Por Lourdes Domínguez Carrascoso. Ya no volveré a mirarme al espejo igual desde que he leído el libro de Belén Altuna “Una historia moral del rostro”, editado por pre-textos y que recomiendo a cualquiera que tenga preguntas no banales sobre lo que nuestro rostro nos refleja. Ya no será lo mismo, y lo digo con una gran alegría, porque ser consciente de lo que hay en él nos permite mirar el mundo con mayor riqueza de la que supone pasar rápido echando un vistazo.

Mi madre me solía contar que una tía suya tenía la extraña afición de mirarse de noche, a la luz de una vela, en el espejo, y que veía cosas que diferentes de lo que solía a la luz del día. Me gustó el experimento y durante un período más bien corto hice lo que me había sugerido mi madre con el relato de mi tía. Era fantástico, hasta yo misma me daba miedo. Pero mi madre me pilló, me riñó y no me dejó seguir con el juego. Ahora creo que hasta a ella misma le dio miedo. Yo no tenía ni catorce años, pero aún cuando me acuerdo de aquella tía y la vela me sobresalto. Me acordé de ella cuando leí el primer capítulo del libro de Belén Altuna.

La historia etimológica que nos ofrece nos ayuda a entender qué sentido tiene la máscara del teatro griego. Desde el prosopon, “lo que está literalmente delante de la mirada de otros” de los griegos, relacionado con el mirar, con lo que se mira y puede a su vez devolver la mirada, a la máscara, que representa e identifica al personaje, nos ofrece el texto un repaso de la etimología de persona que supone un baño de humildad ante nuestra simpleza al emplear este término como sustitutivo de un término que no existe para designar al hombre y que también englobe a la mujer. Persona lo empleamos como eufemismo para no decir ser humano. Persona no es lo mismo que primate, ni lo mismo que hombre/mujer. No sabemos nombrar a la primate del Homo Sapiens, que también es homo.

La historia del espejo es muy interesante, amena y se puede leer con pasión. Narciso extasiado, todos y todas convertidos en narcisos mirándonos en los espejos que aparecen por doquier en nuestra cultura, fruto de la tecnología, producto burgués que enriqueció a algunos artesanos en Venecia, pero que llegó a los hogares más humildes. El espejo de aquella parábola ¿era de Samaniego?, del jorobado o feo, no recuerdo, que se miró al espejo y que se vio feo, se enfadó, rompió el espejo y el efecto quedó multiplicado por el efecto reflectante de los múltiples pedazos. En eso constó su castigo, en multiplicar su fealdad, o, más bien, la imagen de su fealdad por haber reaccionado con rabia destructora. Era la moral que nos enseñaban. El espejo que nos devuelve la imagen, que nos invita a ser humildes o a cubrirnos de vanidad.

Vivimos entre rostros que nos miran por todos los sitios. Las fotografías, las pantallas de luces de colores, el teléfono que nos invita a contestar con la imagen de quien nos llama. Rostros por todos los sitios, que nos persiguen, de los que difícilmente nos escapamos. Ahora tenemos que entender mejor a la madrastra de Blancanieves porque continuamente estamos haciendo lo mismo que ella. El espejo nos ha configurado nuestra vida y no nos damos ni cuenta.

Un verdadero descubrimiento el texto de Belén Altuna, que tiene otros capítulos de mucho interés. Pero este, el primero, por su originalidad, profundidad y sencillez, merece ser releído de vez en cuando; sobre todo cuando tengamos la tentación del jorobado de romper la imagen que se nos devuelve de nosotros/as mismos/as. Tal vez ser conscientes de ello nos ayude a ser mejores día a día. Mirar tu rostro en el rostro del otro y descubrir que no te gusta nada lo que ves. ¿No es fantástico?.