La polémica sobre el uso ético de los cadáveres humanos no es nada nuevo. Hace más de diez años participé en un debate público en las páginas del Diario Vasco con José Ignacio Calleja, profesor de moral social en la Facultad de Teología de Vitoria. Se trataba de reflexionar sobre una noticia que había provocado bastante curiosidad y algo de morbo: ciertas marcas de automóviles estaban utilizando cadáveres en sus pruebas para mejorar las medidas de seguridad en caso de choque. Reproduzco a continuación mi contribución, así como algunos pasajes de la de mi compañero de debate, tal como aparecieron publicadas en ese periódico el 9 de mayo de 1998. Ahora cambiaría cosas y matizaría algunos pasajes, pero prefiero dejar eso para los comentarios.

Cobayas después de morir

(Página de debate, El Diario Vasco, 9/5/98)

La reciente noticia de la utilización de cadáveres para estudiar medidas de seguridad en los automóviles abre una nueva manera de investigar con cuerpos humanos con evidentes repercusiones éticas y morales desde lo civil y lo religioso. Desde esas dos perspectivas, dos miembros de la Universidad abordan la cuestión.

Impactos mor(t)ales

Antonio Casado da Rocha

El pasado domingo, una cadena de televisión ofrecía un reportaje en el que un ciudadano calificaba de antimoral este tipo de experimentos, por ir en contra del “respeto a los muertos” y de “los valores morales de la sociedad”. Tras la intervención de un forense, quien recordaba que estas pruebas pueden servir para que otros vivan y la existencia de límites legales a la experimentación, el reportaje concluía que estas pruebas provocan “desasosiego” y “cruzan la línea de la ética”.

Aunque algún célebre tratado de ética haya presentado esta disciplina al modo geométrico, su objeto es más la toma de decisiones razonadas que el trazado de líneas o la búsqueda del sosiego fácil. Por lo demás, no hay una sóla ética, sino muchos modos de responder a la pregunta “¿Qué debo hacer?” En general, se puede decir que nuestra tradición filosófica pide como mínimo dignidad y libertad. La experimentación que quiera ser compatible con las exigencias éticas habrá de ser digna y libre, y no meramente eficaz. Podrá incluso ser “antimoral”, ya que desafía la antigua moral religiosa que contempla el cuerpo como un templo inviolable. Ésa moral puede seguir cultivándose dentro de ciertos límites en el ámbito privado, pero ya no ostenta ningún privilegio a la hora de informar las decisiones que competen —como ésta— a la cosa pública.

A nadie se le escapa que el cuerpo humano o sus partes no son simples objetos, puesto que “pertenecen” al que fue o es o será un sujeto. Cierto es que hay objetos cuya pertenencia nos resulta trivial; pero los restos mortales son algo especial, incluso al margen de consideraciones religiosas. Toda cultura considera estos restos como algo de lo que hay que tomar cuidado comunalmente, puesto que el cuerpo muerto ya no es capaz de cuidar de sí mismo. Precisamente porque fueron de alguien, pero están a merced de todos, los restos mortales son algo comparable a un bien público: un patrimonio públicamente protegido que como tal no debe entregarse al mercado, a la compraventa de derechos de propiedad y uso. De ahí que no sólo se castigue la profanación de tumbas, sino también el tráfico de órganos; porque la muerte se vuelve inhumana cuando se utiliza unívoca e interesadamente en otro medio, sin ningún vínculo emocional con el entorno donde se produjo.

Si la prohibición de la compraventa asegura la dignidad humana del muerto, la posibilidad de la donación honra la libertad del vivo. Esa libertad, que se expresa en el consentimiento informado, no conduce al “hacer con mi cuerpo lo que yo quiera”. Precisamente porque más que tener un cuerpo yo soy un cuerpo, no puedo vender mis restos mortales sin renunciar a mi propia dignidad. En otras palabras: no resulta nada sencillo concebir mi humanidad como fin en sí mismo y al mismo tiempo concebir mi cuerpo como medio para obtener un beneficio mediante mi venta como futuro cadáver.

El consentimiento juega un papel clave en la regulación de este asunto. En Francia, la ley autoriza extracciones de órganos a condición de que el difunto no haya hecho constar su oposición. Estamos ante un consentimiento por pasiva: el que calla otorga. Mas habría que añadir inmediatamente: siempre que el que calle sepa lo que otorga con su silencio. De ahí que la ley, para ser éticamente válida, haya de ser pública. Ésta es una razón más para subrayar la necesidad no sólo del consentimiento del difunto, sino del conocimiento y el control público de este tipo de pruebas.

En resumen: el uso de los restos mortales sólo será ético cuando sea voluntario, de dominio público y para el bien común. La supervisión y los resultados de las pruebas han de estar al alcance de todos, y no sólo de la empresa privada que los lleve a cabo. Hay quien podría objetar que, mediante la competencia en el mercado de automóviles —competencia que necesariamente entraña secretismo— el público en general ya se beneficia de coches más seguros. Pero basta imaginar una colisión frontal entre el último grito en seguridad y un utilitario más modesto para descubrir que el publico beneficiado no siempre es tan general. Hasta es posible que las víctimas del coche barato acaben como objetos de experimentación en los laboratorios del coche caro. Si las leyes que regulan las pruebas con cadáveres no determinan que los resultados sean públicos, acabarán contribuyendo al beneficio privado de unos pocos.

(Mientras tanto, un fabricante de automóviles nos anuncia que “la tecnología es un derecho”. Si esta no es otra falacia teledemocrática, habría que preguntarse a qué deberes nos obliga ese presunto derecho. Lo que hasta ahora había sido un generoso acto de donación se está convirtiendo en un oscuro deber que amenaza con no dejarnos descansar en paz.)

 

Antes y después

José Ignacio Calleja

Si un ser humano de sensibilidad moral normal reacciona ante aquellas pruebas técnicas con una sensación de espontáneo rechazo, será por algo. Quizá todo obedezca a un sentido común moral que nos hace precavidos ante los excesos tecnocráticos. Y ésta es mi primera intuición ética: el desencantamiento del mundo, en el sentido de vaciarlo de todo respeto al misterio de la vida y de la muerte, suele venir parejo a un tecnocratismo exagerado, es decir, aquella forma de pensar y actuar que presupone que los medios tecnicos son lo único decisivo en la construcción de la vida humana. [...]

Yo, que pertenezco a la tradición moral cristiana, intuyo con las tradiciones morales personalistas un poso sagrado en la persona, en su vida y en su muerte, en su dignidad incondicional de sujeto único e insustituible, siempre fin y nunca medio. [...] Hablando en clave religiosa, yo tengo unas convicciones que estimo razonables, pero si reflexiona en clave empírica, sé que no puedo aprovecharme de argumentos religiosos para exigir de todos un comportamiento bueno y debido. [...]

Pues bien, todas las tradiciones morales de nuestra cultura convergen en su sensibilidad para defender la incondicional dignidad de cada persona, de todas y siempre. Y cuando sus valedores divergen en la valoración ética de la vida, lo hacen bajo el supuesto de que todavía no hay persona o que ha dejado de haberla; pero el propósito es siempre respetar a la persona donde la haya. [...]

Entiendo que los seres humanos tenemos derechos que realizan nuestra dignidad más allá de la muerte. Sólo nosotros, en vida, podemos disponer expresamente de nuestro cuerpo y sólo debiéramos poder hacerlo en los caso y para los fines que las leyes que nos damos lo reconozcan. Sin necesidad de reencantar el mundo y sin carácter de obligación religiosa, en analogía con la vida, defiendo que hay una dignidad humana que es necesario respetar después de morir. [...]

[U]na sociedad madura que respeta a sus muertos como restos materiales de una dignidad única, elige los objetivos humanos de su investigación y regula los medios necesarios para lograrlos. No a cualquier precio y para cualquier fin, sino los que en vida elegimos y aceptamos como miembros de una sociedad democrática, porque nos humanizan hoy y mañana. Todo lo demás cobra visos de materialismo a la fuerza, una de las formas más perversas de vivir el desencantamiento del mundo. [...]

 

Comentarios


Bodies

Viernes, 09 Octubre 2009 10:06
Miriam López Alvarado

Para mi, la dignidad de la persona también se extiende más allá de la muerte, aunque más importante es el derecho a una vida y a una muerte digna. Por lo tanto, si una persona decide donar su cuerpo no creo que su dignidad se vea dañada, siempre y cuando el uso se encuentre limitado a las condiciones impuestas por la propia persona y la decisión haya sido tomada con la mayor autonomía posible. Es decir, que el uso del cuerpo no esté supeditada al interés del médico, investigador, empresario, etc. Si uno, por ejemplo, quiere donar los órganos debería conocer antes qué uso se les va a dar y tomar la decisión en consecuencia.  Hace unos meses pasó por Barcelona la exposición de "Bodies" y me pregunto si esas personas conocían exactamente en qué iban a emplear sus cuerpos. ¿realmente la exposición tiene un fín pedagógico o, por el contrario, tiene un interés meramente económico?