Michael Sandel. Contra la perfección. La ética en la era de la ingeniería genética. Barcelona: Marbot, 2007.

Con su tono directo, claro, conciso, sustantivo, cortesía del buen pensador que sabe comunicar, Michael Sandel aborda en este libro los ineludibles interrogantes que plantea la posibilidad de manipular la naturaleza humana a partir del nuevo conocimiento genético: mejorar nuestros músculos, nuestra memoria y hasta nuestras capacidades morales (autopoiesis del hombre, en palabras de Juliana González); escoger el sexo, la altura y otros rasgos genéticos de nuestros hijos; optimizar nuestras capacidades físicas y cognitivas para estar “mejor que bien”. Es lo que se conoce como la “ética del perfeccionamiento humano” ( human enhancement), que está haciendo correr ríos de tinta.
La pregunta que se plantea Sandel es si más allá de que estas técnicas fueran más o menos seguras (principio de precaución) o de si las optimizaciones genéticas estuvieran al alcance de todos (principio de igualdad), debemos aspirar a estas tecnologías de mejora. Por ello, este libro plantea, precisamente, la cuestión sobre los fines que persiguen estas investigaciones y ante la afirmación de que suponen una amenaza para la dignidad humana, el autor se pregunta en qué sentido reducen estas prácticas nuestra humanidad, qué aspectos de la libertad o del desarrollo humano resultan amenazados por ellas.
Para responder a este interrogante, Sandel analiza dos ejemplos claros de aplicación de las tecnologías de mejora humana: el deporte (“Atletas biónicos”) y la paternidad/maternidad (“Hijos de diseño, padres diseñadores”).
Con respecto al deporte, Sandel defiende una concepción del mismo en tanto que celebración de los talentos, de las habilidades y de los dones naturales que son cultivados por los deportistas, frente a una visión del deporte como mero espectáculo, que deja de ser un objeto de apreciación para devenir en una fuente de entretenimiento. Supone una cierta visión esencialista del deporte, como luego defenderá con respecto a la misma naturaleza humana. En el deporte no sólo se da exhibición de talentos naturales sino dietas, entrenamiento, esfuerzo. No obstante, hay algo perturbador en la idea de que no haya reglas en el deporte, de que todo valga para alcanzar la meta, nunca mejor dicho.
Por lo que respecta al diseño de los hijos, Sandel se refiere al fenómeno de la ‘hiperpaternidad’ (Rosenfeld & Wise, Hyperparenting: Are You Hurting Your Child by Trying Too Hard), entendido como una respuesta a las exigencias de rendimiento hacia los hijos que impone una sociedad competitiva. En esta línea se situarían las tesis de Julian Savulescu (“New Breeds of Humans: The Moral Obligation to Enhance”), para quien los padres tienen el deber moral de usar la tecnología disponible para manipular la memoria, el temperamento, la paciencia, etc. de sus hijos para darles las máximas oportunidades de llevar la mejor vida posible. Desde este punto de vista, afirma Sandel, se elimina la distinción entre curar (la enfermedad) y mejorar (las dotaciones genéticas de los individuos), de modo que la salud no es valiosa intrínsecamente sino como instrumento, como recurso, que nos permite hacer lo que queremos.
Inevitablemente, lo anterior lleva a volver a poner sobre el tapete la cuestión de la eugenesia, aquel proyecto acuñado por Galton en 1883 de mejorar la constitución genética de la humanidad y que condujo a esterilizaciones masivas de población o al abominable proyecto nazi. Sin embargo, liberada de su aspecto coercitivo y totalitario, la nueva eugenesia se adapta al libre mercado en términos de un nuevo consumismo (eugenesia liberal —Daniels, Dworkin, Nozick, Rawls; pp. 115 y ss.).
Sandel critica este punto de vista y va más allá ya que, haciéndose eco de los reparos de Habermas (The Future of Human Nature) hacia la intervención genética para mejorar los hijos, considera que una ética centrada únicamente en la autonomía y la igualdad no puede explicar lo que tienen de malo estas intervenciones eugenésicas. Y es que los defensores de la eugenesia liberal tienen razón cuando argumentan que los hijos de diseño no son menos autónomos en relación con sus rasgos genéticos que los nacidos de forma natural, pues haya o no haya manipulación eugenésica, tampoco podemos elegir nuestra herencia genética.
Sin embargo, Sandel se inclina por aceptar el segundo de los argumentos de Habermas para rechazar la eugenesia liberal. A saber, que nuestra libertad va ligada a un comienzo que no podemos controlar, que está al margen de toda disposición humana —en línea con lo que Hannah Arendt (The Human Condition) denominó la “natalidad”, el “inicio desnudo”, el hecho de que los seres humanos no son obra de nadie al nacer y que, por tanto, es la condición de su capacidad para iniciar acciones.
Esto conduce a Sandel a su noción de don: “Por más que no suponga ningún daño para el hijo, ni ningún obstáculo para su autonomía, la crianza eugenésica es rechazable porque manifiesta y promueve una cierta actitud hacia el mundo: una actitud de control y dominio que no reconoce el carácter de don de las capacidades y los logros humanos, y olvida que la libertad consiste en cierto sentido en una negociación permanente con lo recibido”. (p. 127).
Podríamos decir, en este sentido, que la ética del don de Michael Sandel se conjuga mejor con la visión originaria de la bioética de V.R. Potter en tanto que una “ciencia de la supervivencia”, caracterizada por la humildad y la autocontención (Riechmann), frente a una ética del perfeccionamiento, caracterizada por la hybris y la desmesura —lo que Sagols llama “antropocentrismo endogámico”—, que busca cambiar nuestra naturaleza para encajar en el mundo, y no al revés, apartándonos de nuestra reflexión crítica sobre la realidad y aplacando el impulso hacia la mejora social y política (pp. 146-147).
Probablemente, a nuestro entender, éste es un punto débil de la argumentación de Sandel, pues presupone una visión esencialista y hasta inmutable de eso que se llama “naturaleza humana”. Si algo define, precisamente, la condición humana es su continua invención y reinvención, su enorme plasticidad, su capacidad para construirse y reconstruirse a lo largo de la Historia.
Pero es que, además, este debate no puede obviar los problemas de la justicia y la relación costes-beneficios. Por un lado, el desigual acceso a las tecnologías genéticas de mejora puede producir una escisión irreparable en la especie (genoísmo), así como una brecha inter-generacional, de modo que los que no hayan sido genéticamente mejorados podrían llegar a ser laboral, educativa y socialmente marginados, en línea con las utopías futuristas descritas en libros como Gattaca. No es un argumento menor pues es ya una realidad la radical desigualdad global en el acceso a avances tecnocientíficos como los biobancos, la selección de embriones o, simple y llanamente, los medicamentos esenciales (Drugs for Neglected Diseases initiative). Y esto último tiene, asimismo, relación con otro importante argumento consecuencialista a considerar, más allá de los riesgos (para el individuo, para la sociedad y para el entorno) a sopesar. Y es la enorme desproporción entre el costo y la inversión que estas investigaciones comportan y los beneficios que reportan, al menos considerando el abanico de población mundial a los que van dirigidas. Casi es un sarcasmo proclamar que se podrá extender la vida hasta límites inimaginables, gracias a las tecnologías genéticas y de perfeccionamiento humano, cuando más de mil millones de personas padecen hambre severa y todo lo que se deriva de ello (enfermedad y muerte). Evidentemente, si atendemos al conjunto de la población mundial, no cabe duda de que sí existe una diferencia, aún radical, entre curar y perfeccionar. En este sentido, no le falta razón a Sandel cuando concluye: “En lugar de emplear nuestro nuevo poder genético para reforzar ‘el fuste torcido de la humanidad’, deberíamos hacer cuanto estuviera en nuestras manos para crear unas condiciones sociales y políticas más amables con los dones y las limitaciones de unos seres humanos imperfectos”. (pp. 146-147).
El libro termina con un magnífico epílogo sobre la investigación con células madre embrionarias donde Sandel defiende esta práctica y analiza el estatuto moral del embrión. Para ello adopta una interesante postura metodológica crítica con las visiones dicotómicas, del tipo “todo o nada”, sobre este asunto —y que cabría extender, con acierto, a otras cuestiones debatidas en bioética, partiendo de la evidencia de que la vida humana se desarrolla por grados (p. 178). Así, ni el embrión es una persona y, por tanto, absolutamente inviolable, ni tampoco es un objeto cualquiera a nuestra disposición para hacer con él lo que se nos antoje.
En definitiva, un libro breve, escrito con pasión y razón, sobre un asunto que nos interpela directamente a todos. Y es que se trata nada más y nada menos de la vida buena; o de la vida mejor que buena …
Dorotea Buendía
(México)