Los filósofos y los animales

En una entrevista publicada en Babelia (17/3/2001), Javier Cercas explicaba que el híbrido entre ficción y realidad que tan bien le ha funcionado no es nada nuevo, porque la esencia de la novela es mestiza y avanza padeciendo sucesivas crisis: en alguna de ellas, fagocita la poesía; en otras, el periodismo. En el caso que nos ocupa, el último libro del último premio Nobel de literatura (2003), la novela fagocita la filosofía,... o más bien al revés.

Antes de publicar Elizabeth Costello, el escritor surafricano John Maxwell Coetzee (1940-), además de ganar dos veces el Booker Prize con sus novelas, dio a la prensa una serie de estampas autobiográficas —Infancia y Juventud— y, entre ellas, en 1999 publicó The Lives of Animals (Princeton University Press), en la que presenta el prototipo de las “lecciones” que una escritora ficticia, Elizabeth Costello, imparte en diferentes ámbitos académicos. Estas lecciones, que corresponden a la 3 y 4 en el libro que nos ocupa, fueron impresas junto al comentario de un filósofo moral (Peter Singer, el autor de Liberación animal), una etóloga especializada en primates (Barbara Smuts), una crítica literaria (Marjorie Garber), y una experta en religiones (Wendy Doniger).

Estamos ante un libro serio. “La seriedad, para cierta clase de artista,” escribió Coetzee en uno de sus ensayos sobre la censura, “es un imperativo que une lo ético y lo estético.” En un momento de la tercera lección, Costello menciona su deseo de emplear “una forma de hablar que resulte más fría que acalorada, más filosófica que polémica, más capaz de aportar algún esclarecimiento que de buscar la división del género humano entre justos y pecadores, entre salvados y condenados”; son palabras que le cuadran a la una prosa tan exacta y desprovista de complacencia como la de Coetzee. Pero Costello está refiriéndose al “lenguaje de los filósofos”, un registro que ella utiliza pero en el que no encuentra satisfacción.

En la cuarta lección, un famoso poeta judío escribe a Costello una nota en la que justifica su ausencia de una cena en honor de la escritora. En la lección, Costello se había preguntado cómo continuar compartiendo la mesa con quien sacrifica o consume animales si también renunciamos a compartir la mesa con los verdugos de Auschwitz. Pero si los judíos fueron tratados como ganado, ¿acaso se sigue que tratamos el ganado como a los judíos? Para el poeta, este non sequitur barato insulta hasta la blasfemia la memoria de los muertos. Para Costello, expresa una perplejidad moral que se extiende desde los filósofos hacia su familia, pasando por sus propios compañeros de vocación.

En esa cuarta lección Costello utiliza un poema de Ted Hughes, el poeta que junto a Sylvia Plath exploró un mundo de sensaciones primarias, la naturaleza “de garras y dientes de rojo manchados”. Pero su innegable capacidad de ponerse en el lugar del otro, incluido el otro animal, al parecer no le impidió a Hughes vivir como un granjero y defender las virtudes de la caza tradicional. Así el final de las “Vidas de los animales” es patético: Costello es incapaz de reconciliarse con el incomprensible mundo en que vive; un mundo en el que ni su propio hijo ni el más refinado de sus amantes comparten con ella la misma sensibilidad moral.

Las dos lecciones sobre animales forman el núcleo de Elizabeth Costello, pero hay más: informes sobre las humanidades en África, sobre la frágil permanencia de la herencia grecorromana, sobre el realismo en literatura (Coetzee ha escrito mucho sobre Kafka o Dostoievsky). Pero si hay un tema que cruza casi todo el libro es el del mal, ya sea el mal padecido (uno de los temas de su devastadora novela Desgracia), el mal transmitido bajo los ropajes del arte o la literatura (lección 6), o el “mal consentido” y nuestros modos de lidiar con él. Así, uno de los temas centrales es el “compartir la mesa”, la mera posibilidad de entendimiento mutuo o mera convivencia civilizada entre personas con sensibilidades morales opuestas.

A veces el libro parece sugerir que ni la formación académica ni la cultura común ni incluso los lazos familiares permiten ese entendimiento, pero por otro lado el ejemplo de Auschwitz nos muestra hasta qué punto las personas aprendemos a convivir con el horror. Alemanes y polacos podían saber hasta cierto punto qué pasaba en los campos, pero en cierto sentido no sabían porque no querían saber, porque no podían permitirse saberlo. Ahora es fácil decir que ese consentimiento, esa ignorancia deliberada constituye una mancha moral, un pecado incluso, pues como dice Costello todavía creemos en los equivalentes psicológicos del pecado: el alma o la psique manchada por la culpa no puede estar bien.

Y, sin embargo la vida sigue, y ocultas entre las comunidades más civilizadas del planeta (una ciudad universitaria en los EEUU) se encuentran industrias que a Costello le parecen factorías de un horror equiparable al de Auschwitz. Polacos y alemanes no son ninguna excepción. ¿Cómo explicar esto? Aquí nos encontramos con dos cuestiones paralelos: para evaluar moralmente nuestro uso de los animales hemos de discernir qué clase de continuidad existe entre la consciencia/sensibilidad animal y la humana; esa es la cuestión epistemológica. Para evaluar nuestras actitudes frente a los datos que nos proporcionan la epistemología y la etología, hemos de discernir qué clase de continuidad entre diferentes sensibilidades humanas. Esta es la cuestión ética.

Entrando en la primera cuestión, en su célebre artículo sobre “¿Qué es ser como un murciélago?”, el filósofo Thomas Nagel afirma que el hecho que un organismo tenga una experiencia consciente significa, básicamente, que hay algo que es ser como ese organismo. Pero ese carácter subjetivo de la experiencia no es capturado por ninguno de los análisis diseñados hasta entonces, y podría decirse que aún hoy en día todos los modelos teóricos propuestos para explicar la consciencia son incompatibles con la presencia de la subjetividad.

Tal vez por eso, hoy día parece haber cierto acuerdo en que las aproximaciones científica y literarias al fenómeno de la conciencia son como mínimo complementarias (cf. la entrevista a David Lodge en Babelia, 1/5/2004). El novelista puede introducir al lector en la especificación de una experiencia que no es la suya. Ahora bien, ¿quiere decir eso que es posible la comunicación entre especies? El genial modo en que Coetzee trata la kafkiana historia de Pedro el Rojo sugiere que no: el primate podría ser tan inteligente como el matemático Ramanujan, pero el etólogo que lo estudia lo convierte en poco menos que un perro de Pavlov.

Si la ciencia no nos sirve, tal vez baste con la compasión. Pero eso que dice la traducción castellana, por lo demás impecable, donde Coetzee escribe sympathy, no es tanto una piedad cristiana (hay momentos para ella en el libro, como en la asombrosa escena de la felación) sino la mera posibilidad de ponerse en la piel de otros que es propia del novelista. Esta posibilidad le permite terminar su charla con la convicción de que si una escritora puede meterse en la piel de una persona que nunca existió, también puede concebir la existencia de un murciélago, un chimpancé o una ostra (¡!), o cualquier otro ser con quien comparta la substancia de la vida:

“Si no les convenzo, es porque aquí mis palabras no tienen el poder de evocar ante ustedes la integridad, la naturaleza no abstracta, no intelectual, de ese animal. Por eso les he apremiado a que lean a los poetas que devuelven el ser vivo y electrizante al lenguaje, y si los poetas no les conmueven, les apremio a caminar junto al animal que será precipitado por el túnel hasta su verdugo.”

Esta conclusión “optimista” se matiza con otra “pesimista”: que a pesar de que podamos concebir el dolor del otro somos duros de corazón ante él. Nos gustaría pensar que el mal consentido nos mancha, pero las pruebas de la historia apuntan en una dirección distinta: podemos participar en el mal y salir de rositas, porque no hay ninguna justicia cósmica.

Es decir, llegando al final de la lección 4: si los animales no tienen una conciencia que podamos reconocer, ¿qué? La discusión epistemológica sobre la conciencia animal bien podría ser una pantalla de humo; al fin y al cabo, los bebés tienen muy poca autoconciencia: al final todo se reduce a pulgar hacia abajo para los terneros, pulgar hacia arriba para los bebes. En conclusión, que somos una especie especieísta, tan arbitraria en nuestras preferencias morales como también en nuestra estructura cognitiva, pues “tal vez la razón no sea la esencia del universo, sino que, por el contrario, tan sólo sea la esencia del cerebro humano”.

Ahora bien, de acuerdo con Singer, el hecho de que los humanos pensemos (sobre nuestro dolor, nuestro futuro o nuestra muerte) añade valor a nuestras vidas, lo cual introduce un factor relevante dentro de la igualdad de consideración moral que defiende Singer. Hay pues más valor en la vida que se pierde cuando muere un hombre que cuando muere un murciélago. Esto, además, en tanto que un animal tenga cierta conciencia de sí y tenga representaciones sobre su futuro, permite pensar que es malo matarlo, quizá no absolutamente malo, pero sí un mal serio. Esto podría abrir una puerta a la justificación moral de la muerte indolora de animales que no puedan anticipar su muerte, así como a la del tratamiento compasivo de todos ellos.

 

Bibliografía