Por Carissa Véliz, David Rodríguez-Arias y Txetxu Ausín (ASAP)

Por un lado, conservamos la libertad y la responsabilidad cívica de protestar, de proponer y de contribuir a crear estructuras que nos encaminen hacia un mejor futuro. La desigualdad económica, y su consecuencia más atroz, la miseria, se sustentan sobre un orden institucional global responsable de la creación y perpetuación de la pobreza: proteccionismo de los mercados ricos, leyes de patentes, paraísos fiscales, flujos financieros ilegales… En sociedades con elección de los representantes políticos, el voto es ya una oportunidad para posicionarse y comprometerse con la erradicación de esta estructura injusta que perpetúa la pobreza.

Pero también hay mucho que podemos hacer a corto plazo. Para ello, ni siquiera necesitamos ser personas extraordinarias, con recursos infinitos, o capaces de realizar grandes sacrificios o esfuerzos heroicos. Este es un hecho: puedes salvar vidas. Hoy.

Cuando escribimos estas líneas, 17 de octubre de 2014, se conmemora una vez más, desgraciadamente, el Día Internacional para la Erradicación de la Pobreza. Y es que el mundo nunca ha albergado a tantos pobres como hoy. Si bien la proporción de personas desnutridas en el mundo ha descendido en las últimas décadas, en números absolutos, hay más víctimas del hambre que nunca según la FAO. Durante el tiempo en que lees este artículo, unos 5 minutos, 65 niños y niñas menores de 5 años habrán muerto en el mundo por causas fácilmente prevenibles relacionadas con la pobreza. En contraste con la extrema pobreza, nuestra era es testigo de una opulencia nunca antes conocida. Las 85 personas más ricas del mundo tienen tanto como los 3.5 mil millones más pobres. Por primera vez en la historia de la humanidad, tenemos la capacidad de erradicar la pobreza. Porque, digámoslo alto y claro, la pobreza no es un problema de recursos, sino de distribución de los mismos. Por eso la pobreza no es una fatalidad, como decíamos en otro artículo.

Recordaba Leonardo Boff: El 11 de septiembre de 2001, cuando los terroristas estrellaron dos aviones contra las Torres Gemelas de Nueva York, murieron cerca de 3000 personas. Aquello fue una atrocidad que paralizó a la humanidad. Sin embargo, aquel mismo día, 16400 niños menores de cinco años murieron de hambre y de desnutrición: una cifra cinco veces superior a la de las víctimas del terrorismo. Al día siguiente y en los restantes días sucesivos durante todo un año, 12 millones de niños fueron víctimas del hambre, y nadie pareció sentirse aterrado ante semejante catástrofe humana… a pesar de ser igualmente evitable.

En un momento en el que la salida de la crisis requeriría replantear tantas cosas—nuestro sistema económico, político, sanitario, educativo, fiscal...—no es raro que uno tenga la sensación de no saber por dónde empezar. Los cambios estructurales suelen ser lentos, progresivos, y contrastan con la urgencia de las necesidades sociales que claman por soluciones inmediatas.  El riesgo es que, por no poder cambiarlo todo, uno se vea tentado de no cambiar nada. Por paralizante que nos resulte, el desánimo es una posición cómoda que nos hace olvidar lo fundamental: que por muy mal que estén las cosas, siempre conservamos la posibilidad, y por lo tanto la responsabilidad, de poner algo de nuestra parte para mejorar el mundo. Esa posibilidad la tenemos siempre, y está más al alcance de nuestra mano de lo que habitualmente creemos. Además, nuestra contribución puede ser más significativa de lo que generalmente estimamos.

Por un lado, conservamos la libertad y la responsabilidad cívica de protestar, de proponer y de contribuir a crear estructuras que nos encaminen hacia un mejor futuro. La desigualdad económica, y su consecuencia más atroz, la miseria, se sustentan sobre un orden institucional global responsable de la creación y perpetuación de la pobreza: proteccionismo de los mercados ricos, leyes de patentes, paraísos fiscales, flujos financieros ilegales… En sociedades con elección de los representantes políticos, el voto es ya una oportunidad para posicionarse y comprometerse con la erradicación de esta estructura injusta que perpetúa la pobreza.

Pero también hay mucho que podemos hacer a corto plazo. Para ello, ni siquiera necesitamos ser personas extraordinarias, con recursos infinitos, o capaces de realizar grandes sacrificios o esfuerzos heroicos. Este es un hecho: puedes salvar vidas. Hoy.

¿Cuánto cuesta salvar una vida? El economista William Easterly calcula que los programas de la OMS para reducir muertes causadas por malaria, diarrea, infecciones respiratorias y sarampión cuestan alrededor de 300 dólares (234 euros) por vida salvada. Salvar una vida al año cuesta unos 64 céntimos al día. Una vida no resuelve los problemas más acuciantes del mundo, pero para esa persona y sus seres queridos, nada podría ser más importante. El documental “A Small Act” cuenta la historia de Hilde Back, una profesora de preescolar sueca que durante años invirtió 12 euros mensuales para financiar la educación de Chris Mburu, un niño keniano. Hoy, Mburu es un destacado defensor de los derechos humanos. Habiendo estudiado en Harvard, dirige la sección de anti-discriminación de la Agencia de la ONU sobre los Derechos Humanos. Además, es fundador de una organización que da becas a niños kenianos para que puedan continuar con su educación. Quien salva una vida, suele decirse, salva a la Humanidad.

¿Cuántas vidas puede y debe salvar un español rico? ¿Y un mileurista? ¿Y quien tan solo cobra una pensión de 400 euros por desempleo? No se trata aquí de convertirse en mártir de la pobreza, sino de cumplir con nuestra parte de responsabilidad en su erradicación. Al hacerlo, no tenemos que sacrificar nada realmente importante. Cada cual puede reflexionar qué es para sí mismo lo realmente importante. Pensar esto de manera honesta, sin autoengaños, es crucial, pues hay mucho que está en juego.

Tienes muchas formas de ayudar. Puedes modificar esos hábitos de consumo que sabes que explotan o perjudican seriamente a poblaciones vulnerables (ahí están las alternativas de comercio justo, ropa limpia, banca ética, inversión socialmente responsable). Puedes exigir a tus representantes políticos que cumplan el papel histórico que les toca: el de aprovechar esta oportunidad inédita de cambiar por primera vez la faz injusta de la tierra y hacer un esfuerzo serio por evitar las muertes evitables, es decir, vergonzosas. Puedes participar con tu tiempo e ideas (el dinero no es lo único que se puede invertir), en organizaciones comprometidas con la erradicación de la pobreza; en tu barrio, en tu empresa, en tu colegio o universidad (Por ejemplo, Academics Stand Against Poverty (ASAP) ofrece una plataforma para que desde las universidades se luche más eficazmente  contra la pobreza a través de esfuerzos de colaboración, divulgación, e impacto). Por supuesto, también puedes hacer donaciones inteligentes, es decir eficientes y de las que toda la Humanidad, y no solo sus destinatarios directos, podrá beneficiarse. La reducción de la pobreza y de la malnutrición redunda en enormes beneficios sociales, económicos y de seguridad a escala global.

Dice el filósofo Thomas Pogge que hoy mueren más personas al día a causa de la pobreza que el número de personas que moría al día en los peores momentos del Holocausto. ¿Por qué nos parece inaceptable el Holocausto y vemos este grado de pobreza con más naturalidad? ¿Por qué lo toleramos? Ángel Olaran, misionero comboniano en Etiopía, remarcaba que el hambre es un genocidio programado, tolerado. Hay que llamar a las cosas por su nombre. Y si las palabras han llegado a perder sentido, habrá que inventar un idioma nuevo. Cada generación aporta algo a la Historia. Tú formas parte de la que puede acabar con la pobreza.

¡Actúa!