Dada la atención que generó el dilema del mes de febrero (muchísimas gracias, Aitor y Antonio, por vuestros comentarios) me dispongo a ofrecer otro dilema para este mes, sin que esto signifique que la discusión sobre el dilema del mes anterior quede clausurada. El dilema bioético para el mes de marzo tiene que ver con la distribución de los recursos sanitarios.

Desde el nacimiento de la bioética, se ha considerado que dos criterios pueden justificar no emplear medios disponibles para salvar la vida de alguien enfermo. El primero de ellos es el de la autonomía personal. Ninguna intervención podrá hacerse en contra de los deseos cabalmente expresados por un individuo competente. De lo contrario, el equipo sanitario podría incurrir en delito, por someter a un paciente a un trato considerado por éste como inhumano o degradante. El segundo criterio lo condensa la idea de futilidad. Si las medidas disponibles no están médicamente indicadas por ser demostrablemente ineficaces o por poder generar más perjuicios que beneficios al paciente, entonces los sanitarios tienen derecho a no aplicárselas al paciente, incluso aunque éste –o su familia- las soliciten. Puede incluso decirse que tienen el deber de no aplicárselas, pues ofrecer a un paciente medidas sabidamente inútiles (lo que en inglés se denomina show codes y en español “hacer el paripé”) no sólo puede dañar al paciente y a la imagen que la sociedad tiene de la medicina, sino que supone un empleo irracional e inequitativo de los recursos sanitarios que, como se sabe, son limitados.

Este último aspecto de la idea de futilidad introduce un tercer criterio, de justicia distributiva, como fundamento posible de la abstención o limitación del esfuerzo terapéutico. El empleo de este criterio no es nuevo, sino que ha sido tenido en cuenta por los médicos siempre que una situación de escasez de recursos lo ha requerido. El ejemplo más gráfico lo ofrece la medicina militar, o la medicina ejercida durante una catástrofe. Otro ejemplo lo ofrecen las unidades de cuidados intensivos, donde se practica el triage, o selección de los pacientes en el momento de su admisión, cuando la demanda de camas es superior a la oferta. En todos esos casos, los sanitarios son entrenados a obrar con la mayor eficiencia posible, y a valorar con rapidez "quién va primero" de acuerdo a la situación y el pronóstico de los posibles destinatarios de su asistencia. 

En los últimos años, ante el incremento indefinido y, según algunos, difícilmente sostenible, del gasto sanitario, el criterio de justicia ha entrado a formar parte de los criterios de la medicina para limitar tratamientos disponibles, y no ya sólo por respeto a la autonomía, por razones de futilidad o en situaciones de emergencia. La introducción de la justicia distributiva en la relación asistencial altera de manera significativa el rol que tradicionalmente se ha concedido a la medicina. Los médicos no son ya sólo agentes beneficentes, que promueven la salud y la vida de sus pacientes, y respetuosos con las decisiones de éstos: a partir de ahora son también gestores, que velan por la salud y la supervivencia de su sistema sanitario a medio y largo plazo.

 

El dilema que propongo para este mes tiene que ver con este tipo de problemas. Me baso en un ejemplo que ofrece Pablo de Lora en un artículo publicado en 2005 (Télos, XIV, 2, 2005: 9-32) y que tiene como provocador título: “¿A qué inocentes debemos sacrificar? La selección de pacientes para la distribución de recursos”. (A su vez, De Lora toma ese ejemplo de Xavier Calsamiglia: “Ética y gestión sanitaria: un ensayo sobre la necesidad de contar”, Papeles de Economía Española, nº 76 (1998), 232-43). Reproduzco el texto a continuación:

"A un centro de asistencia sanitaria acuden 20 enfermos crónicos y 20 enfermos agudos. El equipo de urgencias debe decidir cómo afrontar la situación habida cuenta de los siguientes escenarios para cada grupo de enfermos en función de si reciben o no tratamiento. Cuando se trata de enfermos crónicos, al ser tratados se curan, mientras que si no reciben tratamiento, un 20% de ellos se convierten en enfermos agudos. Cuando de los enfermos agudos hablamos, el tratamiento conduce al 20% de ellos a la curación, y al 80% al estado de enfermo crónico. Si no reciben tratamiento, el 50% de ellos morirá. Este centro cuenta con un presupuesto de 120 unidades monetarias. El tratamiento del enfermo crómnico consume 1 unidad monetaria, mientras que el de los agudos consume 5. Imaginemos que a la apertura del hospital, hay una cola de 100 enfermos crónicos y 20 enfermos agudos. Con los recursos disponibles, por tanto, se puede tratar a todos los agudos, pero sólo a 20 crónicos.

Pues bien, muchos considerarían que, en la medida en que la vida es el bien más importante, y los enfermos agudos, frente a los crónicos, cuentan con un altísimo riesgo (50%) de perder su vida, debemos volcarnos en ellos. La pertinente pregunta que nos plantea Calsamiglia es: ¿qué pasa en un siguiente período de tiempo, una vez que nos hemos gastado nuestros recursos y nos han prepuesto con una misma cantidad y contamos con otros veinte enfermos de cada categoría? La siguiente tabla ilustra la (penosa) evolución de la situación:

 


Período 1

Período 2

Período 3

Período 4

Período 5

Período 6

Total

Crónicos

100

100

119

135

147

157

 


Agudos

20

36

46

55

62

69

 


Crónicos tratados

20

0

0

0

0

0

 


Agudos tratados

20

24

24

24

24

24

 


Muertes

 


6

11

15

19

22

73

 

Supongamos ahora que, a la apertura del centro sanitario, decidimos atender a la mitad de agudos, pudiendo así dedicar nuestros recursos a tratar a algunos enfermos crónicos. La evolución e esa decisión a lo largo del tiempo se presenta en la siguiente tabla.

 

 


Período 1

Período 2

Período 3

Período 4

Período 5

Período 6

Total

Crónicos

100

48

31

33

33

33

 


Agudos

20

28

27

25

24

23

 


Crónicos tratados

70

50

35

35

35

35

 


Agudos tratados

10

14

17

17

17

17

 


Muertes

5

7

5

4

3

3

27

 

El corolario del planteamiento de Calsamiglia es que, teniendo en cuanta los efectos en el largo plazo, es “preferible” dejar morir a 5 de los enfermos que llegan urgentemente a nuestro centro hospitalario nada más abierto éste”. (De Lora, pp. 11-12)

 

Algunas de las preguntas que merecen discutirse son la siguientes:

¿Debemos salvar un mayor número de vidas futuras si para ello debemos ahorrar tratamientos disponibles y que podrían salvar a un número más reducido de personas en un plazo más inmediato?

¿Qué significa actuar equitativamente en este caso?