En las antípodas de
la democracia deliberativa:
la propaganda populista en la era digital

At the Antipodes of Deliberative Democracy:
Populist Propaganda in the Digital Era

Juan Carlos Velasco

Instituto de Filosofía, CSIC

jc.velasco@csic.es

Diversos y sucesivos avances técnicos en el ámbito de las comunicaciones han ido alentando la expectativa de que con ellos se potenciara la circulación de información, aumentara la participación ciudadana y, en definitiva, mejorara la calidad de los sistemas democráticos. Y aunque los avances tecnológicos registrados en el último siglo han sido formidables, pocas dudas caben de que el auge de las redes cibernéticas ha sido el instrumento que más alas ha proporcionado a este anhelo. Pero, ¿tiene un fundamento realmente sólido esta suposición que tantas personas seguían suscribiendo en los albores del nuevo siglo?

Los debates públicos y las manifestaciones cívicas que en otros tiempos tenían lugar en plazas o parques encuentran hoy un ágora propicia en los medios de comunicación de masas: primero fue en la prensa escrita, luego en la radio y la televisión y, más recientemente, en Internet. Desde un principio, la expansión de Internet despertó en muchos las esperanzas de haber dado por fin con un medio efectivo para preservar y promover la libertad de expresión y demás bases del proceso democrático, pues, tal como apuntó Sunstein (2003, 155), “las nuevas tecnologías ofrecen extraordinarias y cada vez mayores posibilidades de exposición a diferentes opiniones, y también brindan grandes oportunidades para compartir experiencias y sustanciales discusiones sobre política y principios”. Por esos mismos años, uno de los adalides de la democracia deliberativa, Habermas, (2009: 156), mantenía también una posición similar, aunque con señalados matices, al reconocer que Internet no sólo ha logrado infundir nueva vida a las bases ciudadanas de la esfera pública, sino que también compensa las carencias derivadas del carácter anónimo, impersonal, vertical y asimétrico de los medios de comunicación tradicionales, de factura analógica, toda vez que reintroduce elementos horizontales, interactivos y deliberativos en el proceso de comunicación. En declaraciones más recientes, y en una evolución no muy diferente a la registrada por Sunstein (2017), Habermas enmienda en cierto modo su anterior posición y considera ahora que la difusión masiva de la comunicación digital supone “una profunda ruptura evolutiva” (Habermas 2020, 26-28). De tal envergadura sería esta quiebra que se hace preciso replantear toda la infraestructura de la esfera pública política tal y como la conocemos y que tanta importancia ha tenido en la configuración histórica de las democracias contemporáneas.

1. Deliberación y participación, presupuestos de un sistema democrático

El funcionamiento de la democracia depende de múltiples factores, entre los que resulta pertinente destacar aquí estos dos: por un lado, que exista un cúmulo de experiencias compartidas por todos los ciudadanos —un marco general de referencia, además de una cultura cívica común— y, por otro, que éstos se enfrenten a temas e ideas que no han elegido de antemano (Sunstein 2003). De este modo, los ciudadanos pueden no sólo aumentar su caudal de información contrastada, sino también, y ese sería el objetivo final, tomar decisiones y optar con suficiente conocimiento de causa entre las distintas alternativas y ofertas electorales. A la luz de estos presupuestos, los distintos foros públicos y redes en Internet constituirían un medio idóneo para incrementar las posibilidades de intercambio de opiniones entre miembros de los distintos grupos y formas de pensar existentes en una sociedad, de tal manera que se aminoraran las tendencias hacia el autoaislamiento y la incomunicación social que imposibilitan el ejercicio de la deliberación pública (Sunstein 2003, cap. 3). Se trataría, en definitiva, de propiciar que, para informarse, los individuos no elijan tan sólo materiales y puntos de vista ajustados a las propias preferencias y no excluyan temas y opiniones que les son adversos.

Sin embargo, el desenvolvimiento real de las redes sociales y de los medios digitales dista mucho de satisfacer las expectativas de una democracia más cercana y auténtica. Como de manera crítica ha observado Habermas (2009, 157), la aparición de millones de discusiones independientes a lo largo del mundo tiende a fragmentar la audiencia en públicos aislados y endogámicos. Los medios digitales dificultan la pervivencia de la prensa de calidad —crucial para que los ciudadanos puedan conocer los hechos de manera contrastada— y la multiplicación de las redes sociales favorece la desintermediación en el acceso a la información (Torreblanca 2020). El fenómeno de la desintermediación se registra también en el momento de la participación, que queda asimilada sin más a la ilusoria posibilidad de emitir emocionales likes o reducida a un activismo de salón reconfortante para la propia conciencia, pero frecuentemente estéril. La erosión de las instituciones de mediación en la esfera política amenaza la sostenibilidad de la conversación democrática. Lo que acaba predominando son fuentes personalizadas de información donde reafirmar las opiniones ya adquiridas, tendencia que conduce a una segmentación de la ciudadanía en nichos informativos y a una creciente polarización social (Lasalle 2019). En este contexto, cabe concluir que “la democracia está degenerando en infocracia” (Han 2022, 25), un régimen regido por una sobredosis de información sin filtros. Sea como fuera, Internet llegó no sólo con la promesa de la gratuidad y con la promesa de proporcionarnos libertad de expresión, sino también, y en esto falló aún más, de democratizar el conocimiento y la comunicación.

Además de ciudadanos autónomos, bien informados, críticos y responsables, el componente deliberativo inherente a cualquier democracia que vaya más allá de una mera agregación de preferencias exige un espacio compartido de debate (Lafont 2021, 111-143). Pese a que, en principio, el entorno digital cuenta con el instrumental técnico adecuado para una comunicación plural, abierta y no jerarquizada, su efectiva configuración incumple palmariamente estas expectativas. La realidad del entorno digital ha sido algo bien diferente al escenario esperado: por un lado, se ha convertido en una poderosa maquinaria para la manipulación y la desinformación; por otro, se ha desvelado como otra herramienta más del capital para su revalorización. Los datos que los ciudadanos particulares vierten en la red tienen valor económico y acaban privatizados y convertidos en la materia básica de un nuevo modelo de negocio. Por si esto fuera poco, y de modo semejante a lo que había sucedido ya con otros medios de comunicación, las principales plataformas digitales han acabado siendo presas de las concentraciones de poder político y empresarial. Aunque el medio digital representa sin duda uno de los principales escenarios en donde se desenvuelve actualmente la democracia, quienes se muestran interesados por su futuro y su calidad no pueden dejar de tener en cuenta estas dos circunstancias, que, sin embargo, no son las únicas relevantes.

Atendiendo al papel que juega la opinión de los ciudadanos, se puede distinguir —de manera, sin duda, extremadamente esquemática— entre dos macromodelos de entender la política, dos grandes metanarrativas. Por un lado, estarían las concepciones autoritarias, refractarias a la comunicación y a la publicidad. Por otro, el modelo liberal de democracia, que no es sino el “gobierno mediante la discusión” (government by discussion). Para observar esta contraposición un locus privilegiado lo encontramos en la obra de Carl Schmitt (1990). Este provocador autor, que hacía suya la primera concepción, denostaba el liberalismo por su incapacidad para entender el fundamento de lo político, que, según él, no estribaría en la capacidad de llegar a acuerdos, sino en el enfrentamiento profundo entre los grupos, en el antagonismo (Mouffe 2003). De esta concepción política no sólo bebieron en su momento los distintos regímenes totalitarios, sino que también se nutren de ella los diversos populismos que en nuestros días pretenden presentarse como las únicas fuerzas contrarias al sistema.

El fomento del antagonismo social y político no es el único rasgo de un Estado autoritario, como el que Schmitt preconizó a lo largo de su obra (Müller 2003; Kervégan 2013), ni tampoco de los llamados Estados iliberales (Zakaria 1997): ninguno de estos dos tipos de Estados admite la libre circulación de información independiente; el férreo control de los medios y la censura serían la regla. Por el contrario, la libertad de expresión sería el fundamento de una democracia liberal y de sus instituciones representativas. Este presupuesto es el que hoy se encuentra fuertemente cuestionado teórica y prácticamente: en el contexto de sociedades digitalizadas como las contemporáneas, la libertad de expresión campa a sus anchas, pero con ella, en la medida en que los medios digitales son con frecuencia más bien órganos endogámicos de publicidad partidista, no se fomenta la pluralidad, el humus indispensable para que se desenvuelva el debate público. Al menospreciar la deliberación y desdeñar la participación activa de los ciudadanos, presupuestos básicos de cualquier democracia, son muchos los medios digitales que no hacen sino devaluar esta forma de gobierno. Esta tendencia se exacerba, como se señalará en el siguiente apartado, con la ayuda de modernas técnicas de propaganda, con las que se crea en las redes sociales una realidad alternativa, que desprecia los hechos, pero que, sin embargo, aparece como incuestionable a ojos de muchos ciudadanos.

2. La propaganda totalitaria

La propaganda política no es ni mucho menos patrimonio de los regímenes totalitarios, pero es en ellos donde encontramos los modelos históricos más emblemáticos. En cuanto “tipo ideal”, por seguir la terminología de Weber, estos modelos representan referencias útiles con las que medir las manifestaciones contemporáneas. Aunque no fueron los primeros, los nazis alcanzaron una maestría diabólica en conformar una neolengua y en expandir una forma de hablar liberada de todo criterio de verificación (Klemperer 2002). En particular, sentaron cátedra en el diseño y manejo de la propaganda política, destrezas en las que los actuales movimientos iliberales y populistas son aventajados discípulos, pero de cuya atracción fatal tampoco están exentas, por cierto, las instituciones y los partidos democráticos. En lo que respecta al análisis de la propaganda totalitaria, uno de los estudios pioneros fue el elaborado a finales de la década de 1930 por Siegfried Kracauer (2020), de cuyas consideraciones aún hoy se pueden extraer útiles enseñanzas.

Kracauer presenta el esclarecimiento teórico de la génesis, función y estructura de la propaganda nacionalsocialista como la explicitación de un proceso de desocultamiento, tal como se desprende de esta programática frase con la que abre su estudio: “No entenderemos lo que realmente ocurre en la historia si nos tomamos al pie de la letra los eslóganes políticos y las convicciones exhibidas” (Kracauer 2020, 35). Anticipando los trabajos de los maestros de la Escuela de Fráncfort, Kracauer observó el carácter absolutamente manipulador que, so capa de estetización de la política, adquieren los productos de propaganda empleados por los regímenes totalitarios. Dichos regímenes supieron explotar los recursos que detentaban para “fascinar estéticamente” y poder así “anestesiar a las masas” hasta convertirlas en mero ornamento (Kracauer 2020, 82 y 111). Para ello empleaban diversas fórmulas que se escenificaban en el espacio público, adoptando un carácter ritual, ceremonial incluso: concentraciones multitudinarias, desfiles con antorchas, himnos corales, etc. Para su propia exaltación no se escamoteaba ninguno de los medios que aportaban las últimas tecnologías. Así, el Ministerio para la Ilustración Popular y la Propaganda, bajo la batuta de Joseph Goebbels, explotó con ahínco el cine, la radio (ese “altavoz de los dirigentes para modelar la gran masa”, Kracauer 2020, 115), la fotografía y la cartelería. Esta aproximación de crítica cultural emprendida por Kracauer, constituyó en su momento una novedosa perspectiva para analizar el régimen nazi. La originalidad del enfoque de Kracauer no se reduce, sin embargo, a este análisis de los aspectos formales. El acento lo sitúa también en lo funcional.

Con el objetivo de salvar la economía capitalista amenazada por consecutivas crisis y de reintegrar en el sistema a las masas en rebeldía, el nazismo desplegó, según Kracauer, dos potentes instrumentos: el terror, aplicado reiteradamente sobre todo en la fase de ascenso al poder; y la propaganda, cuyo persistente ejercicio no concluye tras la toma del poder, sino que a partir de entonces deviene en propaganda totalitaria propiamente dicha (Kracauer 2020, 140). De ello tomó debida nota Hannah Arendt (1987, 527), quien también sostenía que la propaganda y el terror no eran sino “dos caras de una misma moneda”, técnicas que se complementaban entre sí. En la propaganda totalitaria se movilizan todos los medios al alcance, sin freno ni cortapisa alguna: desde el uso permanente de hipérboles hasta las mentiras más groseras, pasando por los bulos y las difamaciones, sin excluir además las acusaciones más insensatas y extravagantes, los viejos prejuicios ampliamente superados o las teorías pseudocientíficas por disparatadas que sean, etc. Todo un granado arsenal.

Desde las formaciones totalitarias, la propaganda se concibe como la herramienta indicada para superar las trabas que se interponen en el acceso al poder: “quien quiere el poder debe ganarse a las masas” y para ello no basta sólo con la pura violencia, sino que es preciso movilizar una “capacidad de influencia anímica” (Kracauer 2020, 52). La propaganda totalitaria —entendida como el arte de pulsar las fibras emocionales del público— conoce los distintos mecanismos psicológicos y explota la disposición de la gran masa a dejarse influir, a ser objeto de sugestión (Kracauer 2020, 100). No se busca el asentimiento racional, sino la adhesión emocional y entusiasta. De ahí que “el objetivo de Hitler no [sea] alejar a las masas de una opinión errónea y guiarlas hacia una adecuada, sino que para él se trata tan sólo de cautivar anímicamente a las masas” (Kracauer 2020, 52). Algo que el líder nazi tuvo muy claro en todo su camino al poder y que no se cansaba de repetir de manera cristalina: “¡Propaganda, propaganda, ahora depende todo de la propaganda!” (Kracauer 2020, 53 y 56).

En su magistral estudio introductorio al libro de Kracacuer Propaganda totalitaria, Jesús Casquete recupera una cita de Mein Kampf, en donde Hitler exponía bien a las claras sus convicciones sobre el asunto: “No compete a la propaganda, por ejemplo, contrastar los distintos argumentos, sino subrayar exclusivamente el propio. […] No tiene que buscar de forma objetiva la verdad” (Kracauer 2020, 24, nota 54). Y así fue. El imponente aparato nazi de propaganda estatal emitió de manera deliberada ingentes cantidades de datos e informaciones distorsionadas, manipuladas o directamente falsas: mentiras, en definitiva. Lo que estaba en juego, como subraya Casquete (Kracauer 2020, 23), era conquistar los corazones de la gente, no estimular su raciocinio. Los nazis presuponían que la audiencia de un mitin no espera ni quiere oír la verdad sobre el adversario, y cuanto más se la manipule y soliviante, más entusiasmada escuchará. El resultado es un círculo vicioso cuya víctima primera es la verdad. Para que la propaganda sea eficaz ha de limitarse “a muy pocos puntos y explotar éstos como eslóganes hasta que incluso el último [“el más lerdo”, como precisaba Goebbels] sea capaz de entender lo deseado en esa frase” (Kracauer 2020, 69). Por tanto, concisión e insistencia en pocas cuestiones, pero claras y fácilmente comprensibles.

Las consideraciones de Kracacuer sobre la propaganda totalitaria siguen siendo pertinentes en la constelación sociopolítica propiciada por la revolución cibernética. Mantienen, sin duda, su capacidad desenmascaradora en un contexto en el que se prima la comunicación digital y el espectáculo. En tiempos de posverdad, hechos alternativos y consignas facilonas, no pocos pasajes del estudio de Kracauer parecen reflexiones inspiradas en lo que viene sucediendo últimamente y corroboran que las claves de la propaganda apenas han mutado. No es nada casual, por ejemplo, la extraordinaria difusión actual de posiciones autoritarias y/o posdemocráticas se nutra precisamente de la misma forma de estimulación de respuestas condicionadas que explotaron los totalitarismos de entreguerras. Aunque la mediación del entorno digital ha transformado las formas de difusión y de recepción de esa estimulación, no puede ignorarse que ahora como entonces la propagación masiva de prejuicios y estereotipos o la banalización de los discursos de odio contra determinados grupos sociales no son sino semillas de violencia y terror. Ni ha de pasarse por alto que en el surgimiento de dichos movimientos de entreguerras fue crucial, además de la asociación de las élites con el populismo, el uso masivo de propaganda nada considerada con la verdad. Dando muestra de un firme desapego con respecto a los valores ilustrados, los populismos iliberales, al igual que los totalitarismos de antaño, se caracterizan por su difícil trato con la búsqueda de la verdad y las prácticas argumentativas. Aunque no se puede ignorar que determinadas tesis de Kracauer poseen un innegable índice temporal, su profundidad analítica sigue siendo iluminadora.

Las concentraciones de masas y, en particular, los mítines era un elemento crucial dentro de las técnicas de propaganda totalitaria, que los nazis cultivaron con enorme primor. En la medida en que fomentan la unidireccionalidad, tales eventos constituyen una forma de comunicación política preñada de consecuencias antidemocráticas, debido a que descansan sobre un supuesto jerárquico. Se trata de una práctica eminentemente autoritaria en tanto que se procura tan sólo el aplauso y la adhesión. En tales ceremonias masivas, el público aplaude con mayor o menor fervor, lanza vítores y poco más. Pese a que la práctica real de los grandes partidos de las actuales democracias representativas apenas se aleja de dichos usos, un acto democrático buscará, por el contrario, conformar una escena política común, en la que puedan participar activamente los distintos actores de modo que los mensajes no transiten en dirección única. Sólo así cabría introducir elementos deliberativos, que juntos con los participativos, son los que caracterizan una democracia con un mínimo de pluralidad. La democracia deliberativa impugna la concepción de la democracia como mera agregación de preferencias. Precisamente porque la propia democracia resulta irreconocible sin la discusión libre y pública, la democracia deliberativa no ignora ni la posibilidad del disenso incluso en lo referente al modelo de organización social ni el antagonismo inherente a lo político (Velasco 2011).

La propaganda, como elaborada forma de mercadotecnia, no pretende ser una forma de diálogo racional. Sus argumentos no se construyen sobre la base de la evidencia, sino por asociación de sus productos a emociones básicas. No trata de entablar un debate o de suscitar una respuesta lógica, sino persuadir para comprar un producto o una ideología. Si la adopción de sus métodos ha ayudado a los políticos a pulir su manera de comunicarse, de poco ha servido para mejorar la salud de la democracia (Crouch 2004, 37).

3. Desinformación, tóxico letal para la democracia

La propaganda, como acaba de señalarse, no es un fenómeno que haya surgido en nuestros días. Siempre se han realizado acciones para dar a conocer algo con el fin de atraer adeptos o compradores. La propaganda adopta diversas estrategias, siendo la creación de “hechos alternativos” quizás la que obtenga mayor difusión en la actualidad, un fenómeno al que se ha convenido en llamar posverdad. En el diccionario de la RAE este vocablo es definido del siguiente modo: “Distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales”. Este tipo de estrategia puede alcanzar un alto grado de sofisticación, como fruto de la manipulación calculada o de la especulación conspiranoica. Sin embargo, difícilmente llegaría a ser eficaz si, con la digitalización, los algoritmos no hubieran reemplazado al uso público de la razón.

Las plataformas digitales y las redes sociales constituyen un excelente termómetro con respecto a la opinión pública sobre los distintos temas de interés y en ello, en buena medida, estriba su capacidad de influencia. No es raro que ese enorme poder lo ejerciten para sus propios fines desarrollando estrategias que pueden no sólo pervertir “la autenticidad de ese termómetro social” sino “impulsar artificialmente movimientos ciudadanos o tendencias de opinión” (Bot Ruso 2022, 14). Según la lógica algorítmica de las plataformas digitales, siempre al servicio de la oligarquía empresarial, el criterio último de validación no es sino la mayor rentabilidad, medida como atención prestada por parte de la audiencia. La atención se nutre fundamentalmente del sensacionalismo y de la emocionalidad, cuya lógica es precisamente la que siguen los algoritmos, en lugar de la apelación a la racionalidad sobre la que se asienta la lógica de la información.

La posverdad va mucho más allá de la charlatanería o de la demagogia, pero coincide con este tipo de prácticas en que hace cada vez más difícil distinguir entre información e intoxicación y, en definitiva, entre verdad y falsedad. Se desposee de autoridad la referencia a los hechos, que se convierten en una cuestión de mera opinión. Con desfachatez —y con mayor o menor ingenio— se pasa de los hechos al relato. Se permite así no sólo no estar de acuerdo con los hechos sino también negar la realidad de los hechos, incluso en presencia de quienes los han presenciando. Las consecuencias son letales, pues “cuando desaparece el sentido de la distinción entre hechos y ficción, desaparece también el mundo común en el que conviven políticamente personas con puntos de vista diferentes y a pesar de sus opiniones opuestas” (Wagner 2020). Se diluye así la posibilidad de un debate argumentativo, conclusión que se ve reforzada por el hecho de que, en el ecosistema digital, “no son ya los mejores argumentos los que prevalecen, sino los algoritmos más inteligentes”, (Han 2022, 40). Sin argumentación no hay matices y en los matices es donde se encuentra habitualmente la verdad. La verdad no es el punto de partida, sino acaso el resultado del debate, del libre juego de argumentos y opiniones, en el que cabe aprender y, por tanto, mejorar algunas posiciones y desechar otras. De ahí la importancia de disponer de espacios en los que poder ejercitar la duda y la crítica, contrastar los distintos enfoques, introducir nuevos temas y sugerencias o acceder a otras audiencias (Vallespín 2012). Y en eso estriba también la sustancia misma de la política democrática.

Pocos fenómenos resultan tan dañinos para el desenvolvimiento de la democracia como la desinformación. Por tal, según la RAE, no sólo se entiende la difusión de información intencionadamente manipulada al servicio de ciertos fines, sino también la transmisión de información insuficiente, así como la omisión de toda información. El fenómeno ha proliferado en el entorno digital, donde encuentra su mejor caldo de cultivo (Wagner 2020). Ahí menudean las noticias falsas, los rumores infundados y los videos trucados. No hay que confundirla con la mala información, carencia que con mayor o menor esfuerzo puede ser suplida. Es algo bastante más perverso, porque implica la transmisión de información falsa o errónea con la intención de engañar o mentir, de generar desconcierto y, en definitiva, de presentar una versión interesada de cualquier hecho, concepto, posición o doctrina. La desinformación, entendida como la distribución deliberada de mensajes y contenidos falsos, tergiversados o manipulados, puede caracterizarse como una modalidad fraudulenta de la propaganda, aunque más barata en su facturación. La desinformación no requiere prácticamente nada, ningún esfuerzo significativo en investigación ni en análisis. En las prácticas de desinformación, hechos y realidad están de sobra, así como la explicitación de los contextos de descubrimiento y de aplicación.

En nuestros días, las diversas formas de autoritarismo posdemocrático (que dista mucho de ser un fenómeno monolítico), así como los nuevos populismos, han demostrado ser grandes expertos en la combinación de propaganda y técnica digital (Schaub y Morisi 2020). Han encontrado en las redes digitales la plataforma idónea para auparse al poder mediante diversas fórmulas de desinformación. Para dichos movimientos, la propaganda, planificada y organizada a conciencia, y ahora difundida con los efectos multiplicadores de las nuevas tecnologías, se convierte, tal como advirtió Adorno (2020, 23), en “la sustancia misma de la política”. Lo que no es sino un mero medio, acaba tornándose en un fin propiamente dicho.

Toda propaganda, en la medida en que hace suyos la manipulación y el embaucamiento, juega con un presupuesto: que, en realidad, no estamos abonados incondicionalmente a la verdad, sino que, más bien, aceptamos la mentira, disfrutamos con ella, con tal de que sea la que nos gusta o la que creemos que nos conviene. Como siempre, quizás ahora más que nunca, son numerosas las personas dispuestas a asumir sin ningún pudor que algo no es verdad y, sin embargo, darlo por bueno. Pero todo tiene su límite, de ahí que una regla de oro de la propaganda sea la verosimilitud, un mínimo de credibilidad. Nada peor que la exageración, hay que dosificar el engaño y mantener su proporción frente a la verdad. Pero más importante aún es sustraer el engaño de cualquier posibilidad de verificación o refutación. A pocos de los eslóganes y conceptos distorsionados por la propaganda se les exige ya confrontarse con la realidad existente ni con la previsible.

Las fronteras entre información e invención se evaporan constantemente no sólo en las redes sociales, carentes de los instrumentos profesionales para verificar lo acontecido antes de darlo a conocer, sino también en los medios de comunicación teóricamente provistos de ellos. Contaminar los pozos de conocimiento acreditados y menoscabar la idea de la verdad no son acciones inocuas, sino auténticas armas letales para la democracia: se está poniendo en cuestión la posibilidad misma de tomar decisiones a partir de informaciones contrastadas, minuciosas investigaciones y sólidas evidencias y, en definitiva, de organizar la sociedad de acuerdo con argumentos racionales.

En vez de escuchar comentarios divergentes y opiniones distintas, quien se atreve a exponer sus ideas y razonar en el espacio público —en ese mal remedo que son las llamadas redes sociales, tan algoritmizadas por quienes les extraen un interesado rendimiento— a lo que se expone con harta frecuencia es a recibir insultos, amenazas y descalificaciones emitidos con la impunidad que otorga el anonimato, poniendo así en práctica la vieja falacia de los llamados razonamientos ad hominem, que no son sino intentos de descalificar una idea desacreditando al individuo que la presenta. La fragmentación y la polarización social conduce a que se grite mucho y que se converse poco por encima de las divisiones políticas. De ahí que esté servido el constante empobrecimiento de la discusión política.

Consustancial a la democracia no son sólo los procesos en los que se decide y se vota, sino también aquellos previos en que ciudadanos libres e iguales debaten y deliberan en común (Velasco 2011, 62-73). Estas consideraciones, como las formuladas por Sunstein o por Habermas dirigidas a cuidar el espacio público, incluido por supuesto el floreciente espacio digital, resultan especialmente actuales en tiempos, como los nuestros, en que se simplifica el lenguaje político hasta el punto que, como ya se ha dicho, los matices quedan laminados. Tales consideraciones resultan, por un lado, extrañas, especialmente para los nativos digitales, pero, por otro, aparecen como absolutamente imprescindibles en un mundo en el que los populismos están en auge, se intensifican los dilemas identitarios y se extrema la polarización.

Bibliografía

Adorno, Theodor W. 2020[1967]. Rasgos del nuevo radicalismo de derecha. Madrid: Taurus.

Arendt, Hannah. 1987[1951]. Los orígenes del totalitarismo, vol. 3, Madrid: Alianza.

Bot Ruso. 2022. Confesiones de un Bot Ruso. Barcelona: Debate.

Crouch, Colin. 2004. “Los partidos políticos de la posdemocracia”, en Claves de razón práctica 141: 36-42.

Habermas, Jürgen. 2009. “¿Tiene la democracia una dimensión epistémica?”, en Ay, Europa, Madrid: Trotta, 136-184.

Habermas, Jürgen. 2020. “Moralischer Universalismus in Zeiten politischer Regression”. Leviathan 48 (1): 7-28.

Han, Byung-Chul, 2022. Infocracia. La digitalización y la crisis de la democracia. Madrid: Taurus.

Kervégan, Jean-François. 2013. ¿Qué hacemos con Carl Schmitt?, Madrid: Escolar y Mayo.

Klemperer, Victor. 2002. LTI. La lengua del Tercer Reich. Barcelona: Minúscula.

Kracauer, Siegfried. 2020[1938]. Propaganda totalitaria. Estudio introductorio de Jesús Casquete. Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.

Lafont, Cristina. 2021. Democracia sin atajos. Madrid. Trotta.

Lassalle, José María. 2019. Ciberleviatán. El colapso de la democracia digital frente a la revolución digital. Barcelona: Arpa.

Mouffe, Chantal. 2003. La paradoja democrática. Barcelona: Gedisa.

Müller, Jan-Werner. 2003. A Dangerous Mind. Carl Schmitt in Post-War European Thought. New Haven: Yale U.P.

Schaub, Max y Davide Morisi. 2020. “Voter Mobilisation in the Echo Chamber: Broadband Internet and the Rise of Populism in Europe”. European Journal of Political Research 59(4): 752-773.

Schmitt, Carl. 1990[1923]. Sobre el parlamentarismo. Madrid: Tecnos.

Sunstein, Cass S. 2003. República.com. Internet, democracia y libertad. Barcelona: Paidós.

Sunstein, Cass S. 2017. #Republic. Divided Democracy in the Age of Social Media. Princeton: Princeton U.P.

Torreblanca, José Ignacio. 2020. “Democracia y redes sociales”. En: V. Lapuente y Elena Costas (coords.), Cómo salvar las democracias liberales. Madrid. Círculo de Empresarios, 131-166.

Vallespín, Fernando. 2012. La mentira os hará libres. Barcelona: Galaxia Gutenberg.

Velasco, Juan Carlos. 2011. “La fuerza pública de la razón. El papel de la deliberación en los procesos democráticos”, en G. Hoyos y E.A. Rueda (eds.), Filosofía y política. Bogotá: Pontificia Universidad Javeriana, 55-108.

Wagner, Astrid. 2020. “Coronabulos, conspiranoia e infodemia”. En The Conversation [https://theconversation.com/coronabulos-conspiranoia-e-infodemia-claves-para-sobrevivir-a-la-posverdad-139504]

Zakaria, Fareed. 1997. “The Rise of Illiberal Democracy”. Foreign Affairs 76(6): 22–41.