafo o una historia, desde sus elementos materiales constitutivos —la letra y los prefijos y sufijos para la palabra, la palabra para la oración, la oración para el párrafo, el párrafo para la historia…— ha de garantizar que se pueda trasladar de abajo arriba y de regreso por la escalera del sentido sin perder por el camino un ápice del significado de los términos constitutivos. Literalmente. Los lenguajes formales nos prometerían que cumplen este principio y que la práctica del significado es entonces segura al fin y al cabo. Los modernos flujos de información de los que hemos hablado con anterioridad lo que ambicionan es este resultado de igual manera. No habría en su comunicación rodeos engañadores, no habría artimañas informativas que nos confundieran. La comunicación no solo se volvería con una vuelta a lo literal —plano ontológico— una comunicación más eficaz, sino incluso una más honesta supuestamente. Una más real por ser más efectiva. Más moral por ser más transparente y menos mediada. No habría que preocuparse en diferenciar ya entre news y fake news. Productos informativos de primera y de segunda calidad, o productos directamente adulterados diseñados concienzudamente para intoxicar al consumidor.3 No habría que protegerse del peligro de adquirir una propiedad viciada porque se vuelven evidentes, unívocas, inmediatas. Intercambiables. Traducido a este contexto de las comunicaciones virtuales presentes, el diseño de las interfaces digitales en la actualidad tiende por eso al adelgazamiento encubierto. Es decir, aquello que separa al emisor y al receptor como canal de comunicación tiene que ser mínimo. Los interfaces que se diseñan apuntan hacia lo literal, pero apuntan a ello irónicamente por medio del artificio. Hay más mediación técnica a fin de que parezca haber menos intermediadores entre el signo y su usuario humano. Está claro que “como intermediario entre los seres humanos y los niveles abstractos de tecnología computacional, el agente que funciona como interfaz ha de referir a ambos mundos” (Draude 2011, 321. Mi traducción), tiene que estar presente ocupando espacio en ambos. Lo que no es tan evidente es que las maneras que este agente tenga de traducirlos entre sí haya de ser una en la proporción real de uno es a uno. El mundo virtual es en lo fundamental una máquina semiótica [semiotic machine]. Es una máquina que se dedica a la producción y distribución de signos entre ofertantes y consumidores, pero que en el proceso los simplifica eliminando ambigüedades. La letra se capitaliza. La máquina funciona protocolarmente por medio de signos algorítmicos [algorithmic signs] cuya razón de ser como procedimientos eficaces es la de hacer posible que letra y referente sean interpretados simultáneamente por el procesador y su usuario de igual manera (Nake 2001). Resalto aquí el término ‘simultáneamente’ porque el adelgazamiento de que hablamos, el de las intermediaciones, se ve cumplido idealmente en la referencia directa que suele ser el significado literal tal y como se lo entiende. El lenguaje ideal es siempre el lenguaje del algoritmo que disuelve la ambigüedad, el lenguaje del resultado inmediato y simplificado que pone ante nuestros ojos —en la metáfora que es el campo visual compartido de lo común— la cosa misma sin veladuras. La cosa propiamente dicha. El lenguaje ideal, el que sería literal, es mimético en cada una de sus unidades discretas de significado. Pero claro, la decisión práctica de que la máquina tienda irremisiblemente a esta clase de univocidad, de que tienda a una letra que deviene fetiche, es eso, una decisión personal del programador. Esta decisión, como “cambio, es [sin embargo] constitutiva para el área completa de las ciencias de la técnica y de la vida y debe ser vista como una transformación general sociotécnica” (Draude 2011, 321. Mi traducción). Lo que se nos puede aparecer como una decisión en pro de la eficacia técnica de los protocolos, de la satisfacción comunicativa de los usuarios humanos de la red, y, de la honestidad y transparencia de la comunidad informativa en general, tiene no obstante sus peajes.

De entre estos peajes, el primero es la hipertrofia de lo que es sólo una función más del lenguaje, la función ostensiva, que se extiende paulatinamente a todos los procesos comunicativos digitales. Es decir, su universalidad andando el tiempo. La digitalización es eso, el uso del dedo índice que oprime botones, selecciona opciones y da click a porciones de la pantalla que tenemos delante y que emulan interruptores reales. Sería en apariencia una deseable transformación social de la tecnología que desearía poner el énfasis en la necesaria democratización del signo: en la brevedad de un tweet de hace apenas un par de años la investigadora social y humanista de la Universidade da Coruña, Ana Amigo Ventureira, decía en ese sentido que “redactar utilizando vocabulario complejo constantemente y alargando las oraciones de manera infinita sólo ayuda a que los artículos académicos sigan siendo accesibles sólo para una minoría. Escribir fácil es una postura política. Democraticemos el conocimiento” (Amigo Ventureira 2021). El protocolo del signo algorítmico cumpliría a la perfección con este mandato porque simplifica sin más el vocabulario. Lo estilizaría para que viaje más ligero. También acortaría las oraciones en vistas a una transcripción más rápida y simultánea de los contenidos informativos. Según agrega el informe del Banco Mundial citado anteriormente, la forma estilística de los textos que se van formando en el intercambio comunicativo digital en la actualidad tienden a tomar como modelo la estructura apocopada del tweet.4 Las fast news. El protocolo algorítmico eliminaría la trivialidad, la repetición y la redundancia. Si la internet es entendida como un proceso democratizador de la información, ¿no tendría el protagonismo en esta hazaña por analogía el protocolo algorítmo TCP/IP que la hizo posible? Ampliemos así el acceso público al signo, se entiende. Más información para más gente ¿Pero —nos dice Ventureira— no se logra esto de la mejor de las maneras apurando y acercando la palabra a la letra, a la cosa justa de la que se habla? Con ello las minorías se tornarán en mayorías, y el privilegio informativo en distribución justa y acceso general. Una propuesta muy atractiva a la que nadie tendría nada que objetar a primera vista.

3. Ordine et possessio

Nos aventuramos a decir que todos hemos sufrido del síndrome de la mente en blanco en alguna ocasión puestos ante el cajetín del buscador de Google. Ahí dentro está contenido todo signo a nuestro alcance —o casi todo. Disponible a poco que lo deseemos. Desearlo es adquirirlo, en un cortacircuito del consumo que la máquina semiótica que es internet facilita. Una democratización del conocimiento es con esto un mero acceso generalizado a su propiedad. Una redistribución del conocimiento como bien económico. Estamos sin lugar a dudas ante una postura política. Solo que por conocimiento aquí se nos presenta más bien información, data. Podemos comulgar con que si la lengua es un sistema de signos no habría necesidad de que además fuera también uno exclusivamente abstracto, formal de necesidad, excluyente. Un sistema así sería además de todo punto ineficaz de cara a cumplir su cometido. En el otro extremo, aquél que reduce conocimiento a información, la literalidad del algoritmo. Lo determinante aquí en esta situación, con Lord Chandos y el usuario de Blinkist de poco más arriba, sería pasar lista exhaustivamente —indicar, plantar hitos en la ruta comunicativa— a los acontecimientos compartidos. El rodeo narrativo de la historia es engañador, embaucador, fraude. “Al reproducir algo en Blinkist al doble de su velocidad normal [como me permite la aplicación] puedo hacerme un libro mientras hago fila, yendo en Uber o como cuento antes de irme a dormir. Únicamente quiero la información, no convertirme en el autor o que se me fuerce a ver a través de sus ojos” (Hitchens 2020).

Si le seguimos la pista y damos por buena de momento la intuición democrática de los procedimientos algorítmicos de procesamiento de información, entonces hemos de entender que de entre los criterios formales a nuestra disposición estamos más que interesados en que el protocolo sea sobre todo uno exhaustivo y completo. Que el intercambio comunicativo contenga, comprenda, englobe, abarque, el conjunto o dominio completo de los elementos con referencia. Sin huecos. El signo algorítmico debe resolver qué elementos cuentan y, además, debe garantizar que estén todos presentes como opciones de continuidad al discurso. Se empiece por donde se empiece y se termine la comunicación cuando se desee terminar. Es una máquina, es un automatismo listo para ser utilizado. El sistema no da para repeticiones, vive sin elementos triviales. Por todo ello, la cuestión a plantear es la de una redistribución óptima de la propiedad que es el signo, de economía del signo, dar acceso a y hacer propietarios de quienes no lo eran. Que cualquiera pueda pensar/hablar sobre esos signos, que tenga acceso a ellos, sin que eche en falta en su juego de literalidades ningún elemento. Todo ha de poder ser sabido por todos. No así tanto en la ecuación que hace de la información conocimiento y viceversa. Donde una justicia sígnica distributiva puede resultar sugerente, justicia que es la del derecho al acceso universal a la información, su extensión con la ecuación señalada presenta serias complicaciones. El modelo distributivo no alcanza a hacerle justicia al conocimiento, que siempre será cosa de experiencias trabajadas.

Vale la pena señalar —justamente— la expresión literal que el testimonio en el artículo del The New Yorker que citamos emplea: I can squeeze in a book. Me puedo ‘apretujar dentro de un libro’, como expresión figurada de la asimilación y de la posesión en forma de ocupación, de colonización del significado. Pero no es menos interesante orientar nuestra atención a una traducción alternativa, una que se puede leer como esa reducción de la trivialidad y la repetición a la que apelamos: también puedo exprimir el libro [to squeeze a book], una figura violenta de la destilación informativa. Reducirlo a sus elementos esenciales. Mínimos. La aplicación programada desde Berlín cuenta ya con más de dieciocho millones de usuarios semejantes que no quieren que se los fuerce a ponerse en el lugar de un otro. De un otro comunicante. Basta con que les faciliten los hitos literales de la conversación por medio de todas sus marcas físicas no redundantes. Incluir que la información implica a un informante está de más. Le da a éste carta de naturaleza en tanto copropietario del contenido. Lo único que se quiere son los datos y signos referentes, los hitos, de la conversación. Fáciles. Se quiere una explicación anatómica de los miembros de que se compone la misma y no del cuerpo orgánico en que se va articulando. Acceso aquí es apropiación sin tener que transitar el engorroso esfuerzo hermenéutico de la mediación. Si es que dudáramos del éxito de la iniciativa, Instaread, una aplicación similar que promete hacernos más inteligentes si le dedicamos apenas quince minutos de nuestro tiempo, vino a sumarse en 2014 a la primera emprendeduría del Blinkist de dos años antes (Instaread 2022). Huelga decir, sin embargo, que la diferencia fundamental entre el miope Lord Chandos y un usuario medio de cualquiera de estas aplicaciones no es únicamente de intensidad de la experiencia, sino de actitud. Lord Chandos es una figura literal pero a la vez una del equívoco porque al menos entiende que la pérdida de una faceta de entre las muchas que completan su capacidad de pensar/hablar es una merma, una disolución, una descomposición y fragmentación. En resumidas cuentas, la corrosión de su entendimiento.5 El usuario de Blinkist o Instaread da por el contrario la más cálida de las bienvenidas a la aventura de la discreción, la concisión y la parquedad. La intensidad está únicamente en la actitud de rapiña de la apropiación. Pasar por la experiencia discursiva del otro es amén de repetitivo y trivial, económicamente ineficaz ¿Para qué gastar una hora de tiempo leyendo un libro sin llegar a concluirlo siquiera si se puede a ciencia cierta saber qué pasa en al menos cuatro enteros invirtiendo el mismo tiempo? Frente a la redundancia informativa, buscamos la abundancia de la adquisición, de la acumulación, la posesión y el gusto por un cierto fetichismo de la mercancía —en este caso singular y literal, de la mercancía cognitiva.

La presunta vuelta a la literalidad de la práctica comunicativa en el mundo actual por vía de su digitalización nos podría recordar las principales disputas académicas en lo que toca a las taxonomías semánticas en la semiótica de principios del siglo pasado con De Saussure. Permítasenos un pequeño desvío en este sentido para aclarar el conato posesivo y propietario generalizado presente en lo que a comunicación se refiere. La apuesta a día de hoy por la prevalencia de lo literal —y la literalidad que se abre camino en el mundo virtual— recuerda la decisión radical a la que debía enfrentarse el semiólogo en sus clasificaciones a la hora de hacer o no un aparte en lo que a señales naturales se refiere para el signum de lo humano ¿Tenemos en ocasiones la intención los seres humanos de significar sin más?¿A qué fin sirve tal intención si es que la hay? No significar algo, sino significar llanamente ¿Tenemos el deseo de despreocuparnos del significado y la experiencia e interpretación del signo con tal de apropiarnos aunque sea por un instante del mero acto comunicativo? Esto es, de escribir por escribir, hablar por hablar sin que se vea alguien forzado a ver a través de los ojos de otro… O, a la inversa, de leer por leer, escuchar por escuchar, sin que se fuerce a prestar demasiada atención al contenido. La disputa entre semiólogos estaría en aceptar o no que los seres humanos podemos y queremos señalar, indicar, plantar la marca física de un signo, simplemente para referir nuestro deseo de adueñarnos de la comunicación como el único de los polos supervivientes en el discurso. Un ‘me comunico’ intransitivo. Eso es la información por la información, retener tan solo la constancia de que un canal se encuentra siempre abierto y a nuestra disposición. Facilitado. Con todo esto se quiere decir que podemos albergar simple y llanamente el deseo de que se nos entienda como queriendo comunicarnos, que se nos atienda en exclusiva, y anular al otro como comunicador asimismo para adquirir únicamente la información relevante. Poseer y dominar el acto comunicativo de manera absoluta. Hay que postear, publicar un reel o una historia, twittear con frecuencia para alimentar a los seguidores y ocupar tiempo y espacio on-line. Tener presencia en las redes no es sino sentarse a la mesa de la comunicación aunque no se tenga apetito alguno. Basta con que se lo sepa a uno sentado a ella. De ahí que de entre las primeras descripciones de lo que un signo [signum, traducido también como ‘indicio’] es, la de Cicerón sea quizás la más honesta, signo es quod sub sensum aliquem cadit et quiddam significat quod ex ipso profectum videtur [aquello que cae bajo los sentidos y que significa algo que resulta directamente evidente a los mismos](Cicerón 1997, 142). Ser un signo no es en un primer término el cobijar un significado, que siempre conlleva tener que traducírnoslo a nuestros adentros. Ser un signo es colocar algo intencionadamente bajo la mirada directa de otro aún y aún a su pesar. Quiera o no quiera verlo. O bien eliminar al compañero del campo semiótico disolviéndolo en los hitos de su discurso, que si ya no son de nadie, serán en buena lógica huérfanos para hacerlos propios. Literalmente. Acaparar como postura política lingüística.

Lo más significativo a tener en cuenta en este enfoque es que hay variaciones narrativas [novedosas] que presentan diferencias [clave] entre las conversaciones virtuales [de un chat, por ejemplo] y la charla ordinaria […] La narrativa virtual se articula, adquiere su estilo, se desarrolla y queda patente a la luz siempre de relaciones de poder” (Webb 2001, 568).

Como sucede sin duda con la ordinaria. Pero Stephen Webb menciona —sin pretender ser exhaustivo— algunas de las estrategias o variaciones narrativas nóveles que el logger o usuario de chat medio emplea como innovación lingüística con frecuencia. La apropiación, la adquisición de lo literal, tiene en los entornos textuales digitales el aspecto de un tira y afloja en la economía comunicativa. El individuo humano quiere ocupar y hacerse presente en el espacio virtual. Como taxonomías de la charla usada en tanto medio para ello, encontraríamos la primera estrategia de la crazy talk o wild speech [charla verborreica o cháchara] en que el usuario intenta acaparar espacios en la conversación —adueñarse de ella— extendiéndose en su discurso de manera superflua, pleonástica y redundante. Ocupa más espacio en pantalla introduciendo más signos y rodeos, por la multiplicación de los signos, o ejerciendo labores de proselitismo discursivo [missionary talk] en ese chat en particular. Decir más, aunque en realidad se diga menos, te hace presente. Porque el signo siempre quiere decir. Se trata de estrategias comunicativas que pretenden acaparar el signo ocupando —squeezing in— el lugar del log [líneas de chat o registro de bitácora](Webb 2001, 570 y 574). Es la pugna por el privilegio económico o propietario contra el que quería luchar el tweet de la profesora Ventureira. Una forma de sabotear las relaciones de poder igualitarias en una conversación digital multiplicándose en el foro público. Por otro lado, Webb nos advierte sobre los llamados scabrous speech [discurso escabroso], parodic speech [discurso paródico] y scattershot speech [discurso a lo loco, o a tiro loco] que hacen igualmente más con menos, siendo su estrategia semejante a la de los anteriores. Son discursos “azarosos en extremo y de narrativas caprichosas […] que inundan el contexto del discurso [sin decir nada, sin significar nada ni desearlo] y agitan constantemente el espacio virtual. Estas narrativas ni caen bajo las normas [democráticas] de la pertinencia del discurso ni de las de la continuidad usual” (Webb 2001, 578). Buscan la saturación para llamar la atención y eliminar la presencia de otros competidores comunicativos. El interfaz lo facilita. No hay como tal principio ni fin del discurso virtual tampoco. Webb califica esta clase de discurso ya generalizado entre las generaciones presentes de ‘rizomático’ (Webb 2001, 569). Un discurso que crece y se acumula caóticamente, en abundancia para hacer descender el valor de la palabra de los demás… la democratización de lo consumible y lo fungible crea un problema al parecer.

4. Conclusiones. 2022: la odisea de las cosas en el espacio virtual

La democratización del conocimiento así entendida arroja el reto, una vez enmarcada dentro de un problema general de la economía de la información, que toda teoría de los bienes económicos debe resolver: ¿de dónde obtienen estos su utilidad marginal, su valor, lo que mueve a su propietario futuro a tomarse los trabajos necesarios para su adquisición? Porque la Economía es la ciencia de la escasez. El valor de los bienes depende de la redistribución de ésta a causa de los desvelos y trabajos depositados en unos recursos de por sí limitados en esencia. En el universo físico, material, los bienes, las cosas son finitas, limitadas, escasas. Tienen un cuerpo. Tienen con él un principio y un fin. Son discretas, ocupan este espacio antes bien que aquél otro. Son literales, propiamente dichas, en su materialidad. Ellas mismas. Y caben entonces en un deíctico. Jamás serán por todo ello redundantes. En el régimen de las cosas, tiene el privilegio aquél que las posee, que las retiene dentro de sus propios límites corporales dominándolas. Entonces, ¿qué decir del universo virtual?¿Cómo se traducen estas ideas al nuevo entorno?

Llamamos «régimen de la información» a la forma de dominio en la que la información y su procesamiento mediante algoritmos e inteligencia artificial determinan de modo decisivo los procesos sociales, económicos y políticos [humanos][…] El factor decisivo para obtener el poder no es ahora la posesión de medios de producción, sino el acceso” a estos (Han 2022, 9).

El factor decisivo no es la posesión del cuerpo de otra cosa, una cosa que producía a su vez a otras en el antiguo ‘régimen industrial’, sino otra forma de la determinación: la redistribución de la riqueza semiótica, la democratización de los procesos de adquisición de signos, tiene que ver con el acceso facilitado a los mismos. Con quién guarda la puerta.

Para Han, el proceso de transición de un tipo particular de modelo de bienes basado en la discreción de la cosa y su explotación a otro basado en el dato y la información puede descifrarse desde las mismas claves. Tan solo hay que estar de acuerdo en cómo se configuran en ambos discursos las estructuras de un cuerpo. Qué fabrica un cuerpo material, que un cuerpo informacional. El cuerpo de las cosas, de los bienes materiales, se vuelve propiedad una vez se vuelve dócil (Han 2022, 10). Una vez está al alcance de nuestra mano para ser retenido, desplazado, emplazado, intercambiado. Eso es dominio. El objeto dominado queda aislado, encerrado en sí mismo, opuesto a los demás. Desde el latín, ob-iectum [arrojado en contra] es aquello que se nos enfrenta, que nos contraría, que se resiste en el espacio y en el tiempo. Una negatividad. Han nos recuerda en No-cosas: Quiebras del mundo de hoy (2021) que el objeto, desde el obicere latino, nos promete la historia de una confrontación que se llama experiencia. Lo que nos fuerza a tener en cuenta, queramos o no, a un otro. El objeto llama al trabajo de dominación del mismo. Al diálogo de su conquista que dará para una historia. El objeto, la cosa material y física, es intercambiable con el producto, de pro-ducere, lo que se nos echa ahí adelante intentando imponérsenos (Han 2021, 13-ss.). Y el primer trabajo o resistencia es naturalmente a la que nos obligan los otros cuerpos. Como es otro, opuesto, negación, es exclusivo y excluyente en sí. El valor de la posesión empieza a construirse desde su adquisición como otra cosa, desde su alteridad. Tiene valor porque se adquiere el fetiche de su independencia ontológica como cosa precisamente al negársela. De ahí que nunca se tengan bastantes propiedades o se adquieran bastantes bienes donde estos han quedado reducidos a la literalidad de su posesión como cuantos, como ítems. Aquí no puede haber redundancia —decíamos—, un cuanto no puede sustituir a otro. La dominación propietaria de un bien no satisface la posibilidad de una nueva dominación. Pero entonces, si cada ítem digital en el régimen de la información es en sí abundancia y posibilidad de acceso democrático, si es bien libre de las servidumbres de la escasez al no existir limitaciones materiales, físicas o temporales, ¿cómo construimos su valor sin remitirnos a un original, a un referente exclusivo, cómo cuando se pueden hacer infinitas copias del mismo? Muy sencillo, replicando el mecanismo de exclusión corporal por medio de otros instrumentos virtuales. El primero de ellos es extensivo, pragmático e improductivo. Da valor a la no-cosa que es el objeto virtual convirtiendo su disponibilidad en escasa. Hurtándonosla. Consiste en el control o vigilancia del acceso al mismo bien. El acceso determina el privilegio. Hay menos información disponible, hay menos unidades, luego vale más. Los ob-iecta virtuales se edificarán fácilmente levantando prohibiciones y restricciones a su disponibilidad como bienes. Volviéndolos inalcanzables, separados, secretos, enajenados… formas alternativas de la oposición. Donde hay un límite hay un objeto. El cuerpo virtual traduce de entrada la limitación de lo material por medio del obstáculo al libre intercambio de información. Ser propietario es ahora tener acceso. Han ha denominado en su última publicación al régimen orquestado por medio de ese privilegio infocracia (Han 2022, 25). Es, creemos, el tipo de objeto de reivindicación al que se podría estar refiriendo el tweet de más arriba. Así, la posesión no sería cualquier acto comunicativo, sería como ostensivo uno de ostentación, conspicuo, de énfasis o autorreferente.6 Hay, no obstante, un segundo mecanismo de exclusión que apunta a la naturaleza del bien. A su ontología como pseudocosas. Este segundo mecanismo serviría como objeción a una reivindicación como la anterior sin cortapisas. “Las informaciones no son unidades estables. Carecen de la firmeza del ser. Niklas Luhmann caracteriza así la información: «Su cosmología no es una cosmología del ser, sino de la contingencia»” (Luhmann 2000. Citado por Han 2021, 14). La información es evanescente en su naturaleza. Su valor empieza a construirse desde la escasez temporal. Son contingentes. Tan pronto están como no están aquí, ahora. Como inmateriales que son, su limitación no es el contorno de un cuerpo, sino la duración del momento en que las poseemos. Por lo que por mucho que nos exigiéramos su propiedad estable, a lo largo del tiempo y en todo tiempo, su misma naturaleza —la cosmología u orden de la existencia virtual del medio— traicionaría nuestros esfuerzos. Repetimos entonces la pregunta: ¿cómo construímos su valor sin referirnos a un original, a un referente exclusivo estable? Haciendo continuo el tiempo de su experiencia, de sus apariciones. Multiplicando los entes por necesidad. A cada nueva información o dato le basta con ser ‘otra cosa más’. La forma referencial de ese nuevo signo no es la cosa la que alude, sino la simple relación singular de cantidad. De ahí su autorreferencialidad: alude simplemente a la presencia o haber que ha de sumarse. La ‘hiperinflación’ informativa, la ‘infomanía’ que la oferta virtual pantagruelica excita, el fetichismo de la información que hemos rastreado ya en otro lugar de este trabajo, son estrategias de revalorización económica del signo (Han 2021, 15). Han completa a Luhmann y llega a calificar a ese nuevo orden del signo algorítmico de ‘nominal’ y ‘miniaturizado’ —jibarizado (Han 2021, 15 y 29). A saber, orientado a lo literal. Este movimiento coloca sin embargo a los bienes que produce en la siguiente etapa de su ciclo vital económico: multiplicados, minimizados a cuantos, su valor se vulgariza y decrece. Pierden su literalidad, su ser propiamente dichos, su unicidad exclusiva, y se tornan brute data o mass data [datos en masa o en bruto]. Se vuelven cualquiera.

Sin embargo, la fabricación de los nuevos protocolos computacionales de Blockchain permite identificar y singularizar objetos virtuales. Revalorizarlos así. El protocolo no comunica ordenador con ordenador. Teje más bien una red genealógica de todos los hitos y puertos en los que ha recalado el objeto virtual, todas las computadoras y computaciones que ha transitado como experiencia esa información en concreto, y guarda registro de ellas como si de una autobiografía se tratase. Cada ítem puede contar con un pasaporte identificativo de qué es, cuándo fue creado y dónde ha estado. Naturalmente, confeccionado con más datos y más informaciones. La calidad y exclusividad se rehace con cantidades crecientes de data. Los conocidos como NFT o non-fungible tokens [ítems no consumibles] son el pleonasmo del fetichismo de la información. Posibles al fin gracias a este nuevo protocolo, guardan la ruta seguida por una determinada imagen, vídeo, archivo, información, que puede codificarse como marca identitaria en los metadatos de la misma… y sellarse para hacerla única. Con fecha de nacimiento, recorrido vital y epitafio museístico de la cosa. Es más, este recorrido es en realidad lo que determina su valor (propietario) como singular, en gran parte independientemente de su contenido específico. La cosa así presentada en lo virtual, en su aislamiento ensimismado, como un quiste informativo que crece para sí, invitador pero vacío, sin contenido o independiente del mismo, va creciendo en su propio reflejo, extrañada porque su árbol genealógico digital la singulariza más y más hablando más y más solo de ella misma —por ejemplo, The Merge, la obra digital del artista PAK vendida por 91 millones de dólares (Block 2021)— concita al pensamiento de lo que Donald Winnicott ha calificado de objetos transicionales. Objetos que en principio servirían de mediadores en la relación con la realidad que el niño desarrolla durante su crecimiento cognitivo, fetiches como proyecciones para hacerse con el espacio de juego. Estos objetos de transición pueden no obstante bastarse a sí mismos. Cerrarse para convertirse en objetos autistas o narcisistas, autorreferenciales, toda vez que la mediación puede llegar a ser dramáticamente el puerto final de llegada antes bien que en una etapa interna más del camino hacia lo real (Winnicott 1972; Han 2021, 41-43). En ese caso, el objeto no lleva de la mano al infante a tratar con lo real. Únicamente devuelve una y otra vez la misma información, su propia identidad informativa. El alegato idólatra del ego sum qui sum et non mutor [Yo soy el que soy, y no cambio] tiene aquí su émulo. El rasgo mínimo de un objeto que se afirma a sí mismo en su unicidad sin decir nada más.

Una palabra expresa por sí misma ese carácter doble, aislado e incognoscible [que presenta la realidad desnuda de la cosa][…]: la palabra «idiotez». Idiôtés, idiota, significa simple, particular, único [nominal, literal][…] Así, todas las personas, todas las cosas, son idiotas, [en lo que] no existen más que en sí mismas, es decir, son incapaces de aparecer de otro modo que allí donde están y tales como son” (Rosset 2004, 37).

Son idiotas, rémoras de la realidad narcisista, esos espejos oscuros que son los smartphone, las tablets, las lustrosas pantallas de nuestros ordenadores y televisores de plasma. Objetos mínimos, de mínima resistencia para mejor devolvernos nuestra propia imagen y no oponérsenos. Tersos, rectos, llanos, suaves, uniformes, fáciles y táctiles, complacientes a nuestros deseos.

Vistas así las cosas, uno no puede resistirse a recordar el diálogo sobre un objeto de estas características a que Kubrick invitaba en una de sus muchas entrevistas. Allá por 1969 el periodista Joseph Gelmis lo visitaba con motivo de los trabajos preparatorios del Napoleón que jamás se realizó. Kubrick expresaba la importancia de jugar con el símbolo, ambigüo, que da paso a la reflexión y la imaginación, y con la literalidad, que golpea con su realidad y captura esclava nuestra atención. Más ‘estética’, ‘directa’, ‘desnuda’, ’verbalmente intelectualizada por la palabra escrita’. Preguntado por el famoso monolito de basalto de su 2001: Una Odisea en el Espacio, Kubrick marca distancias entre el de su guión y el representado en la novela posterior de Arthur C. Clarke: el artefacto alienígena se multiplica desde la Tierra a la Luna y a Jupiter, esperando. Kubrick pensó y repensó cómo representar lo otro, la alteridad más desnuda, más enajenada, extraterrestre. Tan sólo una cosa más. No se le ocurrió mejor manera que convertir el objeto en un signo mudo. Para ello, el objeto debía ser inexpugnable. Sin gestos, sin expresiones, sin nada que permitiera identificar la figura de un otro comunicante. El monolíto liso, pulido, silente, y presente, debía ser un espejo turbio que prometiera y permitiera el ejercicio frustrante de una imaginación de lo inimaginable (Russell 2021).

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Notas al final

1. Las dudas que pudiera generar la hipótesis exclusivista de una dieta lectora digital se aclaran poniendo en contexto la forma de consumo literario en su extensión e intensión, su cantidad y cualidad. Así, del informe del Banco Mundial se colige que el número de páginas web activas a día de hoy supera en más del doble al de libros comprados a nivel mundial —¿consumidos quizás? La comparación extensiva es de todos modos hasta engañosa, ya que una página web no es el análogo de un libro, sino más bien de una imprenta o una editorial. Ténganse en cuenta otros datos de extensión que agrandan la diferencia: la longitud ideal de una publicación —post— es de en torno a 1600 o 2250 palabras, unos 7 minutos de lectura (Sall 2013). Al hilo de esto, las últimas estadísticas sitúan en casi siete horas el tiempo diario que un español pasa conectado a la red, y en tres horas semanales el tiempo dedicado a la lectura en papel el pasado 2021 según la Federación de Gremios de Editores de España (FGGEE) en su informe annual (FGGEE 2021). Son 12 los libros leídos de media al año. Hay que reseñar que, por rangos de edad, los mayores lectores son los menores de 9 años. Pero son lectores pasivos. Se les lee. A partir de la edad de 15, la tasa de lectores disminuye sostenidamente. Un 35,6% de la población española no lee nada —por falta de tiempo, dicen—, frente a un 93,9% de usuarios de internet. Vistos los datos, uno puede comprar un libro, pero esto no conlleva su lectura. La navegación web sólo puede suponerla. El informe señala en este sentido otra serie de datos curiosos en cuanto a la intensión de la cuestión, es decir, al acto mismo de ser consciente de lo leído. La preferencia por el texto corto hace huir a los lectores de los libros digitales, que han descendido en su lectura a un 29,4%. Cuando se lee en internet, se lee cada vez más texto corto. Quizás, dicho esto, habría que anotar más que la venta de libros o el acceso a las webs una noción que podríamos llamar de unidad de lectura o de logro lector. Así, la comparación adecuada no sería la de web a libro, sino la de post o publicación a libro. Se contabilizaría la consecución de la lectura —reading success, éxito o logro lector— o los 7 minutos de lectura de la unidad de un post frente a las 13 horas de media dedicadas a acabar una obra literaria.

2. Una de muchas romantizaciones de este éxito comunicativo es la intuición perceptiva que descubrimos en Lord Chandos. Comunicarse es perderse en la sensación que transporta escondida el signo. Acceder a la misma sin intermediarios. Sin filtros, intensa y excepcional por eso. Como descubriendo su secreto privadamente. La figura literaria de Lord Chandos es quizás menos conocida que la del personaje del Bergotte de Proust, en À la recherche du temps perdu [A la busca del tiempo perdido] en su quinto volumen, La Prisonnière. El personaje de Proust se pierde en la contemplación de un amarillo que tiene que localizar en el cuadro de Vermeer Vista de Delft (1660-1661). Ese amarillo se basta a sí mismo y provoca el colapso y desmayo del contemplador, que cae fulminado de lo intensa que es la experiencia. Placentera y dolorosa en grado sumo a un tiempo, imposible de soportar. Lord Chandos sufre del mal del poeta de Proust: se ve absorbido por la experiencia más insignificante, que es al mismo tiempo la más intensa y absorbente, y enmudece. No puede pensar ni hablar bajo la forma del juicio, pero hay otras formas…

3. Una vez establecida la indiferencia de la autorreferencialidad como relación semiótica, lo que es su importe existencial mero, la distinción entre news y fake news es irrelevante. La literalidad con su transparencia intenta evitar cualquier teoría de la verdad por correspondencia que valga, y es que no habría correspondencia si el carácter de lo literal es el de lo único. Esta semiótica se basaría tan sólo en la confianza establecida entre emisor y receptor, en un préstamo fiduciario de certeza (vid. Rowe 2017).

4. La mayor o menor longitud del texto escrito parece ser tema ligado a los avances civilizatorios. En principio, los signos de puntuación son un desarrollo que permitía escapar del texto continuo e inabarcable, sin foco de atención, y articular el pensamiento escrito para ser digerido en veces. Estos son los textos narrativos. La puntuación habilitaría la ordenación sinóptica de las partes del discurso y ayudaría a su retención, donde los textos lacónicos y más breves acentuarían entonces su presencia como énfasis o representación de la función fática del discurso —comprueban y ponen en tensión que el canal de comunicación existe, que se presta atención a que algo se dice independientemente del qué se diga (Michalsen 2022; Patino 2022).

5. Un efecto semejante y un estudio análogo sería el que Richard Sennett elabora en base a la descripción de otra clase de corrosión ligada a las circunstancias pragmáticas del medio en que nos toca vivir y al que nos vemos obligados a adaptarnos: una sociología de la narración que es el propio carácter, esto es, la autobiografía que fabrica cada uno de nosotros como continuidad —o como fragmentación en el Nuevo Orden Económico (Sennet 1999).

6. vid. supra nota 4.