El debate sobre la despenalización del aborto ha vuelto a España. La posibilidad de reformar la legislación actual para que una mujer pueda interrumpir su embarazo sin dar explicaciones en las primeras semanas de gestación (el modelo de "ley de plazos" mayoritario en Europa) ha irritado a los sectores conservadores. Este debate me ha vuelto a recordar una estupenda película de Lasse Halsström, Las normas de la casa de la sidra (The Cider House Rules, 1999), sobre la que pienso escribir en adelante.

 

En la novela de John Irving (autor también del guión) el aborto es ilegal, pues la historia se desarrolla en Maine, el último estado de los EEUU en legalizar la interrupción del embarazo. Dentro de esa ilegalidad, el Dr. Larch realiza abortos siguiendo un modelo de plazos similar al debatido ahora en España (de momento la legislación española sólo incluye tres supuestos: violación, malformación del feto y riesgo físico o psicológico para la madre; más información aquí).

Desde luego, el interés de la película/novela va más allá del tema del aborto (es notable su tratamiento de la relación asistencial, y el de la paternofilial entre el Dr. Larch y su discípulo Homer Wells), pero incluye una pertinente reflexión sobre a quién corresponde legislar sobre estas cuestiones. ¿Quién hace las normas? Como dicen Íñigo Marzábal y Mabel Marijuán en un excelente artículo, esta película nos hace reflexionar sobre el lugar de los principios y las consecuencias en una ética de la responsabilidad. Cito del artículo (I. Marzábal y M. Marijuán, "Ética y narración. Una lectura de Las normas de la casa de la sidra", Ars Medica. Revista de Humanidades 2003; 1: 140-141):

[Las normas del título de la película] adquieren forma precisa en el papel clavado en la pared del barracón que Homer leerá dos veces. La primera vez, la primera noche, interrumpido por el Sr. Rose: “No son nuestras reglas, Homer. No las escribimos nosotros ni hay necesidad de leerlas”; la segunda vez, la última noche que lo vemos en la Casa de la sidra, de forma completa, sentenciada, otra vez, por el Sr. Rose: “¿Quién vive a este lado de la casa? ¿Quién muele las manzanas, prepara la sidra, limpia toda la porquería? ¿Quién vive aquí, sin más, respirando todo ese vinagre? Alguien que jamás ha vivido aquí las inventó. No son para nosotros. Deberíamos crear nuestras propias normas. Y eso hacemos cada día sin excepción. ¿No es así Homer?”.

Consecuentemente, el papel que recoge esas normas y cuyo contenido es reiteradamente incumplido será arrojado al fuego. Del mismo modo, también el orfanato posee sus propias normas. De ahí que esas palabras de uno de los “padres” mantengan una íntima conexión con aquellas otras expresadas previamente por el otro: “En St. Cloud’s con cada regla que incumplo intento plantearme que mi prioridad es el futuro del huérfano”. De manera que si más arriba se ha hablado de la imperiosa necesidad de decidir a la que los personajes de esta narración se ven impelidos, muchas de esas decisiones les supondrán franquear el umbral de lo que la norma establece. Norma positivizada en ley o encarnada en costumbre: falsedad documental o modificación de la historia clínica, infidelidad o deslealtad, drogadicción o incesto, mentira o suplantación. Y, por supuesto, aborto.

Desde este punto de vista, ¿a qué responde en última instancia este permanente confrontarse con las normas a que el relato somete sus personajes? Dicho de manera rápida y sucinta: en primer lugar, a expresar el desfase existente entre los principios universales, absolutos y objetivos y una realidad que se antoja particular, concreta y subjetivamente vivida; en segundo lugar, a manifestar la arbitrariedad de unos principios o normas o leyes que no soportan la prueba del nueve que es su confrontación con la realidad, pues se establecen al margen de la circunstancia, del proyecto de vida de aquellos sobre los que se ejercerán. Por fin, a reivindicar la necesidad de una razón prudencial, responsable, capaz de reevaluar constantemente, de mediar permanentemente entre lo que guía nuestros actos y las consecuencias que de ellos se derivan. Capaz de descender de lo general a lo particular. Como esos movimientos de cámara que, iniciados en plano general, nos acercan progresivamente a los personajes. El más significativo de ellos, sin duda, aquél en el que el Sr. Rose explica a Homer el “arte” de recolectar manzanas:

“Es la regla de oro, Homer. Tienes que arrancar la manzana con el rabo. ¿Ves eso de ahí?, ¿el chupón justo encima del rabo? Ese es el brote de la manzana del próximo año. Se le llama chupón. Si lo arrancas destruyes la siguiente cosecha ya que la próxima manzana no podrá crecer”.

La regla de oro, el imperativo moral. ¿De qué se está hablando aquí? De las normas a seguir para realizar bien una determinada labor, por supuesto. Pero también, y aunque la equiparación pueda resultar escandalosa, de su futuro cometido como ginecólogo. Pues lo que es bueno para las manzanas también lo es para los niños. Que la “siguiente cosecha” no se “destruya” va a depender de cómo se trabaje sobre ésta, de que quien nazca lo haga en las condiciones precisas para poder desarrollarse y madurar plena y felizmente. Y eso es lo que hace el Dr. Larch y lo que Homer deberá concluir: más allá de la legalidad vigente, los principios abstractos o las convicciones íntimas pone su saber, su pericia y su experiencia al servicio del deseo de las madres: “Sólo les doy lo que quieren —había expresado el Dr. Larch— un aborto o un hijo”. Sólo así, en virtud de cada intransferible circunstancia, esas madres podrán ser también verdaderas protagonistas de la narración que es su vida. Heroínas de su propia historia sin que otra persona ocupe ese lugar.

( I. Marzabal desarrolla también este tema en Deliberaciones poéticas, uno de los mejores libros que conozco sobre la relación entre ética y narrativa cinematográfica.)